Lyda Forero y Danilo Urrea
Transnational Institute / CENSAT agua Viva – FoE Colombia
El pasado 19 de agosto, organizaciones y movimientos sociales ligados al sector agrario iniciaron un paro nacional que prontamente tomó el carácter de movilización popular, gracias a la adhesión de otros sectores. Trabajadores de la salud y la educación, transportadores, y también organizaciones urbanas, de indígenas y afrodescendientes, paulatinamente nutrieron las calles y carreteras de distintas partes del país, lugares que se convirtieron en escenarios de disputa y en los que se vivió una fuerte represión por parte de las fuerzas policiales y militares.
Las demandas presentadas al gobierno nacional y las movilizaciones que por momentos llegaron a tener el carácter de un levantamiento popular demuestran que no se trata de un descontento coyuntural, sino que, por el contrario, es el resultado de problemas estructurales relacionados con el modelo productivo, el sistema político y la propiedad de la tierra, conflictos que se han intensificado especialmente en los últimos años a partir de la entrada en vigencia en 2011 del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Canadá y en 2012 con Estados Unidos. Esta situación presenta una clara perspectiva de los posibles impactos del TLC con la Unión Europea, que se implementó provisionalmente a partir de julio de 2013.
La combinación de factores estructurales detrás de las crisis y las resistencias
Históricamente ha existido una profunda concentración de la tierra en Colombia, que se exacerbó durante los últimos años por una contrarreforma agraria que, a través de la acción paramilitar, agenciada con mayor rigor entre los años 2002 y 2010, desplazó a 4 millones de personas de sus territorios y despojó a sangre y fuego 8 millones de hectáreas en las que ahora se imponen los principales megaproyectos de empresas trasnacionales y privadas nacionales. De acuerdo con datos oficiales (IGAC, 2012), en los años 50 cerca del 55% de los propietarios tenían menos de 10 hectáreas y ocupaban alrededor de 7% de la superficiedel país; en 2010 la situación es aún peor, el 77.6% de los propietarios posee el 13,7% de la tierra.
La política agraria ha privilegiado la producción agroindustrial frente a la campesina a través de subsidios/promoción a los grandes industriales del agro, lo que, a su vez, ha favorecido el acaparamiento de tierras por parte de capitales transnacionales. El campo se enfrenta a una de las mayores crisis en los últimos años, ante el incremento de las importaciones a bajos precios con los que no puede competir la producción nacional. En consecuencia, las y los productores campesinos han solicitado al gobierno políticas de protección a la producción interna, subsidios y control de precios, tanto de los insumos como de los productos finales.
De la misma manera, y en directa relación con las complejidades antes presentadas, la política minero–energética del gobierno Santos que promueve proyectos extractivos a través de incentivos y medidas de protección a la inversión extranjera, y que se garantizó con el despojo legal y violento de los años anteriores a su mandato y cuando él ejercía como ministro de defensa, ha tenido una férrea oposición por parte de las comunidades, organizaciones y movimientos territoriales.
Aunque el gobierno ha pretendido presentar esta política como una de las locomotoras del desarrollo y la gran innovación económica para el país, el empobrecimiento de las zonas mineras, los conflictos ambientales y los desplazamientos forzados enfrentados por las poblaciones aledañas a las zonas de influencia de estos emprendimientos hablan por sí mismos.
La política minero–energética actual en Colombia desconoce la vocación productiva del país, ejerce presión sobre los ecosistemas esenciales que regulan el ciclo hidrológico y atenta contra los principios constitucionales que instan a la garantía de un ambiente sano.
En este contexto, la combinación de estas políticas: minero-energética, tierras y agraria, han ocasionado una crisis en el campo que se expresa también en diferentes sectores de la estructura social y económica colombiana, agudizando el conflicto social, político y económico, y se suma a la ya precaria situación del agro y la tenencia de la tierra en Colombia.
Los Tratados de Libre Comercio y la agudización del conflicto social
La estructura productiva de Colombia se ha basado históricamente en la producción de bienes primarios, principalmente para la exportación. De productores de café derivados fue el principal producto de exportación hasta los años 90, nuestra matriz productiva y exportadora paso a ser movida por las exportaciones de petróleo y carbón.
