Conflictos socioambientales, resistencias ciudadanas y violencia neoliberal en México[1]
Víctor M. Toledo[2], David Garrido y Narciso Barrera-Basols
Palabras clave: conflictos socioambientales, ecología política, pueblos indígenas, neoliberalismo, México.
Introducción
El 22 de octubre de 1992, el periódico mexicano La Jornada publicó una pequeña nota que pasó como agua de río: «Esta madrugada fue asesinado Julián Vergara, líder campesino y presidente del comisariado ejidal de El Tianguis, por un desconocido que le disparó en el pecho con una escopeta. El hoy occiso era un ecologista que se oponía a la tala inmoderada de los bosques en el municipio de Acapulco». Hasta donde se sabe, nadie dio seguimiento legal o periodístico a esta infamia y, como suele suceder el recuerdo del sacrificio de Julián Vergara, quedó sepultado bajo las pesadas losas del tiempo.
¿Cuántos Julianes Vergara habrán sucumbido en su heroica defensa de los bosques, los manantiales, las lagunas y los ríos de México? El caso revela que esa conciencia de solidaridad con la naturaleza, con el prójimo y con las generaciones del futuro, que con tanto afán buscan los ecologistas de todo el mundo, se encuentra presente en el inconsciente colectivo de las culturas indígenas de innumerables pueblos rurales. Con ello descubriríamos también que entre los antiguos mártires campesinos de las luchas agrarias y los nuevos defensores rurales de la naturaleza no hay más diferencia que la que nos dan nuestros aparatos conceptuales de moda. En México, los «zapatas» de hace un siglo hoy son, para utilizar el término cada vez más difundido de Joan Martínez-Alier (2005), los nuevos «ecologistas de los pobres». Dos décadas después, los conflictos socioambientales y las resistencias locales y regionales se han multiplicado.
Este ensayo ofrece un panorama de tres procesos que se mantienen indisolublemente conectados en el caso de México: a) el notable incremento de los conflictos socioambientales; b) la multiplicación y maduración de las resistencias ciudadanas, comunitarias o colectivas; y c) el aumento de la violencia ambiental, que se expresa por el número de víctimas registrado en los últimos años. Con ello hacemos una contribución a un tema que, pese a su importancia, ha sido muy poco analizado a escala nacional, en la literatura reciente.
La perspectiva ecopolítica
Sin ser un campo de conocimiento consolidado, sino más bien una nueva área en construcción, la ecología política intenta analizar los conflictos desde una perspectiva que articula las relaciones entre la naturaleza y los seres humanos con las relaciones sociales mismas. Surgida con gran fuerza en la década de los noventas del siglo pasado, un hecho corroborado por la aparición de revistas sobre el tema en Inglaterra, Estados Unidos, España, Francia, Italia, Grecia e India[3], el número de autores que abrazan esta disciplina híbrida se ha extendido y multiplicado en los últimos años, algunos de los cuales han realizado reflexiones teóricas (Toledo, 1983; Garrido-Peña, 1996). No obstante, muy frecuentemente, las contribuciones realizadas bajo este rubro se confunden con la economía ambiental y ecológica, la antropología política, la agroecología y otras disciplinas híbridas (ver Durand, et al., 2011 y 2012; Delgado, 2013). Como en el resto del mundo, en Latinoamérica la ecología política ha tenido una expansión inusual, especialmente en los conflictos sobre el uso de los recursos naturales que se escenifican en las áreas rurales (Toledo, 1992; 1996; Alimonda, 2002 y 2006).
En la perspectiva ecopolítica, un marco teórico de utilidad es aquel que analiza las relaciones entre los tres poderes más significativos de toda sociedad: el poder político representado por los partidos y los gobiernos que resultan del juego de una democracia representativa o formal, el poder económico representado por las empresas, corporaciones y mercados, y finalmente el poder social o ciudadano, es decir, comunidades, asociaciones, cooperativas, sindicatos, organizaciones profesionales, etc. Esta distinción llamada el “modelo de las tres partes” (Cohen y Arato, 1994), en realidad ha sido profusamente discutido por politólogos, filósofos y antropólogos, y no resulta ninguna novedad sino porque ha sido re-contextualizado en el panorama de la crisis socioecológica global (para detalles ver Toledo, 2011).
