El choque del automóvil con la ciudad. Entrevista con Alfonso Sanz
Entrevistador: Santiago Gorostiza
Geógrafo, matemático y técnico urbanista, Alfonso Sanz ha combinado el trabajo como consultor en urbanismo y movilidad con la participación en movimientos sociales urbanos relacionados con la bicicleta y el peatón. Su análisis del transporte y la movilidad se inspira en el enfoque ecointegrador de la economía (ESTEVAN y SANZ, 1996; SANZ 2010a, 2010b; SANZ y NAVAZO 2012).
Al margen de su trabajo como especialista en planificación de la movilidad, son destacables sus publicaciones teórico-prácticas en materia de calmado del tráfico, bicicletas y peatones (ver por ejemplo SANZ, 1999, 2008)
En la presente entrevista exploramos distintos aspectos prácticos de los conflictos urbanos relacionados con la movilidad, con especial atención a los procesos históricos de configuración de los espacios urbanos.
ENTREVISTA
EL COCHE Y LA CIUDAD. CONFLICTOS.
En el inicio del siglo XX un nuevo actor irrumpe en el espacio público urbano: el automóvil. ¿Qué cambios supuso para la ciudad y para los principales usuarios de ese espacio hasta el momento, los peatones?
Cuando llegan los primeros coches a las ciudades no hay peatones: hay ciudadanos. La aparición de un volumen significativo de coches obliga a reconstruir ese espacio urbano de manera que se pueda circular en unas condiciones aceptables para ese medio de transporte, lo que exige poner nuevas reglas a los que antes dominaban las calles. En la primera década del siglo XX, con muy pocos automóviles en circulación en las grandes ciudades, se produce la primera sangría de atropellos. En ese momento para los medios de comunicación se atropella a ciudadanos, no a peatones, el concepto peatón tal y como hoy lo entendemos no se extiende hasta la segunda década del siglo XX, cuando algunas reglamentaciones municipales empiezan a utilizarlo y, por extensión, la prensa y la ciudadanía. En un proceso paulatino – pero muy rápido para lo que podríamos imaginar – se configura un nuevo tipo de espacio público, con nuevas reglas que definen quién tiene derecho a qué. De una manera sutil, el peatón aparece, el ciudadano deja de tener un conjunto de derechos sobre el espacio público, y el coche triunfa.
¿Cuáles son los elementos centrales en esta imposición del automóvil sobre el ciudadano en el espacio público?
El automóvil triunfa porque logra dos cosas fundamentales: el centro de la calzada y la prioridad de paso en todas las intersecciones. Como la ciudadanía de a pie no cumple unas reglas de circulación que son necesarias para que el coche pueda funcionar en la ciudad con las velocidades que promete, tiene que convertirse en objeto de regulación, y para eso aparece la palabra peatón, y sus reglas. Las reglamentaciones de los años diez y veinte establecen dos normas esenciales: que las personas no pueden estar en el centro de la calzada y que no la pueden cruzar por cualquier sitio. La introducción del automóvil en la ciudad es, así, un error histórico en el urbanismo y en la concepción de nuestro modo de vida. Para que el automóvil se pueda extender en la ciudad necesita esas nuevas reglas y una nueva concepción social del espacio público, un nuevo modelo de relaciones en dicho espacio, en el que la función predominante ha de ser, a partir de entonces, la circulatoria. Y eso es lo que se consigue con una rapidez sorprendente, en tan solo dos décadas.
Sin embargo, este cambio progresivo no estuvo exento de conflicto. ¿Cuál fue la reacción de los ciudadanos y otros usuarios del espacio público a la irrupción del automóvil?
