El término cooperativismo alude a realidades muy distintas. Desde los albores de la revolución industrial el cooperativismo moderno ha sido promovido por distintos sectores sociales y muy distintas motivaciones ideológicas: socialistas que pretendían una clase trabajadora emancipada de facto (combinando la creación de empresas de trabajadores-propietarios con el sindicalismo y la lucha político-parlamentaria); conservadores que pretendían construir un muro de contención ante una posible revolución socialista; anarquistas en favor de un modelo de sociedad fundamentado en la autogestión social; reformistas cristianos que han seguido los postulados de la doctrina social de la Iglesia; nacionalistas con visión de construir una nación igualitaria sin clases sociales, etc.

ekonomia solidarioa

El cooperativismo moderno también alberga experiencias de muy distinto signo en lo que se refiere a los ámbitos de actividad económica: cooperativas agrarias, industriales, financieras, educativas, de consumo, de vivienda, de crédito, etc. Y su materialización práctica ha sido muy diversa en función del contexto histórico-nacional y de la articulación entre el mercado y el estado: el modelo italiano, israelí, sueco o vasco; la autogestión yugoslava; el sistema danés; etc. Además, su materialización es también muy distinta en función de su carácter local o su grado de expansión internacional.

Por todo ello, es ciertamente difícil hablar del cooperativismo en singular.

En estas líneas realizaremos una distinción muy genérica entre, por un lado, lo que hemos denominado “cooperativismo clásico”, aquel que intenta resolver la llamada “cuestión social”, el conflicto distributivo clásico de la sociedad industrial; y por otro, la nuevas prácticas de economía social y solidaria, nuevas formas de economía y empresa que emergen a finales del siglo XX y principios del XXI, inspiradas en el movimiento cooperativo tradicional pero con un espíritu renovado y tamizado por los nuevos desafíos epocales.

1. El cooperativismo como movimiento de reapropiación cultural

La economía moderna ha ido liberándose gradualmente de todo tipo de corsés. Las prácticas económicas han roto las limitaciones que históricamente imponían las lógicas familiares, sociales, ecológicas, religiosas o políticas. Estamos ante una racionalidad económica emancipada. Es así como hemos llegado a unas desigualdades socioeconómicas que no tienen parangón en la historia, a una depredación creciente de los ecosistemas, al progresivo agotamiento de recursos, y a una economía fundamentada en la especulación.

Hoy gobierna a sus anchas lo que conocemos como globalización neoliberal; es decir, la desregulación laboral y medioambiental, la liberalización de los mercados, la mercantilización creciente de servicios, territorios y recursos, y el gobierno de las multinacionales sobre el conjunto de la vida.  En estos últimos años asistimos al agresivo desmantelamiento de las regulaciones propias del fordismo, aquellas que fueron aplicadas en el marco del estado-nación y que dieron lugar a ese constructo conocido como Estado del Bienestar —el cual ha provocado una enorme “ruptura socioecológica” en términos de impacto humano sobre la biosfera (Riechmann, 2011)—. El desmantelamiento se está produciendo también en Europa, cuna del paradigma keynesiano y socialdemócrata hoy agonizante.

Ante la tendencia hacia una globalización desordenada, la re-regulación del mundo y el mercado globalizados supone un desafío urgente; re-regulación en su sentido ético, cultural, social, político y ecológico. En esa labor, las cooperativas ofrecen una pista interesante, pues son experiencias que históricamente han intentado con distinta suerte armonizar la racionalidad económica con otras lógicas.

De hecho, una forma de comprender el hecho cooperativo moderno es aquella que habla del equilibrio entre dos racionalidades (Azkarraga, 2007): una racionalidad económico-instrumental, cuyo objetivo consiste en convertir la acción empresarial en exitosa, y cuyo norte es la adaptación funcional a las reglas del mercado; otra racionalidad valorativa, desde la que se pretende conjugar la mencionada racionalidad económica con un fondo de humanidad, acompasarla con unos valores, unos principios democráticos, una ética comunitaria. A partir de esta segunda racionalidad, el cooperativismo representa una comunidad de sentido, una acción socioempresarial inserta en una visión más amplia sobre la buena sociedad.

