Rafa Font

Rafael Fernández-Font

Kilian

Kilian Pérez

En este artículo ampliamos el concepto convencional de “informática verde” (“Green IT”[1]) para incluir aquellos temas cercanos que pueden verse desde la óptica diferenciada de la ecología política. Así mismo, recurriremos al concepto de procomún[2], entendido como un modelo de gobernanza para el Bien Común (Lafuente, 2007). Analizaremos cómo la informática verde influye en el procomún y viceversa, y cómo detrás de esta interacción subyace la gestión de la toma de decisiones en común como un modelo de democracia directa.

 

Dibujo de Carla Boseman sobre el procomún

Dibujo de Carla Boseman <https://twitter.com/robocicla> sobre el procomún

El software como bien común

En primer lugar queremos evidenciar por qué el software libre es el más adecuado en la construcción del Bien Común. El Software Libre (FLOSS[3]), tal y como lo propusiera Richard Stallman a principios de los ochenta, tiene como objetivo garantizar a los usuarios «la libertad de copiar, distribuir, estudiar, modificar y mejorar el software».

Con el fin de preservar esas libertades la comunidad de software libre ha necesitado construir su propio marco legal aprovechándose del concepto de copyright  (el término anglosajón para “derecho de copia”) y transformándolo en un nuevo modelo denominado copyleft. Un juego de palabras traducido literalmente como “izquierdo de copia”, pero también como “dejar copia” y que en última instancia se plasma en la utilización de licencias como la GPL (GNU General Public License) destinadas a garantizar los derechos (libertades) de los usuarios en el uso del software.

En consonancia con la idea del software libre, surgen también otros movimientos paralelos como el concepto de Hardware Libre, entendido como aquel dispositivo electrónico cuyas especificaciones y diagramas esquemáticos son de acceso público (como por ejemplo las placas Arduino y el pico-ordenador Raspberry-Pi. O la impresión 3d, aun en sus primeros pasos, pero con el potencial suficiente para revolucionar el proceso productivo en línea con las ideas promulgadas por el movimiento del Decrecimiento.

El software libre encaja perfectamente en el marco del espacio procomún. Comparado con otros modelos a los que denominaremos en su conjunto como software privativo, el software libre ofrece ventajas indiscutibles.

  • De la competición a la cooperación

El software libre desplaza la competición entre empresas. Dado que todas tienen acceso al código fuente, deben competir con mejores servicios y nuevos modelos de negocio (Ghosh, 2006: pp. 85-86). El software puede ser copiado a coste cero, pero los conocimientos no. En su lugar se crea un espacio de cooperación. Todos mejoran el mismo producto, y es bueno que se mantengan en el mercado para seguir haciéndolo.

  • Contra la cautividad tecnológica

Las administraciones públicas que compran software privativo se convierten en cautivas de la empresa suministradora. Para las empresas es un buen negocio, pero para las administraciones públicas es un límite innecesario, que además contamina las licitaciones, que pasan a exigir un determinado sistema operativo. Usar software libre permite cambiar de proveedor sin atarse a intereses ajenos, y permite que los proveedores estén en igualdad de condiciones para acceder a un contrato. Esto permite que las pequeñas y medianas empresas puedan optar también a ellos. Por último, si el software que contratan las administraciones públicas está pagado con dinero de todos, debería de pasar a formar parte también del procomún.

  • Patentes contra el bien común

El objetivo de las patentes no es “recompensar” al titular, sino garantizar el acceso a una innovación, que de otra forma no tendría lugar por su elevado coste. A diferencia de la biomedicina, innovar en software no requiere inversiones elevadas. Muchas solicitudes de patentes de software son triviales, lo que las  convierte en un lastre para la innovación  (Bessen, Meurer 2008, c. 9 p. 16). En vez de acelerar el desarrollo, las patentes de software tienen efectos negativos para el Software Libre y para el bien común.

Disrupción tecnológica y procesos democráticos

El acceso masivo a Internet no sólo mejora sustancialmente la situación previa, sino que puede cambiar las reglas del juego y romper con el sistema anterior. Antoni Gutiérrez-Rubí lo llama la “disrupción tecnológica” −en contraposición a los conceptos de evolución y revolución−.  Ya no dependemos de los medios de comunicación masiva para transmitir mensajes: mediante el uso de internet tenemos herramientas para llegar (potencialmente) a millones de personas.

Esta nueva situación pone en evidencia a las instituciones (partidos, sindicatos, ONGs) presentes desde la revolución industrial y diseñadas para un entorno escaso de información y comunicación limitada de “uno a muchos”. Este modelo, denominado por Gutiérrez-Rubí como “leninista” (GUTIÉRREZ-RUBÍ, 2011), está basado en la representatividad −no había otro modelo posible que no fuese la delegación−. Y en él, la opinión de un pequeño grupo que toma las decisiones o cúpula, se identifica con la opinión general de la organización de forma independiente a la opinión de sus militantes o “base”.