Hay serias tensiones en el espacio urbano de las ciudades españolas ya a finales de la primera década del siglo XX. En 1907 – 1908 hay una gran cantidad de noticias en la prensa sobre atropellos, heridos, muertes y, en algunos casos, intentos de linchamiento a los conductores de los coches en lugares tan centrales como la Puerta del Sol de Madrid. Esto no es algo extraordinario del caso español – es un fenómeno universal que se va produciendo conforme empiezan a entrar los primeros automóviles. Por ejemplo, en el caso de Madrid, en donde entre 1907 y 1908 se matriculan cerca de 400 vehículos motorizados de todo tipo, se genera una tremenda alarma social, destacada por periódicos como ABC, que señalaban que los accidentes se producían día sí y día también. Y es que en ese momento no se había producido aún esa reconfiguración cultural y social del espacio público. La calle se seguía usando como se usaba antes y el nuevo vehículo no encajaba en ella.
Otro vehículo, la bicicleta, había irrumpido en el espacio público unos pocos años antes, a finales del s. XIX. Pero ya en 1932 encontramos referencias como la de la revista catalana Mirador, que afirmaba que los mejores tiempos de la bicicleta como transporte interurbano habían pasado y que “la bicicleta murió a manos de la congestión del tráfico y los automóviles a buen precio”. ¿Qué ocurre en estos años para llegar a esta situación? ¿Hasta qué punto la relación que establece la bicicleta con los ciudadanos que se mueven a pie es parecida a la que luego establecerá el automóvil?
Hay una lógica común entre automóvil y bicicleta, que terminará por ir en contra de ésta. De hecho, el primer reglamento de circulación lo encargó el gobierno de España a una comisión dirigida por el Real Automóvil Club, y en ella había una persona de la Unión Velocipédica Española. En ese momento, ciclistas y automovilistas tenían intereses comunes: un pavimento adecuado y unas reglas que les permitan unas velocidades superiores. Una calzada solo para vehículos era propicia para los ciclistas. Lo que no esperaban es la avalancha que se iba a producir con el proceso de motorización. Los ciclistas terminarán expulsados de un espacio en el que las velocidades serán cada vez más altas, incompatibles con las suyas. Los elementos e intereses comunes no pudieron ocultar finalmente las diferencias en peso y velocidad. En caso de accidente, no es lo mismo los 1000 kg que supone un automóvil que el conjunto de 100 kg que supone el conjunto de la bicicleta y el ciclista.
Es importante reparar en que ese acontecimiento histórico, la irrupción del automóvil y la reconfiguración del espacio público que genera, se produce de igual manera en distintos escenarios en distintos momentos históricos. Todavía hoy somos testigos de la transformación brutal del espacio público a manos de los automóviles allí donde se extienden, desde China y el sudeste asiático hasta las ciudades latinoamericanas o africanas. El cambio de reglas se produce en detrimento de la justicia social, de la autonomía y oportunidades para los grupos más desfavorecidos.
Pasamos del diario ABC, en 1907-1908, señalando los accidentes de tráfico como un problema continuo, a una portada del verano de 1970 en la que se muestra el ensanche de la calle Alcalá, en Madrid, para crear “Sitio para los coches”, según su titular. En las décadas transcurridas, parece que las nuevas jerarquías en el espacio público se han naturalizado. ¿Pero qué otros aspectos acompañan esa evolución?