Si bien se presentó un desarrollo de industria manufacturera y de industria liviana entre los años 50 y 80, ligado a las élites productoras de café, el crecimiento de la producción industrial se detuvo a partir de los años 90 con la implantación de políticas de liberalización comercial, que ocasionaron un proceso de desindustrialización, con el consecuente deterioro de las condiciones de trabajo e incremento del desempleo y la mayor dependencia del mercado interno frente a las importaciones, tanto de bienes de capital como de consumo.
Este proceso se acompañó de un incremento de los flujos de capital financiero, que absorbieron recursos de otros sectores de la economía, principalmente aquellos destinados a la provisión de derechos sociales (salud, educación, pensiones), incrementando la volatilidad y vulnerabilidad económica y, al mismo tiempo, generando una financiarización de la economía en general y en particular de la política pública, a través de la implementación de políticas dirigidas a garantizar la estabilidad financiera y de procesos de privatización de los sectores sociales que dependen cada vez más de actores financieros (como los fondos de pensiones) para su administración.
Así, la década del 2000 culminó con una economía reprimarizada, lo que intensificaba los conflictos sociales y la desigualdad históricos. En este periodo, la explotación del patrimonio natural se convirtió en el principal motor de la economía nacional, y a lo que se sumó la creación de políticas encaminadas a ofrecer seguridad jurídica y física a las inversiones extranjeras a través de lo que se denominó búsqueda de la confianza inversionista mediante la seguridad democrática, que en última instancia representó garantía para la territorialización del capital trasnacional en Colombia (Comisión de Justicia y Paz, 2012).
En este contexto, el gobierno de Álvaro Uribe, y posteriormente de Juan Manuel Santos, negociaron TLCs con diferentes bloques de países con una profunda asimetría entre las economías de los países. Negoció, por ejemplo, con Estados Unidos, Canadá, EFTA y la Unión Europea, y actualmente está negociando, entre otros, con la Alianza del Pacífico, Corea del Sur e Israel, aunque los tratados se frenaron por unos años debido principalmente a cuestionamientos existentes sobre la situación de derechos humanos en Colombia. A partir de 2010, el gobierno acordó algunos parámetros de respeto a los derechos laborales, que debían ser cumplidos en un tiempo límite (Plan de Acción-Estados Unidos, Acuerdo de Protección Ambiental y Laboral con Canadá y Hoja de Ruta con la UE). Sin embargo, como lo ejemplifica el caso del plan de acción con Estados Unidos, dos años después de su firma no se han generado mejorías sustanciales en la situación laboral de las y los trabajadores colombianos. Como se presenta en el informe elaborado por la Escuela Nacional Sindical (2012), aún se mantienen las contrataciones indirectas y no existen garantías para el derecho de asociación colectiva para la mayoría de la población[1].
En el momento de la negociación se argumentó que habría sectores “ganadores” y “perdedores”, pero se presentaba como un acuerdo que generaría impactos positivos para el conjunto de la economía colombiana. Un año después de la implementación del TLC con Estados Unidos y dos años después de la del acuerdo con Canadá, es posible identificar algunos de los perdedores del modelo que se impulsa a través de estos acuerdos. Son precisamente quienes han iniciado una de las más grandes protestas en las dos últimas décadas en Colombia, bajo la denominación de Paro Nacional Agrario y popular.
A pesar de que se presentaba el TLC como la oportunidad para incrementar las exportaciones de bienes agrícolas que tradicionalmente se habían producido en el país, el sector rural se enfrenta a una de las mayores crisis en los últimos años ante el incremento de las importaciones de productos agrícolas a bajos precios, generando una situación de desigualdad y desequilibrio en la cual no puede competir la producción nacional.
Los productores de café, papa, frutas, leche, arroz y hortalizas han sido los más afectados. Se trata de productos esenciales en la canasta colombiana, lo que implica que hay cada vez una mayor dependencia del comercio exterior para garantizar la provisión de comida en el país. Para los últimos gobiernos, la atención se centra en la seguridad alimentaria, que bien puede consistir en la importación de alimentos, y con ello, supuestamente, garantizar el acceso a la comida por parte de la población, mientras que las organizaciones y movimientos sociales del campo defienden la idea de una soberanía alimentaria, para la cual el control territorial es condición necesaria, también así la protección especial de los ecosistemas esenciales para el ciclo hidrológico integral.