En México, los cada vez más agudos procesos de destrucción ambiental han ocurrido, como ha sucedido en el resto del mundo, a partir del desmantelamiento del Estado nacionalista, y la aplicación de políticas bajo la ideología neoliberal ocurrida en, por lo menos, los últimos veinte años. Lo ocurrido en México coincide con el proceso global neoliberal, es decir, de la expansión sin límites del capital en su fase corporativa. Lo anterior desencadenó una creciente complicidad del poder político (gobiernos mexicanos) con el poder económico (nacional y transnacional). Este proceso que ha desencadenado por igual deterioro ecológico, explotación social y marginación cultural, ha sido enfrentado cada vez con más fuerza por la resistencia a todas las escalas, del poder social o ciudadano, especialmente en las áreas rurales y en territorios de comunidades indígenas, campesinas o de pescadores artesanales, las cuales, por lo común, no son consultadas (López-Bárcenas, 2013).
Conflictos socioambientales en México: tipología y numerología
En México existen una docena de grandes problemas ecológicos (Toledo, 2012), y la mayor parte de estos suponen generación de conflictos de tipo socioambiental. Las causas de estos conflictos son, por lo regular, las actividades llevadas a cabo por empresas o corporaciones (nacionales y extranjeras), o políticas públicas diseñadas para favorecer al sector privado, frente a las cuales la ciudadanía organizada o las comunidades rurales y urbanas se oponen y resisten. Ante ello, los organismos estatales, normalmente, o se ponen del lado de las corporaciones o se mantienen neutrales. El registro y análisis de los conflictos hacen posible ubicar, tanto a las empresas y corporativos que depredan recursos y procesos naturales como a las organizaciones que los protegen y defienden.
El panorama que sigue se ha realizado con base a una revisión hemerográfica de noticias realizada entre septiembre de 2009 y marzo de 2013 del diario mexicano La Jornada, a la que sumaron noticias provenientes de otros medios. La revisión es, por lo tanto, limitada a algo más de tres años y no es exhaustiva. Lo anterior permitió reconocer diez tipos principales de conflictos socioambientales: agrícolas, biotecnológicos, energéticos, forestales, hidráulicos, mineros, por residuos peligrosos y rellenos sanitarios, turísticos y urbanos. Cada tipo de conflicto tiene repercusiones a diferentes escalas e involucra diferentes clases de actores sociales. El recuento una vez georeferenciado arroja conflictos en casi 180 municipios (Cuadro 1).Los conflictos de carácter agrícola están íntimamente ligados a la contaminación por agro-químicos y pesticidas y se articulan con otras modalidades ligadas a la sobreexplotación de los mantos acuíferos, el desvío del agua a las ciudades e industrias, la introducción de cultivos transgénicos y la erosión de los suelos. En un país donde domina la pequeña producción y las modalidades de la agricultura tradicional mesoamericana, la conversión hacia las formas agroindustriales que son ecológicamente inapropiadas en varios rubros, conforma de entrada una conflictividad potencial.
Los conflictos biotecnológicos son provocados esencialmente por tres corporaciones: Monsanto, Dupont y Pioneer que, en conjunto con autorizaciones del gobierno, han logrado la siembra de campos experimentales de maíz genéticamente modificado (maíz transgénico o MT) en México, que es el área de origen de este cereal. Esto representa un alto riesgo, pues se ponen en peligro a las numerosas variedades nativas de este grano, que es la base de la alimentación de los mexicanos. A la fecha, se han realizado 195 experimentos con MT en los estados de Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Tamaulipas. Al momento de preparar este ensayo, el gobierno mexicano estaba por autorizar, tras varios años de debate, la siembra comercial de MT en al menos 2.6 millones de hectáreas (Barrera-Bassols, et al., 2009).
La posible entrada al cultivo comercial de MT ha desencadenado una fuerte reacción en comunidades y regiones de muchos sitios del país. El número de organizaciones indígenas y campesinas locales ha crecido de 18, en 1999, hasta alrededor de 80. Oaxaca, Guerrero, Yucatán, Chiapas, Veracruz y Puebla, entre otros estados, han visto crecer el número de resistencias colectivas durante los dos últimos años. El ejemplo de Yucatán es significativo: en 2012 se realizaron 14 ferias del maíz en un respectivo número de comunidades mayas. Oaxaca es otro lugar emblemático, pues allí las resistencias se han multiplicado alrededor de una organización estatal que defiende los territorios y localidades en lucha activa.