Esta evolución encaja muy bien con otros elementos de la cultura e ideología dominante, entroncados con la idea de progreso. Si uno recorre la idea de abrir la ciudad al coche, siempre está detrás la idea de progreso. Y las regulaciones lo suelen decir de forma explícita en sus prólogos o introducciones: dado que el tráfico motorizado está aumentando, y esto es progreso, hay que acometer cambios y adaptar la ciudad a la motorización. Es en ese sentido en el que se entiende cómo el automóvil va cosechando éxitos parciales para su desarrollo a lo largo de todo el siglo sin llegar a acabar completamente, en España y en otras ciudades europeas, con el sistema anterior. Una pieza empuja a la otra. Al principio, los accidentes empujan la necesidad de una regulación, pero cuando el número de vehículos supera una cierta cifra, se producen los fenómenos de congestión. Es entonces cuando se da un paso más: se rompen las estructuras tradicionales de la ciudad y se busca un espacio urbano adaptado totalmente al coche. El siglo XX en las ciudades se puede leer desde esta idea: este modelo de espacio público no funciona para el coche, vamos a construir uno que sí funcione. Y empieza la dispersión urbana, las grandes vías jerarquizadas, la segregación de los diferentes usos y vehículos, etc. En esa batalla para la adaptación de la ciudad al coche siempre encontramos como justificación el progreso. En el momento que describes de la portada de ABC todavía se confía en que las calles se pueden mejorar para la gestión del tráfico y se pueden ampliar el número de carriles, dobles pisos, pasos subterráneos para arreglar la situación de congestión. Esa idea sigue estando presente ahora mismo en aquellos países en que la motorización se está incrementando fuertemente. Generar una infraestructura más potente para dar cabida a ese vehículo, que a su vez justifica la dispersión de la ciudad y alimenta más todavía el tráfico y sus problemas.
¿De qué manera la movilidad privada motorizada funciona como elemento de exclusión en las ciudades para niños, ancianos y, en general, no motorizados?
Hay una idea de que el automóvil es universal, pero los datos reflejan que no es así. En el caso de España, a poco que aparece el SEAT 600 en los años 60, ya se empieza a decir que “todo el mundo tiene coche”. Sin embargo, hemos tardado más de 50 años en que esa idea se traduzca en que más de la mitad de los habitantes de España puedan conducir en coche, por carné de conducir, edad, etc. Se ha vendido un discurso anticipatorio, una profecía autocumplida. Pero si se construye un modelo en que el coche es el medio de transporte obligado y resulta que la mitad de la población no tiene acceso autónomo a ese vehículo, se está generando claramente un modelo de dependencias cruzadas entre ciudadanos y ciudadanas de distintas edades y generando exclusión.
¿Por qué siendo la movilidad el eje básico para la comprensión de la contaminación local atmosférica, y sus implicaciones sobre la salud, no existen prácticamente protestas ciudadanas exigiendo un cambio en la movilidad?
Ciertamente, no existe una gran movilización en este tema, pero cuando aparece tiene elementos contradictorios como movimiento social emancipatorio. Si nos fijamos en las luchas para promover el transporte público, hay una idea de que fomentar esta alternativa es por principio algo “progresista”, mientras que el automóvil es lo negativo. Pero a veces las propuestas para generar transporte público desbordan cualquier tipo de racionalidad. Parece que ante el automóvil la salvación tenga que ser el transporte público. Es decir, un medio motorizado que ha corroído las esencias de la ciudad, se sustituye por otro medio motorizado, con muchas ventajas sobre el anterior, pero que tiene también unos costes y unas consecuencias que no deben perderse de vista. ¿Es el transporte público un derecho? Estirando el concepto de derecho a lo mejor lo es en una determinada configuración de la ciudad y del modelo económico. Los excluidos no tienen otra alternativa de larga distancia. Pero de eso a considerar que cualquier transporte público es bueno en sí mismo, que cualquier servicio tiene que aportarlo el estado porque es equitativo, hay mucho trecho. Hay redes de transporte público que no deberían haberse construido y gratuidades que son contraproductivas.
¿Qué ejemplos se te ocurren?
Un ejemplo provocativo: el abono de transporte que ofrece servicios en tarifa plana. El abono parece la gran panacea desde el punto de vista de la funcionalidad, pero está generando un trasvase de desplazamientos cortos peatonales y ciclistas al transporte público. Esto afecta negativamente al propio servicio, pues lo ralentiza, y al uso que hacen del mismo otros pasajeros, que realmente lo necesitan para desplazamientos de larga distancia. Hay efectos de ida y vuelta que se han de tener en cuenta. No está claro que siempre sea efectivo para evitar el uso del automóvil. (Alprazolam)
Otro ejemplo de estos impactos cruzados son las redes de metro y ferrocarriles de cercanías, fantásticas máquinas de transportar pasajeros. Bien, pues esas redes están permitiendo la dispersión de las ciudades. Mucha gente se ha podido ir a vivir fuera de ellas porque puede venir en tren rápidamente hasta el centro. No han sido solo las autovías, aunque éstas suelen tener la mayor responsabilidad generando una ilusión de facilidad de acceso. Claro que estas visiones pueden poner los pelos de punta a más de uno, porque es luchar contra las mitologías de la izquierda.