Max Weber explicó la modernidad como la permanente tensión entre un tipo de racionalidad formal (racionalidad con arreglo a fines, que orienta la acción humana en términos de eficacia) y la racionalidad material-valorativa (racionalidad con arreglo a valores, que surte a la acción humana de sentidos y de los últimos por qué y para qué). Es sabido que el diagnóstico weberiano habla del progresivo desalojo de la racionalidad material (de los valores últimos que guían la acción humana) de la vida social moderna —diagnóstico luego ampliado por la Escuela de Frankfurt y Habermas, este último identificando la principal patología de la modernidad en su progresiva colonización del mundo de la vida por parte de la racionalidad instrumental—. Se produce una ruptura entre economía moderna y moralidad. En consecuencia, se hace imposible la integración de la actividad económica en una visión holista, en un proyecto societal.

Desde esa perspectiva, la civilización europea moderna ha procurado un desarrollo material sin precedentes, pero al precio de la desecación del alma; el estuche queda vacío de espíritu, en palabras de Weber. El balance global habla de la pérdida de sentido, pues la racionalidad valorativa deja de co-gobernar la acción, y ésta pasa a ser una acción meramente pragmática que sigue intereses y objetivos impuestos (pérdida sustancial de autonomía humana). El desarrollo de la racionalidad tecno-científica habría ido parejo a un retroceso en las cuestiones del porqué y para qué, del sentido total y la felicidad humana (Azkarraga, 2006 y 2007).

Visto así, el cooperativismo ofrece un marco contracultural. Representa el intento de equilibrar el reino de lo instrumental y el de los fines. Nos remite a la posibilidad de un modelo distinto de empresa y de sociedad, y de otro modelo de acción e identidad humanas, que puedan conjugar economía y ética, racionalidad formal y material, eficiencia económica y valores, razón económica y razón solidaria, racionalidad instrumental y racionalidad ecológico-social, criterios de rentabilidad y criterios de democracia (Azkarraga, 2007). El cooperativismo representa, en pequeña escala, la búsqueda de una racionalidad integral (en un marco general que favorece y premia la ejecución sin límites de la racionalidad económica, lo cual ha supuesto a lo largo de la historia una larga lista de cooperativas empresarialmente fracasadas).

Por ello, para la visión cooperativista la racionalidad económica nunca ha constituido un problema en sí mismo. Ha sido su desregulación y expansión sin límites las que provocan un mundo crecientemente inseguro (en lo ecológico, en lo cultural, en lo social), y la respuesta cooperativa trata  precisamente de (auto)delimitar los límites en cuyo interior dicha racionalidad puede y debe ser aplicada.

El objetivo principal de la actual economía convencional es la maximización del beneficio en el más corto plazo y a costa de lo que sea, lo que Aristóteles entendía por crematística. Sin embargo, las experiencias de economía social y solidaria representan un intento de autorregulación comunitaria, con el objeto de que en el proceso económico operen una pluralidad de principios: lógicas mercantiles, lógicas de redistribución y lógicas de reciprocidad (en muchas ocasiones, recogidas de tradiciones y culturas ancestrales). No se deja que la lógica del mercado opere como el único principio autorregulador de la vida económica y social.

2. El cooperativismo como movimiento de reapropiación material

Más allá de constituir una propuesta contracultural en el sentido ya explicitado, la acción cooperativa propuso desde sus inicios una mutación esencial de los tres aspectos relevantes en una empresa: de quién es (propiedad), quién manda (poder y decisión), y cómo se distribuyen los excedentes (distribución). Los tres factores mencionados quedan en manos de los cooperativistas.

La acción cooperativa propuso desde sus inicios transformar las estructuras materiales de la empresa capitalista al uso (y de la propia sociedad), dando un vuelco a su metabolismo de poder. La clase trabajadora se ubicó a sí misma en una situación humana y política cualitativamente distinta. El cooperativismo nació, por tanto, como un elemento reactivo ante la heteronomía que sufrían las clases populares. En el caso de las cooperativas industriales, se propone resolver el conflicto entre capital y trabajo aunando ambos elementos en un mismo sujeto (y emancipando al trabajo de su subordinación con respecto al capital).