Uno de los temas más polémicos en la negociación de los TLCs en Colombia está relacionado con las llamadas medidas sanitarias y fitosanitarias que reglamentan las condiciones de salubridad para la producción y exportación de bienes agrícolas. En seguimiento a los acuerdos en esta materia, el gobierno nacional promovió el decreto 9.70 que reglamenta el uso de semillas y prohíbe la reutilización de las provenientes de cosechas anteriores por parte de las y los agricultores, y los obliga a comprar semillas certificadas (normalmente producidas por corporaciones agroindustriales), con sanciones que pueden llegar a la privación de la libertad para quienes incumplan dicha ley.
Ante la situación descrita, las y los campesinos han solicitado al gobierno políticas de protección a la producción nacional, subsidios y control de precios, tanto de los insumos como de los productos finales, y garantías legales y democráticas para el acceso a la propiedad y uso de la tierra.
Conclusiones y proyecciones
Así, tras este breve repaso a algunas de las condiciones históricas que han dado origen a la situación actual en Colombia y que se agudizan con la entrada en rigor de los Tratados de Libre Comercio, consideramos que el actual modelo económico ha fracasado, producto de la combinación de varios factores.
En primer lugar, la política de desagrarización del campo para permitir la entrada de productos extranjeros y la territorialización del capital trasnacional ha generado conflictos e impactos contundentes para la población campesina. Esto, combinado con la política minero–energética y los conflictos que genera con el despojo territorial que le es correlativa, lleva a un escenario de malestar social, de presión en los territorios, violación sistemática de los derechos y precarización de las condiciones de vida de la población étnica y campesina.
Aunque las políticas de liberalización comercial y de atracción de inversiones extranjeras reforzadas a través de los TLC se presentaron como herramientas para desarrollar la economía colombiana, los resultados de los primeros años de su implementación demuestran una reprimarización del aparato productivo y una mayor dependencia del mercado exterior, que profundiza los problemas estructurales y deteriora aún más las condiciones de vida de la población, tanto en el campo como en la ciudad, intensificando con ello los conflictos socioambientales.
Es importante tener en cuenta que no se han presentado cambios sustanciales en la situación de derechos humanos y laborales en el país, lo que implica un incumplimiento de los acuerdos firmados como condición para la aprobación de los TLCs . Aún queda abierta la pregunta por la aplicación de los mecanismos de seguimiento, evaluación y control que se establecieron en el marco de dichos acuerdos.
Aunque los TLC se han presentado como innegociables, el despertar social en Colombia impulsa a renegociar o suspender los Tratados ya ratificados e implementados, como los de Estados Unidos y Canadá, y especialmente con la UE, pues ésta última aún no se ha ratificado en los parlamentos de todos los estados miembro, pero sobretodo a una oposición argumentada y con peso en la evidencia histórica frente a los tratados que hoy se pretenden firmar con Corea del Sur, Israel y la Alianza del Pacífico, Costa Rica, entre otros.
También vale la pena señalar que las movilizaciones agrarias y populares dan cuenta de un doble movimiento que se registra en la sociedad colombiana. Por una parte, la visibilización del campesinado para sectores urbanos y para capas de la sociedad que nuevamente comprenden la importancia del sector respecto a la garantía de la vida en el país. Al mismo tiempo, y como la otra cara de la misma moneda, la comprensión por parte del campesinado de ser sujeto político con el derecho a defender la soberanía alimentaria, los controles territoriales que la garantizan, y con la capacidad de desplegar poder en relaciones que históricamente han sido controladas por los terratenientes, las burguesías y las élites nacionales.
Referencias
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Escuela Nacional Sindical, Revista Culura y Trabajo, Edición 89, Medellín, agosto 2013.
Escuela Nacional Sindical, Informe de trabajo decente 2011, Medellín, 2012.
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Series estadísticas:
Ministerio de Comercio Exterior Colombiano
Departamento Nacional de Planeación
Departamento Administrativo Nacional de Estadística
Banco de la República
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[1] Solo el 30% de la población trabajadora tiene condiciones de trabajo decente, las inspecciones laborales no han sido efectivas y se mantiene la impunidad en un 93.4% en casos de asesinatos de sindicalistas y 99.9% en casos de amenazas; además, durante este período se han presentado 47 asesinatos, 18 atentados de muerte, seis desapariciones forzadas y alrededor de 760 amenazas de muerte.
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