En el ámbito de la financiación del transporte público, ¿qué opinas sobre cómo distribuir los costes entre los usuarios y los fondos provenientes de impuestos?
Desde mi punto de vista, el sistema de transporte no es el espacio ideal para la redistribución de la renta. La redistribución de la renta hay que hacerla a través de la fiscalidad general, no en las dádivas de hacer gratuito el abono de transporte. Hay que reflexionar entre dos posiciones extremas; la primera es que el transporte debería costar al usuario lo que cuesta, mientras que, en el otro extremo está la visión de que el transporte público es un derecho y debe ser gratuito. Entre estos dos polos extremos hay que moverse con el realismo de cada lugar y momento histórico. Y en ese sentido hay un debate que es de cifras y de concepto. ¿Debe pagar la colectividad el 87% de mi billete de transporte, como es el caso de algunas líneas del tranvía en Madrid? Eso parece que no es razonable. Se suele argumentar que con esa medida se contribuye a que esa persona no vaya en coche. Pero, ¿realmente se consigue así un modelo en que la bicicleta y el transporte público quiten coches de las calles? No, se establece un equilibrio, una homeostasis en la que el coche no pierde su espacio, sigue siendo el dominante. Hay unos límites, por tanto, en apoyar al transporte público, a partir de los cuales no es razonable dedicarle más recursos. Otra cosa es el abono social, más barato, para personas desempleadas o en riesgo de exclusión. Pero en cualquier caso yo no sería partidario del abono gratuito, porque además, es discriminatorio con el que camina o va en bicicleta. Otra idea muy fuerte y argumentada es la del transporte público gratuito para la infancia, pero en mi opinión ese no es un objetivo adecuado para su movilidad, su salud y autonomía. En un periodo de transición, intentando restar poder al automóvil, creo que lo sensato es financiar una parte relativamente moderada del transporte público. No hay que aspirar a la proeza imposible de sustituir todas las funciones del coche sin reparar en los costes.
¿Qué hay de los accidentes de tráfico como otra externalidad que afecta la población en las ciudades? En el proceso de normalización de la presencia del automóvil en la ciudad, parece que los accidentes han quedado naturalizados.
Hay que diferenciar el concepto de accidentalidad del concepto de seguridad vial. La accidentalidad es una parte de la seguridad vial, pues en la seguridad vial se producen fenómenos que no se reflejan en el número de accidentes. Si medimos los accidentes, medimos unos sucesos que se han producido, pero no entendemos el contexto en el que se producen, y por tanto no podemos saber si ha habido un comportamiento que ha evitado el accidente o unas determinadas pautas de movilidad que han evitado el accidente. Por decirlo con un ejemplo algo caricaturesco: en una autopista no hay habitualmente atropellos, pero es un lugar peligroso e inseguro para los que caminan. La presencia del automóvil en la ciudad genera un cambio en los comportamientos de la ciudadanía en función del riesgo percibido. La ciudadanía percibe riesgo y entonces cambia su forma de desplazarse, sus horarios, sus itinerarios; algunas personas dejan de utilizar un medio de transporte para utilizar otro que perciben como más seguro. Cuando todas las estadísticas oficiales y las decisiones políticas se relacionan únicamente con la faceta de la accidentalidad, se está olvidando ese fondo. Tal vez hay menos peatones, no cruzan por donde quieren, están cruzando donde les obligas – como un paso subterráneo – y no hay accidentes. ¿No hay conflicto? Sí lo hay – hay un conflicto soterrado, una especie de iceberg, un trasfondo de miedo y preocupación que está presente continuamente, y que es consustancial al automóvil urbano. Aunque una ciudad logre tener cero víctimas de accidentes, debajo está ese dominio de nuestro modo de vivir el espacio público.