Más allá de transformar la empresa intramuros (transformación del metabolismo de poder) y extramuros (una nueva concepción de la empresa, al servicio de la justicia social y del bien colectivo), para el cooperativismo más ambicioso se trataba de avanzar hacia un nuevo modelo de sociedad crecientemente autogestionado y auto-instituido; un tránsito desde la heteronomía a la autonomía, con el objeto de que los ciudadanos fueran auto-regulando su existencia.

En el mundo actual sigue siendo un dispositivo eficaz para resolver la precariedad existencial de muchas personas, para reducir la pobreza, generar empleo estable y de calidad, y para promover el desarrollo y la integración social.

Sin embargo, este cooperativismo clásico está ante nuevos interrogantes derivado de los límites del crecimiento. Cuando ya estaba respondiendo a la modernidad industrial y su conflicto distributivo, le cambian la pregunta. La idea del desarrollo ha pasado de ser el centro de las esperanzas y expectativas de liberación a estar seriamente problematizado y vinculado a la idea de riesgo (ecológico, social, económico, cultural). El final del siglo XX ha supuesto el cuestionamiento de la ficción antropocéntrica que ha fundamentado la modernidad (Toledo y González de Molina, 2007) y es también propia de la visión cooperativista clásica: una sociedad desconectada de sus fundamentos físico-biológicos (o conectada para explotarlos), una humanidad desligada de su mundo natural, unos seres humanos levitando en el vacío.

El pensamiento cooperativista clásico inserta la economía en el sistema social (inserta la racionalidad económica en un marco axiológico más amplio y supedita el proceso económico a la consecución de fines sociales), pero no inserta necesariamente al sistema social en la biosfera. En el proceso de reproducción material de la vida humana, el modelo cooperativo en teoría no provoca la explotación y subordinación del trabajo con respecto a la forma inerte del capital (la práctica siempre es más compleja); sin embargo, la naturaleza sigue constituyendo un conjunto de recursos explotables y manipulables al gusto humano. Desde su característico humanismo antropocéntrico, el cooperativismo clásico no provoca una ruptura epistemológica con las teorías económicas que gobiernan el proyecto moderno, pues en sí mismo es parte de dicho proyecto. Es decir, la visión cooperativa tradicional también coloca la economía en un mundo ideal donde los recursos naturales son ilimitados y los servicios ambientales nunca se degradan (Naredo, 1987).

La reapropiación material de los medios de existencia, es decir, la socialización de los medios de producción, no es per se una garantía de enfrentar adecuadamente la crisis socio-ecológica (aunque sí ubica al actor en una situación social de responsabilidad directa, en la medida en que es el propietario y el sujeto de decisión de la acción empresarial). Parafraseando a Fernández Durán cuando se refería al metabolismo del capitalismo global (Fernández Durán, 2010:6), la empresa cooperativa puede crecer con un consumo creciente de inputs biofísicos (materiales y energía), ocasionando importantes impactos en el entorno, para ser posteriormente procesados por un sistema tecnológico y organizativo con el concurso fundamental del trabajo humano (no asalariado, sino cooperativo); ambos procesos engendran importantes outputs biofísicos (residuos y emisiones) que son vueltos a lanzar al medio natural.

Es decir, se puede practicar un tipo de actividad económica perfectamente insostenible, a través de organizaciones de propiedad colectiva y de lógicas impecablemente democráticas. La socialización de los medios de producción no nos blinda contra un tipo de relación con la naturaleza de carácter esencialmente destructivo (y, por tanto, autodestructivo). Puede estar fuertemente impregnada de la misma ilusión tecnocrática, materialista y productivista del proyecto moderno en su conjunto.