También existe una clara sobreposición de los lugares en donde se ha encontrado contaminación de transgenes en áreas de gran densidad de razas y variedades de maíces nativos localizados en el interior o cercanos a territorios indígenas, generalmente de montaña o en áreas de producción maicera de subsistencia con población mestiza (ver: www.uccs.mx). Los actores principales en resistencia son pueblos indígenas; mujeres indígenas y campesinas y campesinos mestizos. Pero también se han manifestado en contra grupos urbanos, o de científicos y académicos como La Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad, Sin Maíz no hay País, Greenpeace, El Barzón, La Magia de Mi pueblo, el Frente Democrático Campesino, la Unión de Pueblos de Morelos y varias decenas más. Actualmente, emergen relaciones robustas entre ONGs, académicos, activistas y organizaciones locales a lo largo y ancho del país.
Los conflictos energéticos están presentes en diez estados. Estos surgen a partir de la presencia o las intenciones de construir proyectos termoeléctricos, presas hidroeléctricas, parques eólicos y plantas de energía nuclear. Dentro de las empresas o corporativos involucrados en este tipo de conflictos están dos paraestatales: Petroleos Mexicanos (PEMEX) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE); las empresas mexicanas Energía Costa Azul, Comexhidro, Demex S.A. de C.V.; así como varias empresas extranjeras entre las que estan: Elecnor, Abengoa, Conduit Capital Power, Sempra Energy, Mareña Renovables, Mitsubishi Corporation, Iberdrola, Windpower, Gaya y General Motors. Dentro de las afectaciones que causan este tipo de proyectos están la destrucción de ecosistemas, muerte de fauna, desecación de mantos acuíferos, inundación de terrenos con asentamientos humanos, daños a casas habitación, despojo de tierras y enfermedades presentadas por habitantes de comunidades cercanas. Hay una gran cantidad de organizaciones que se oponen a este tipo de proyecto entre las que están el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y el Agua de Morelos, Puebla y Tlaxcala, Alianza Mexicana por la Autodeterminación de los Pueblos, Asamblea de los Pueblos Indígenas del Istmo de Tehuantepec en Defensa de la Tierra y el Territorio, Unión de Comunidades Indígenas de la Zona Norte del Istmo, Comité de Defensa Integral de Derechos Humanos Gobixha, Terra Peninsular A.C., Comité de Pueblos Unidos en Defensa de Río Verde, Red Manglar México, Unidad Indígena Totonaca Náhuatl, Tiyot Tlali, entre algunas mas.
En el tema de los conflictos hidráulicos, hay doce estados con este tipo de afectaciones. De los proyectos que originan estos conflictos están la construcción de acueductos y presas. También en esta categoría se encuentran problemas como la contaminación de cuerpos de agua, sobrexplotación de mantos acuíferos y la mala distribución del líquido vital. En este caso no hay un gran cantidad de empresas involucradas, solo cuatro mexicanas, que son: Abengoa, Malova, Aguas de Ramos Arizpe S.A. de C.V. y la CFE; y una empresa extranjera: Aguas de Barcelona. De entre las organizaciones que se encuentran en defensa ante este tipo de conflictos están el Frente Democrático Campesino de Chihuahua, el Observatorio Ciudadano Cuenca Amanalco Valle de Bravo, Defensores del Agua del Desierto Chihuahuense, Movimiento Mexicano de Afectados por Presas y en Defensa de los Ríos, el Frente Ecológico en Defensa de la Laguna de Zacapu, Fasol, Pro Regiones, Niuwari A. C., el Comité de Defensa Movimiento Campesino de Anahuac, la Coalición de Comunidades y Ejidos del Valle del Yaqui en Sonora y el Comité Ciudadano de Defensa Ambiental de El Salto.
En cuanto a los conflictos turísticos, hay nueve estados afectados por ellos. En su mayoría estos afectan manglares, arrecifes y fauna marina, pero también hay proyectos “ecoturísticos” que despojan de tierras a comunidades o ponen en riesgo su acceso a manantiales. Entre los corporativos involucrados están Grupo Martinon, Grupo Mexicano de Desarrollo, Grupo Vidanta e incluso algunas instituciones bancarias españolas como Caja de Ahorros del Mediterraneo y Caja de Valencia. En contraparte, están organizaciones como Alcosta, Alianza para la Sustentabilidad del Noroeste Costero, Amigos para la Conservación de Cabo Pulmo, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental, el Comité Ciudadano en Defensa de Puerto Marques y la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente.