De hecho, a veces parece que este iceberg es totalmente invisible, y en cambio otros conflictos reciben una gran atención mediática. Por ejemplo, en aquellas ciudades donde la bicicleta va ganando presencia, los conflictos de convivencia con los peatones suelen recibir gran cobertura. ¿Cuán relevantes son verdaderamente?
Después de construir durante más de un siglo una ciudad para el automóvil, no es fácil de repente hacerla compatible con un vehículo más lento, más ligero y con unas formas de circulación distintas a las del coche. El conflicto peatón – ciclista es una cortina de humo del conflicto verdaderamente central en la ciudad: el del coche contra absolutamente todo lo que constituye la esencia de lo urbano. No solamente contra el peatón o el ciclista, sino contra la socialización y la convivencia en el espacio público. El coche es contradictorio con la ciudad.
SOLUCIONES – MEJORA DE LA MOVILIDAD – CONVIVENCIA
Ante esta situación, desde hace años la Unión Europea impulsa la celebración, con más o menos éxito, de los llamados días sin coche o semanas sin coche, que han derivado en “semanas de la movilidad sostenible”. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
Todo esto tipo de iniciativas responden a un juego de contradicciones entre las necesidades del sistema – y del mantenimiento del statu quo del automóvil – y lo que son evidentes retos de tipo ambiental y social: la calidad del aire, el cambio climático, etc. Ese juego de intereses que tienen las instituciones confluye en este tipo de semanas pedagógicas, porque en el fondo este tipo de iniciativas responden a una intención cultural de cambiar ciertos hábitos en la movilidad. Se trata de una iniciativa que confluye contradictoriamente con otras en ese espacio de poder que es el de la Unión Europea. Con una mano se legisla para limitar algunos efectos dañinos del automóvil y con la otra se siguen apoyando políticas e infraestructuras que impulsan su crecimiento. Ese tipo de contradicciones se reproduce en los demás niveles de la administración, en los que muchas veces las semanas de la movilidad y los días sin coche se traducen en medidas cosméticas.
¿Está el camino a una ciudad más humana en las herramientas que el urbanismo pone a nuestra disposición? ¿Proyectos de peatonalización, zonas 30, pacificación del tráfico, etc.?
Esas herramientas del urbanismo y la gestión de la movilidad son útiles para sobrevivir en cualquier periodo de transición. Pero si pensamos en el origen del fenómeno, lo que hay que reconstruir es la concepción del espacio público, y este es un tema sobre todo de tipo social y cultural. Aunque estas medidas apoyan el camino, no es suficiente con poner un carril bici, hacer una zona 30, etc. Hay que ir mucho más allá y reconfigurar el dominio del espacio por parte del coche. De la misma manera que en la década de 1920 la gente decidió que los coches tenían derecho al centro de la calzada, ¿cómo llegar a la posición opuesta? ¿Quién se lo plantea? ¿Quién quiere? Hacerlo es romper la economía de la ciudad en los términos que conocemos y, con ella, el enfoque económico vigente en toda su extensión.
Durante los últimos años, parece que el uso de la bicicleta ha sido uno de los símbolos del ecologismo y del transporte sostenible. ¿Es esta una opción de cambio radical? ¿Más bicicletas significan necesariamente una movilidad más sostenible?
No necesariamente. Puede haber más bicicletas y ser un modelo insostenible. El propio modelo de Holanda, meca de la bicicleta, es insostenible: el uso del automóvil es altísimo. Lo que pasa es que han sabido construir ciudades con menos dependencia del coche y donde la bicicleta ofrece enormes posibilidades de uso.