A modo de ejemplo, las cooperativas vascas federadas en el conjunto Mondragón (una de las experiencias emblemáticas en el mundo) demuestran que, a pesar de dificultades y contradicciones, se pueden construir organizaciones autogestionadas y fundamentadas en la soberanía de las personas (no del capital); con lógicas democráticas en su funcionamiento (‘un socio un voto’, independientemente del capital de cada uno); con un fuerte compromiso social con el entorno; y con una distribución altamente equitativa de la riqueza generada. Y sin embargo, no hay razones para pensar que la huella ecológica de quienes conformamos dicha experiencia sea menor que la de otras empresas o que la del conjunto de la sociedad en la que está inserta, la sociedad vasca (el Alto Deba, el valle donde se sitúan la mayor parte de las cooperativas, es una de las comarcas con el nivel de renta más alto de Europa).

La constatación de los límites del desarrollo golpea en la misma línea de flotación de las culturas económico-empresariales desarrollistas y también de la cultura cooperativa clásica. La ideología del crecimiento económico sostenido funcionaba en ambos casos. Si en la economía convencional “el crecimiento permitía desplazar o neutralizar los conflictos sociales en la medida que incrementaba las rentas de una parte de la población y prometía mejoras en el futuro para el resto” (Recio: 2005), con más razón bajo la lógica cooperativa, dado que el esquema de distribución del excedente resultaba ser más socializador y, por tanto, más integrador. La extensión de los beneficios económicos y sociales cumplía una función importantísima como elemento básico de legitimación del crecimiento sostenido (Altuna, 2011).

Sin embargo, el crecimiento económico ya no tiene todas las virtudes (Azkarraga et al, 2011b): más allá de provocar un deterioro ecológico sin parangón y el agotamiento de los recursos, está relacionado con las tasas de desigualdad más altas jamás conocidas y con existencias humanas que comprueban masivamente el desacoplamiento entre crecimiento material y bienestar.

Decía Kropotkin a finales del XIX que nosotros, la gente civilizada, tenemos una opinión con respecto a todo, interés en todo, pero que manifestamos una notable ignorancia con respecto a una cuestión: de dónde procede el pan que nos llevamos a la boca. Interpelaba a los privilegiados de su sociedad, sector en el que se incluía. A buena parte de los ciudadanos de las sociedades opulentas nos pasa algo similar, ya sea como trabajadores asalariados, empleados públicos o cooperativistas.

3. Integrar el paradigma ecológico

 a) Refundición y refundación

Por tanto, la (relativa) desaparición de clases al interior de la empresa puede perfectamente ser funcional a los requerimientos de una sociedad productivista fundamentada en el continuo crecimiento económico. Por ello, el cooperativismo requiere de un trenzado entre sus valores nucleares (solidaridad, justicia social, democracia) y el paradigma ecológico, con un doble objetivo:

–          Constituirse en una fuerza que enfrente el actual retraimiento progresivo del estado social (en educación, sanidad, servicios y prestaciones sociales) a través de la acción comunitaria y cooperativa, construyendo lo común como ámbito autónomo de la lógica del mercado y de la lógica público-estatal, y definiendo lo público desde presupuestos de propiedad social más que estatal. Se trata de re-elaborar su función histórica tradicional —sin pretender con ello reemplazar el Estado por la sociedad civil (Laville y García, 2009) —.

–          Interiorizar los fundamentos de la Economía Ecológica, no solo insertando la acción económica en los sistemas humanos, sino insertando éstos en la biosfera.

Esta refundición de viejos y nuevos valores sería, en cierta forma, una auténtica refundación del cooperativismo (Azkarraga, 2007), debido especialmente a que la asunción del paradigma ecológico y los postulados de la economía ecológica suponen una reconversión ideológica y práctica de una envergadura y trascendencia como la que en su día supuso su propio surgimiento.