Los conflictos urbanos generalmente surgen por la intención de construir carreteras, megaproyectos inmobiliarios e incluso supermercados. Los más conocidos son la reacción ciudadana provocada contra la llamada Supervía en el sur de la ciudad de México, el proyecto del mega-túnel en Morelia y de un proyecto para perforar el Cerro de la Silla en Monterrey, así como las protestas contra la ampliación de la autopista Cuernavaca-Cuautla en Morelos. La mayoría de estos conflictos ocurren en el centro del país y, más recientemente, en Quintana Roo, con el Proyecto Dragon Mart en Cancún.
Los conflictos mineros en México
Como en el resto de América Latina, el papel estelar lo conforman los conflictos mineros (Delgado, 2010). Fue durante los dos gobiernos pasados que las concesiones mineras se incrementaron de manera irracional. Como ejemplo está Oaxaca, donde entre los años 2002 y 2011 se entregaron 344 concesiones, equivalentes a casi el 8% de su territorio, algunas de ellas con vigencia hasta 2062 (La Jornada, 16/02/2013). En la escala nacional, se estima que una cuarta parte del territorio del país (más de 50 millones de hectáreas) ha quedado concesionado a las mineras como resultado de las acciones gubernamentales de la última década. Hacia mayo del 2013 se habían aprobado 287 concesiones, de las cuales 207 fueron para compañías canadienses (Secretaría de Energía, Dirección general de Desarrollo Minero) y el resto para empresas inglesas, estadounidenses, australinas, chinas, indias, japonesas y mexicanas, que extraen oro, plata, cobre y otros metales prácticamente gratis, afectando y usurpando territorios comunitarios, y contaminando aguas, tierras y aire. Las emisiones tóxicas de la minería constituyen el 70 por ciento del total registrado a escala nacional, principalmente plomo, ácido sulfhídrico, cadmio, cromo, níquel y cianuro. Cada gramo de oro o cobre supone, además, un gasto descomunal de agua.
Hoy existen al menos 53 municipios afectados por la minería, en 18 estados (Cuadro 2). Esto incluye los casos en los que la minería se encuentra realizando extracción y genera contaminación, enfermedades a pobladores de comunidades cercanas, desplazamiento de familias, malas condiciones de trabajo a sus empleados o que las minas no cumplen con lo pactado en contratos firmados con comunidades. También se consideraron los casos en los que se han dado concesiones a empresas mineras para realizar explotación de yacimientos y que, por consiguiente, ha generado protestas para impedir que se comience el trabajo de explotación de minerales.
Son 18 los estados afectados por esta actividad, la cual está saqueando los recursos minerales del país y enriqueciendo únicamente a las empresas y los corporativos que tienen el capital para llevarla a cabo, y dejando en el país o devolviendo a las comunidades prácticamente nada en comparación a las ganancias de la explotación minera. Además, esta actividad destruye en dos dimensiones, una de ellas es la natural, que en la mayoría de los casos acaba con los ecosistemas cercanos a las minas de una manera que es imposible remediar; y la segunda es cultural, en donde comunidades enteras tienen que cambiar sus dinámicas por la presencia de la mina, o incluso ven en peligro la realización de tradiciones ancestrales, como es el caso de Wirikuta, donde se ven afectados los principales sitios sagrados del pueblo wixárika. Hoy, es posible identificar por lo menos unas cuarenta empresas, tanto extranjeras como sus filiales mexicanas, con actividades de extracción minera (Cuadro 3). Como contraparte, existen tres decenas de organizaciones que se oponen a esos proyectos mineros (Cuadro 4).