La bicicleta puede llegar a ser la guinda verde de un no-cambio. Se ponen demasiadas esperanzas en la bicicleta, tanto por parte de los gobiernos municipales como por parte de la ciudadanía, cuando hay muchas características estructurales de los problemas de movilidad que no se resuelven con ella. Podemos trasvasar una parte de los desplazamientos que se hacen en coche o en transporte público a la bicicleta, pero si no cambiamos la estructura de la ciudad ni los principios rectores de la economía vigente, el alcance de las modificaciones será limitado. En Estados Unidos se están llevando a cabo intensas políticas de promoción de la bicicleta, pero el resultado de porcentajes de su uso es indicativo de los techos que presentan estas opciones sin transformar el modelo de ciudad. Pongamos como ejemplo la ciudad estadounidense de Portland (600.000 habitantes) quizás la más emblemática del país en la recuperación de la bicicleta. Su nivel de uso es semejante al que tienen hoy las ciudades españolas más ciclistas, realizándose un 6% de los desplazamientos al trabajo en ese medio de transporte. Sin embargo, el 70% de esos viajes se siguen haciendo en automóvil. Si se atienden los datos del área metropolitana de Portland, con 2,2 millones de habitantes, esos porcentajes son todavía más esclarecedores: solo el 2,1% de los viajes al trabajo se realizan en bici, frente a más del 82% en automóvil. El modelo de ciudad genera densidades de uso y distancias para las que ni la bici, ni el peatón, ni el transporte colectivo tienen adecuadas respuestas.
Las ciudades holandesas o Copenhague, en Dinamarca, han desarrollado incluso cierta imagen de marca donde la bicicleta es un componente importante. ¿Se pueden reproducir en otros contextos los éxitos en el aumento de uso de la bicicleta de estas ciudades?
Cada ciudad tiene unos condicionantes y hay que estudiarlos para saber qué se puede esperar de la bicicleta sin afrontar cambios profundos del modelo. Esa idea de marca de éxito la encontramos también en Sevilla, donde en pocos años se ha multiplicado por diez el número de personas que utilizan la bici, lo que le ofrece una gran visibilidad. Pero hace falta comprender la historia del urbanismo y de la movilidad en la ciudad, porque la bicicleta no se llegó a perder nunca en Ámsterdam o Dinamarca – y en Sevilla sí se perdió. Fue sustituida sobre todo por desplazamientos motorizados.
Hay que prestar atención, cuando se comparan ciudades, a un detalle fundamental: la proporción de desplazamientos peatonales. Si se tiene en cuenta a las personas que caminan, la imagen de las ciudades europeas cambia drásticamente. Pongamos por ejemplo una ciudad representativa de la Holanda ciclista, Groningen (190.000 habitantes), y una ciudad española de un tamaño semejante, Vitoria-Gasteiz (240.000 habitantes). La primera impresión es que Groningen es una ciudad de éxito en la movilidad sostenible porque un 31% de sus desplazamientos se hacen en bici, frente a un 7% en la capital vasca. Sin embargo, los desplazamientos peatonales suman únicamente un 15% del total en Groningen por un 55% de Vitoria-Gasteiz. El resultado es que la ciudad holandesa tiene un predominio del automóvil (44% de todos los desplazamientos) frente a la vasca (26%).
Parece entonces que es necesario un márquetin del caminar, para destacar el valor que tienen los desplazamientos a pie.
Sí, hay que poner en valor la escala peatonal de las ciudades allí donde se ha conservado. Ese es el patrimonio oculto de las ciudades españolas. No se puede focalizar todo el cambio en la bicicleta. Hay que pensarlo integralmente, y en el caso de las ciudades españolas, la primera pieza es el peatón.
Sin embargo, la bicicleta sigue siendo un símbolo y objeto de atención mediática y política. Los últimos años han destacado especialmente los proyectos de bicicleta pública, a partir del caso de París. ¿Qué condiciones crees que reúnen estos proyectos para llamar tanto la atención de los municipios y los medios? ¿Por qué se han extendido tanto, y qué futuro crees que tienen?