Lo que se entiende por modernidad clásica estuvo vinculada a la sociedad industrial y su dilema principal: la creación de riqueza y la distribución equitativa de la misma en el espacio del estado-nación (ingresos, empleo, seguridad social). Hoy, el conflicto distributivo adquiere especialmente una dimensión mundial, aunque también se agudizan las desigualdades al interior de cada país en ambos hemisferios del planeta; y hoy la economía y su lógica del beneficio entran en conflicto también con otros factores, no sólo con el factor trabajo, entre los que destaca los límites biofísicos del planeta (hoy la contradicción fundamental se da entre el capital y la vida). Por ello, la problemática fundamental de las sociedades actuales es, ya no sólo el incumplimiento de las más elementales nociones de distribución equitativa y justicia social, sino el hecho de que choca frontalmente con las leyes de la física, con el carácter finito de la biosfera. Vivimos en “sociedades del riesgo”, en las que las amenazas y riesgos que enfrentamos tienen que ver con nuestra propia supervivencia civilizada, y no pueden ser entendidos y menos solucionados a través de los mecanismos propios de la sociedad industrial.

El pensamiento y la praxis cooperativistas hoy necesitan de una reconciliación con la naturaleza, dejándose impactar por el paradigma ecológico (por la termodinámica planteada por la bioeconomía): la crisis eco-social obliga a pensar si el logro de las aspiraciones del cooperativismo histórico es compatible con el sostenimiento de la base material de las sociedades humanas y del conjunto de la vida; es decir, si es compatible con la supervivencia a largo plazo. Al mundo cooperativo le urge avanzar en esquemas de comprensión sobre la sostenibilidad/insostenibilidad del modelo de desarrollo en el que se apoya. Es obvio que para tratar de restablecer ese equilibrio entre Humanidad y Naturaleza es necesario conocer las interacciones y mediaciones entre el entorno medio-ambiental y el acontecer socio-económico. Y así, sumar a los imperativos económicos los ecológicos, previa determinación de las mediaciones que operan entre ambas.

Entre otras cosas, las cooperativas cuentan con una tradición rica en tratar de conciliar lo difícilmente conciliable. Y el “medio ambiente” puede constituirse en un discurso renovador de la solidaridad cooperativa clásica, reformulando ésta en las tres direcciones requeridas por el paradigma ecológico y realizar así la transición del siglo XX al XXI: solidaridad transnacional, intergeneracional y biocéntrica (interespecies).

b) La Economía Solidaria (ES) como paradigma emergente

La economía solidaria constituye una realidad muy diversa en términos prácticos y conceptuales (Askunze, 2007; Uriarte, 2012). Se trata de un universo amplio de experiencias diversas —empresas sociales y de inserción sociolaboral, banca ética, agroecología, comercio justo, cooperativas (de energía, crédito, vivienda, etc.), empresas participadas, grupos de consumo, trueque, bancos del tiempo, monedas locales, turismo solidario, etc.—, y no tan marginal como se suele pensar: en nuestro mundo son millones las personas que obtienen su sustento gracias a organizaciones y actividades de economía social y solidaria. Constituye un sector distinto al privado capitalista y al estatal.

Desde una perspectiva general, es el programa que más se acerca al suelo axiológico que requiere la sostenibilidad y a una práctica económica que integra el desafío socio-ecológico, pues para tales organizaciones dicho desafío constituye un elemento consustancial a su identidad fundacional.

Heredera del cooperativismo clásico, la ES plantea una economía no centrada en la maximización de las ganancias privadas sino orientada a la producción de bienes y servicios que satisfagan las necesidades humanas, que promueva la igualación material de la población, que se fundamente en la capacidad de decisión de los propios actores, que reduzca la huella ecológica, y que encare la división sexual del trabajo. Nos ofrece la posibilidad de pensar otra vez cuál debe ser el lugar de la economía.

Las organizaciones de ES re-construyen las relaciones interpersonales, la confianza, el capital social y los vínculos en aquellos territorios en que han sido destruidos o debilitados, en muchos casos con un fuerte protagonismo de las mujeres. Hacia el interior de las organizaciones, ofrecen un trato más igualitario, lógicas participativas y democráticas, y estrechas diferencias salariales. Hacia el exterior, establecen una relación más comprometida con el territorio y un mayor compromiso social con la comunidad, en la medida en que son realidades enraizadas (anclan las actividades económicas en el territorio).