Las resistencias ciudadanas
Como se ha visto, han surgido decenas de movimientos de resistencia socioambiental esencialmente rurales, y primordialmente en las regiones indígenas del país. En México existen 14.9 millones de mexicanos que se autoreconocen como indígenas (Censo Nacional de Población, 2010), distribuidos en 26 regiones indígenas, principalmente en el centro, sur y sureste del territorio. Estas regiones captan más de la cuarta parte del agua que la nación recibe, aloja áreas de enorme riqueza biológica (biodiversidad), mantiene buena parte de las selvas y bosques que aún quedan, y es el ámbito donde se manejan y conservan los principales recursos fitogenéticos del país: maíces y otras 100 especies más de especies domesticadas (Boege, 2008). Si a lo anterior se agregan los territorios de los campesinos mestizos, buena parte de los cuales presentan rasgos similares a los indígenas, salvo que no hablan otra lengua más que el español, el panorama se ensancha. Si los pueblos indígenas poseen 28 millones de hectáreas en prácticamente todas las zonas ecológicas del país (Boege, 2008), el sector de propiedad social (30.000 ejidos y comunidades) detenta más de la mitad del territorio del país con 106 millones de hectáreas (Concheiro y Robles-Berlanga, 2004). En estas resistencias aún se escuchan los sonidos y ecos de la revolución agraria de principios del siglo XX, pues ese movimiento logró dos cosas: la recampesinización del campo y la restitución de la memoria de la civilización mesoamericana. Por lo anterior, en estas batallas socioambientales se defienden al mismo tiempo la Naturaleza, el territorio, la cultura, la memoria histórica, la vida colectiva y la autogestión comunitaria.
Las luchas socioambientales adquieren dos principales expresiones: (1) las resistencias, de carácter defensivo, que buscan evitar la implantación de proyectos destructivos; y (2) aquellas que impulsan y realizan proyectos alternativos al modelo dominante. Resulta obvio decir que, por lo común, las segundas resultan de la transformación cualitativa de las primeras. A escala nacional, las resistencias han quedado organizadas en ocho grandes Redes, que en conjunto agrupan a casi 300 organizaciones regionales (Cuadro 5) y entre las que se encuentran las redes contra la minería, los pesticidas o las presas, en defensa del agua y por el turismo alternativo. De manera especial debe citarse el caso de la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (ANNA), que es sin duda la organización de mayor presencia en México. La ANNA se originó en 2006 y agrupa hoy en día a más de 130 organizaciones. Su 8a Asamblea tuvo lugar en la comunidad de Cherán, Michoacán, en noviembre del 2012, a la cual asistieron alrededor de mil participantes de 14 estados del país.
Las batallas que se dan en el ámbito de los proyectos alternativos, generalmente ligados a la producción o a los servicios, y que implican una organización sólida y permanente, información y conocimientos científicos y tecnológicos, aparatos administrativos y vías de comercialización, son luchas que se dan fuera de la órbita de un mundo dominado por el Neoliberalismo. Aquí, las batallas son por la creación a contracorriente de modos alternativos de articulación con la naturaleza y de nuevas maneras de producir, circular, transformar y consumir. Dado que se basan en principios y valores contrarios al capital, tales como la cooperación, la solidaridad, la acumulación colectiva o comunitaria de la riqueza, el respeto irrestricto por los procesos naturales, la democracia participativa y el comercio justo y orgánico, sus desafíos son de índole diferente. Aquí destacan las cooperativas de pescadores en Baja California o Quintana Roo, las comunidades forestales de selvas tropicales o bosques templados, y las cooperativas productoras de café orgánico bajo sombra, que solamente en Chiapas rebasan las cien. Se estima que sólo en cinco entidades (Quintana Roo, Oaxaca, Puebla, Chiapas y Michoacán), el número de proyectos e iniciativas alternativas alcanza los 1.040 (Toledo, et al., 2012).
La política ecocida del Estado Neo-liberal (2006-2012)
La causa primera y última de la crisis ecológica a toda escala, incluido el cambio climático, ha sido el modelo que busca mercantilizar los procesos naturales, explotar lo que se ha denominado el capital natural. En el caso mexicano, esta realidad fue enmascarada bajo una política doble: por un lado haciendo compromisos retóricos y concesiones irrelevantes mientras se facilitaban los grandes proyectos depredadores de la naturaleza. Como sucede en muchos países, en México la cosmética verde se volvió una práctica común. Corporaciones, empresas, gobiernos y élites científicas se hacen la corte de manera recíproca, se conceden premios, se hacen cómplices, inventan espectáculos, guardan silencio y terminan formando parte de un círculo perverso. Esto fue especialmente notable durante el último gobierno (2006-2012).