En la era digital hemos experimentado tantos avances, nos sentimos tan confiados y empoderados, que no vemos necesario pasar por los viejos modelos de participación. Queremos algo nuevo, basado en la comunicación “muchos a muchos” y en la democracia directa. Aquí es donde la informática −como nueva forma de comunicación y participación ciudadana− se presenta como la oportunidad real de alcanzar dicho objetivo por primera vez en la historia.

Pero el uso de Internet también conlleva riesgos de exclusión. Si se pretende que toda la población construya el espacio “procomún”, es imprescindible aplicar políticas contra la brecha digital (basada cultura, socioeconomía, geografía, sexo o edad), y ampliar la cobertura de banda ancha de forma universal (incluyendo zonas rurales)

Los procesos democráticos como bien común

En la definición de “procomún” no se suele incluir los procesos de toma de decisiones sobre el espacio común. Sin embargo, eliminada la necesidad de un grupo reducido que tome las decisiones ¿no es una contradicción que gobernar en comunidad no sea un “bien común”? Si tengo propiedad sobre algo, tengo el derecho y la obligación de preservarlo. Si esta propiedad es compartida, ¿por qué no compartir también los derechos y deberes sobre ella? ¿Por qué no ir más allá, y compartir la gestión común implementando una democracia directa?

Hace 20 años era imprescindible delegar, y quizá por eso no se planteaban otras posibilidades. Solo ahora, con la disrupción tecnológica, se entiende que si el bien común es compartido por toda la población, depende de toda la población su mantenimiento y gobierno. Ahora es posible que lo común sea gestionado en común.

La democracia, un común “invisible” (GOTEO.ORG. 2013), se visibiliza a través de leyes y de los procesos de creación de las mismas. Es clave definir adecuadamente estos procesos para que la democracia funcione, especialmente si es directa. Si toda la población debe pronunciarse, hay que hilar muy fino en el procedimiento y tener en cuenta sus limitaciones. No es posible esperar de una semana a otra que 45 millones de personas participen en referéndum (unos no se enterarán, otros no tendrán suficiente información, etc.).

Si se pretende organizar a los 500 millones de europeos para crear conjuntamente sus leyes en base a la  democracia directa, ¿funcionaría? ¿Cómo?

– Todo el mundo votará los resultados finales (SI/NO). Pero sin tiempo o conocimiento para ocuparse de todos los temas, hay que dividir el trabajo en grupos, asignando cada persona a un único grupo. Y confiar en que el trabajo de los otros será tan bueno como el propio.

– La negociación final habrá de hacerse en un único idioma. Pero en el proceso resulta útil la verdadera frontera cultural: dividir a los grupos por idiomas.

– No todo el mundo participa al mismo nivel. La teoría de la Desigualdad Participativa (NIELSEN, 2006) tiene en la construcción de la Wikipedia su paradigma: el 90% de los usuarios son observadores, el 9% realiza cambios menores, y el 1% son grandes contribuyentes. Curiosamente (o no tanto) las intervenciones en reuniones presenciales tienen un reparto similar. Reducir ese 90% de observadores sería un buen indicador de la calidad del proceso.

– El número de Dunbar marca el límite de nuestra red de contactos. Robin Dunbar, antropólogo británico, fijó en 150 el máximo de personas con quienes podemos tener una relación significativa (SUTCLIFFE, DUNBAR, BINDER, ARROW, 2012). Posteriores estudios la amplían, y nosotros asumimos arbitrariamente por comodidad en los cálculos que 250 es el máximo de personas con quien vamos a poder debatir cómodamente.

Hagamos números: 500 millones se reparten en 200 grupos temáticos. Cada grupo se subdivide por idiomas (25), resultando 100.000 personas por tema e idioma. Por otra parte, el tamaño de grupo máximo manejable es de 250 personas activas (el 9+1% de los participantes), el grupo por tanto podría tener 2.500 personas. Resultado: dividiendo 100.000 en grupos de 2.500, tenemos la dimensión del problema: 40 grupos a gestionar, por cada tema, por cada idioma.

Un programa informático multi-idioma organizaría grupos y debates. Otros arreglos han de ser fijados por el proceso: simplificar las decisiones y emplear tácticas de consenso. Por último, un enlace directo con la ecología política: reservar el tiempo necesario. Reducir la jornada laboral a 4 días sería coherente con un buen proceso.

Autores: Rafael FERNÁNDEZ-FONT PÉREZ – Miembro de la Comisión Ejecutiva Federal de EQUO -. Kilian PÉREZ GONZÁLEZ . Miembro de la “Free Software Foundation Europe” (FSFE).

Referencias

[1] Prácticas y componentes informáticos que tienen mejor comportamiento medioambiental: son más eficientes, o mejor reciclables.

[2]  Traducción del término anglosajón “commons”.

[3] Free/Libre/Open Source Software.

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