Al igual que el cooperativismo clásico, la ES no es sólo un movimiento de reapropiación de los recursos materiales necesarios para la vida, sino también de reapropiación simbólica: presupone gente mínimamente empoderada y promueve a su vez un creciente empoderamiento. Gente no desmoralizada ni asustada, es decir, actores que bloquean la desmoralización y el miedo, dos vías fundamentales de sujeción y dominación. Gente capaz de ver más allá de los estrechos límites de lo instituido, y gente que ha decidido gobernarse a sí misma (profundizando en la democracia participativa y el autogobierno ciudadano).

Representan también una forma distinta de conducirse en la vida. Preparan el terreno para un sujeto que no construye su identidad en base a actos de consumo, y un sujeto religado a la comunidad y al territorio. Ofrece otra idea de bienestar, cuestionando el absurdo que supone el PIB como indicador de la buena marcha de las sociedades, rompiendo con la falsa teoría económica que defiende que cuanto mayor sea el nivel de ingresos de un individuo mayor será su bienestar y felicidad (es conocido que, a partir de cierto umbral, el bienestar parece tener mucha mayor relación con todo aquello que no admite una transacción monetaria y no se compra en ninguna tienda: la calidad de las relaciones sociales, el grado de confianza en las instituciones, la estabilidad socioafectiva, las buenas relaciones familiares, la amistad, poseer un sentido de finalidad en la vida, o la propia fortaleza de la comunidad).

Por ello, especialmente para las sociedades opulentas (aunque no solo), la ES representa un replanteamiento existencial: pretender una vida no fundamentada en el consumo y la obtención de más riqueza (o más brillo egoico a través del estatus, belleza, prestigio y fama), no es simplemente algo requerido por los límites biofísicos de nuestro planeta, es también una vía más inteligente de vivir. La recuperación de la cultura de la suficiencia no sólo tiene que ver con adaptarse a los enormes desafíos socio-ecológicos de nuestra era, tiene sentido en sí misma, tendría sentido aunque no enfrentáramos tales desafíos. ¿Cuál es la vida buena? Esa pregunta es una de las principales de la ES, porque el bienestar humano es posible, incluso más probable, con mucho menos gasto de energía y materiales (y menor generación de residuos).

Por tanto, además de producir bienes y servicios socialmente útiles, ecológicamente sostenibles y hacerlo con criterios de equidad y democracia, proponen también una refundación del sistema de valores y una profunda remodelación de las relaciones humanas. En lo fundamental, son portadoras de un notable cuestionamiento de la civilización moderna industrial y su naturaleza productivista, antropocéntrica y androcéntrica.

4. Fabricar resiliencia comunitaria y auto-organización ciudadana como claves de futuro

El desarrollo de la sociedad moderno-industrial ha consistido en producir energía, alimentos y bienes de forma centralizada, con grandes estructuras creadas para resolver necesidades a gran escala (ese modelo es el que ha provocado un enorme impacto ecológico). El final de la sociedad fosilista implica que no podrá sostenerse ese modelo de producción, distribución y consumo. El actual metabolismo socioeconómico se hace inviable, ni qué decir su continua dinámica expansiva (Youngquist, 1997; Garcia, 2006). Es razonable pensar que el futuro probablemente nos deparará nuevos equilibrios entre lo global y lo local, con movimientos de contracción, de re-localización y re-territorialización. Para ese futuro se requiere desarrollar estructuras descentralizadas, auto-organizadas, de menor escala, que tiendan a la autosuficiencia, con capacidad para incrementar la calidad de vida consumiendo menos recursos (Azkarraga et al., 2011b).

Ante el final de la era fósil, los colosales efectos del cambio climático, el agotamiento de recursos de todo tipo, y la creciente inseguridad alimentaria, son claves de futuro tanto la resiliencia comunitaria en general (Azkarraga et al, 2011b; Azkarraga et al., 2012), como la asociatividad ciudadana en la economía en particular. La nueva situación histórica marcada por la creciente escasez energética y de recursos de todo tipo, exigirá el reforzamiento de las capacidades comunitarias, autogestionarias y auto-organizativas de cada territorio (sin perder de vista la visión y acción globales).