Desde el inicio, el presidente Felipe Calderón aprendió a manejar un discurso “pintado de verde”, pero su primera acción fue bajarle el presupuesto al ministerio del ambiente (SEMARNAT) en 21 por ciento. En la dimensión internacional, Calderón estuvo siempre en sintonía con la corriente buscadora de un “capitalismo verde”, que intenta hacer negocios de cada asunto ecológico. Esto explica por qué organizó la Cumbre Mundial de Negocios para el Medio Ambiente (B4E, por sus siglas en inglés) en octubre de 2010. Lo anterior, le permitió obtener el reconocimiento del programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) Campeones de la Tierra en 2011, y el Premio Ecología y Medio Ambiente, de la Fundación Miguel Alemán Valdés. Calderón fue, no sólo puntual, sino muy destacado en propiciar y facilitar una política ecológicamente destructiva de gran escala en seis principales frentes: la minería a cielo abierto, los megaproyectos turísticos, hidráulicos, urbanísticos y comerciales, el tema energético y el de la producción de alimentos y otras materias primas.
Si bien Felipe Calderón promulgó una Ley General del Cambio Climático, no hizo nada por detener el modelo agroindustrial que produce, a escala global, el 28 por ciento de los gases de efecto invernadero. Los monocultivos agrícolas, forestales y ganaderos, orientados a la exportación, basados en agroquímicos, pesticidas, el despilfarro del agua y los altos costos energéticos, fueron objetivo central de la política agropecuaria y forestal de su gobierno. Como contraparte, fueron mínimos los apoyos para incentivar, favorecer o fortalecer la agroecología dirigida a la soberanía y autosuficiencia alimentarias y a los productores tradicionales, pese a que México es un país pionero a escala mundial en este campo. Algo similar sucedió en el campo energético. Si bien su gobierno lanzó un programa de focos ahorradores en los hogares, toda la política en el sector estuvo basada en las energías fósiles, buscando delegar su producción a las empresas privadas nacionales y transnacionales, dejando al margen la opción por las energías renovables.
La violencia neoliberal
Todos estos conflictos, no solo generan tensión social, sino víctimas, seres humanos privados de la vida. Hoy, defender in situ a la naturaleza es enfrentarse ineludiblemente a las fuerzas desbocadas del capital: grupos de talamontes locales o regionales, impulsores de megaproyectos, gigantescas empresas mineras, de energía o del agua. Cada conflicto ambiental es una batalla recia entre los intereses corporativos o privados y el bienestar de los ciudadanos convertidos en voceros, defensores y militantes de la naturaleza. En estas batallas, el Estado actúa casi siempre del lado de los primeros, y bajo los escudos justificativos del “progreso”, la “modernización” y el “desarrollo”. Cuando los intereses de la ganancia económica no logran corromper a abogados, jueces, presidentes municipales, funcionarios estatales y federales, o bien dividir a las comunidades en resistencia, echan mano del último recurso que les queda: la cárcel, el secuestro, la amenaza de muerte y la muerte de líderes, abogados defensores y aún de funcionarios honestos. El saldo en víctimas mortales va en ascenso. Se trata mayoritariamente de gente rural, campesinos e indígenas, pero también de miembros de organizaciones ambientalistas e incluso de funcionarios de oficinas de gobierno dedicadas a la protección y conservación del ambiente. El Cuadro 6 muestra un recuento todavía incompleto de los activistas asesinados en los últimos seis años. Se citan los nombres como un mínimo homenaje y con la intención de mantener su memoria.
Final
A pesar de lo anterior, el recuento de estas resistencias socioambientales, y su representación geo-política, ofrece un panorama esperanzador, pues poseen un potencial organizativo enorme. Queda como reto articular estos cientos de movimientos y, sobretodo, encauzarlos dentro de una gran corriente que, no solamente resista los embates del capital, sino que construya un poder social basado en una modernidad alternativa, es decir, que deje de imitar las formas dominantes de concebir a la naturaleza, de producir, circular, consumir y de mirar al mundo, y que retome la historia, la cultura y la memoria de los pueblos. Esto está sucediendo, no solamente en México, sino en buena parte de Latinoamérica y en países como India. Ello supone el esclarecimiento y la discusión teórica capaz de ofrecer con claridad fórmulas concretas de construcción del poder social, traducido en proyectos productivos, financieros, jurídicos, tecnológicos y culturales, por fuera y en contra del orden dominado por el capital.
Referencias
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[2] Víctor M. Toledo es investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) desde hace cuatro décadas dedicado a temas como etnoecología, ecología política y sustentabilidad de México y América Latina. David Garrido es Licenciado en Ciencias Ambientales de la misma UNAM. Narciso Barrera-Bassols es profesor de la Universidad Autónoma de Querétaro y se dedica a etnoecología, historia ambiental y analiza los movimientos de resistencia campesina.
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