Visto así, la perspectiva no es que otro mundo es posible, sino que en cierta forma es inevitable (otra cosa es cómo y qué llegará después, porque siempre se puede ir a peor). Es decir, lo que está en juego no es la continuidad de la civilización occidental tal como hoy la conocemos y su modo de vida consumista en expansión. Lo que está en juego es si su transformación llegará a través de una transición ordenada (planificar otros modos de producir, consumir y vivir) o una transición desordenada (crecientes desigualdades, desorden sistémico y conflictos sociales debido a la lucha por recursos cada vez más escasos). Como apuntaba Gorz en su último escrito (Gorz, 2007), “sin estas premisas [otra economía, otro estilo de vida, otra civilización, otras relaciones sociales], sólo se podrá evitar el colapso a través de restricciones, racionamientos, repartos autoritarios de recursos característicos de una economía de guerra. Por tanto la salida del capitalismo tendrá lugar sí o sí, de forma civilizada o bárbara. Sólo se plantea la cuestión del tipo de salida y el ritmo con el cual va a tener lugar”.

Probablemente el futuro sea una mezcla compleja de elementos de transición ordenada y desordenada, y las distintas formas de economía social y solidaria son fuerzas que empujan en la primera dirección. No sólo para salir de la crisis económica (ante la cual, dicho sea de paso, demuestran mayor fortaleza, e incluso representa una alternativa al cierre de empresas convencionales), sino para salir de las múltiples crisis que experimentamos y que todo apunta irán a más: energética, climática, alimentaria, psíquico-cultural, de los cuidados, de la biodiversidad, etc. Por ello, en lo fundamental la salida razonable no requiere descifrar ningún complicado algoritmo, sino reforzar las múltiples y diversas formas de ES que ya existen y son bien reales.

El reto consiste en ampliar la “revolución molecular” y el “reformismo radical” que representa la economía social y solidaria. Como proyecto de transformación social a través de lo económico, abre fisuras y provoca microrupturas múltiples desde los intersticios del sistema. El reto es que vaya constituyéndose en algo más que un paliativo, en algo más que una economía minoritaria o en una economía de la supervivencia, y se enmarque en un proyecto político que busque un mayor grado de autodeterminación de las personas, los pueblos y los territorios (en alianza con otros sujetos de cambio social).

Esa labor requiere pasar de acciones reactivas a acciones creativas que posibiliten ampliar el radio de acción e influencia (al tiempo que se mejora la gestión empresarial y se asegura la viabilidad económica). Los modelos exitosos de intercooperación están ahí y los conocemos: múltiples mecanismos de apoyo mutuo entre distintas organizaciones cooperativas, aplicados con éxito en experiencias como Mondragon y que otorgan una notable resiliencia socioempresarial a cada unidad —fondos comunes, reconversión de resultados, reubicaciones de trabajadores, transferencias de tecnología, conocimientos y recursos de todo tipo, etc. (Altuna, 2009)—.

Los diferenciales sueltos son fácilmente asimilados por la lógica del sistema, mientras que la agrupación y la construcción de redes (también entre productores y consumidores) ofrecen mayores posibilidades de ir constituyendo un circuito propio. Ahí reside el gran valor de ir articulando pujantes “mercados sociales” en cada territorio (Garcia, 2010): redes de producción, distribución, consumo y financiación de bienes y servicios, formadas tanto por empresas/entidades de economía social y solidaria como por consumidores, y que funciona con criterios democráticos, solidarios y ecológicos.

Las experiencias de economía social y solidaria no constituyen en sí mismas una alternativa a la economía hegemónica, pero son una palanca importante para ir armando una economía poscapitalista y una sociedad no productivista.

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Joseba Azkarraga Etxagibel (jazkarraga@mondragon.edu) y Larraitz Altuna (laltuna@mondragon.edu) miembros del Instituto de Estudios Cooperativos LANKI, Mondragon Unibertsitatea.

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