El extraordinario número de proyectos de bicicleta pública en España se debe en buena parte a la financiación del Ministerio de Industria y Energía, a través del IDAE, para hacer este tipo de proyectos. Cuando se ha perdido esa financiación, el crecimiento se ha venido abajo. Y también está relacionado con lo que hemos comentado previamente: la bicicleta tiene una carga simbólica verde muy importante que todos quieren aprovechar. Parece que si se hacen políticas de movilidad sin promocionar la bicicleta se ve con cierta sospecha. Con lo cual, acaba valiendo para un roto y un descosido; no importa en qué condiciones se pongan en funcionamiento esos sistemas de bicicleta pública; importa la foto y poder decir que también están en tu ciudad. Pero, ¿para qué? En muchas no se tienen para la movilidad cotidiana. Si entendemos la bicicleta pública como un servicio que de alguna manera está promocionando la bicicleta, generando una imagen positiva de la misma, como está ocurriendo en algunos sitios, hay que pensar que va a haber después. ¿O siempre va a haber bicicletas públicas? ¿Cuántas? ¿A qué coste?
¿Puede servir la bicicleta pública, en algunos sitios, para avanzar en la visualización y naturalización de la presencia de la bicicleta en el espacio público? Al impulsar estos proyectos, también la administración local se ve presionada por los ciudadanos a tomar medidas adicionales que mejoren la convivencia o las condiciones de uso de este vehículo.
Ha tenido esa virtud, en ciudades como Barcelona, de multiplicar la visibilidad de la bicicleta en un tiempo muy breve. ¿Pero sirve eso para todas las ciudades? No. ¿Y sirve para siempre en Barcelona? Tampoco. O te quedarás en un 2-3% de uso de la bicicleta en el conjunto de la movilidad. Das una alternativa para este 2 o 3%, pero merece una vuelta de tuerca más, forzar más el cambio modal, recuperar más usuarios del coche que con la política actual no pasan a la bicicleta.
Desde la administración pública se fomenta el uso de vehículos híbridos o totalmente eléctricos en el transporte público, pero ¿puede suponer un cambio de modelo?
Es una mejora de la eficiencia del sistema. Pero para la generalización del vehículo eléctrico hay que preguntarse por la generación de la electricidad y por las baterías, cuello de botella de difícil solución. No hay una conspiración contra el coche eléctrico: hay un problema económico, las baterías, que son caras y tienen impactos ambientales muy importantes. Según cálculos solventes, cuando sale del concesionario, un coche eléctrico lleva ya incorporado cerca del el 40% de la energía que va a usar en toda su vida útil. Por lo tanto, se ha de relativizar la cuestión del bajo consumo energético y analizar el ciclo de vida completo del producto.
¿Y los proyectos de movilidad privada compartida? ¿Qué futuro les auguras?
No confío en que esto sirva para cambiar el modelo de ciudad, pero sí puede ser útil al estrato de la población que no tiene coche pero que lo puede y quiere usar de un modo diferente al actual. Pero no va a ser la revolución porque aunque sea compartido, el coche seguirá teniendo un conflicto de fondo con la ciudad.
Los sistemas urbanos de transporte público también están condicionados por la historia de las ciudades. En el caso de Barcelona, muchas líneas de autobús tendían a seguir antiguas líneas de tranvías. ¿Qué opinas de que sean reorganizados, como es el caso de Barcelona, de la red de cuadrícula vertical – horizontal?
Esas reformas han funcionado en distintos sitios, pero tiene unos límites también. Otras reformas similares se han hecho en otros lugares, y el éxito acompaña si está bien planificado. Pero tiene un techo – sigues teniendo la dependencia de un vehículo que llega en unos determinados horarios. Y si el coche campea en la ciudad, va a seguir siendo muy atractivo incluso para los que tienen las opciones del transporte público. Las mejores políticas de transporte público son las que en paralelo establecen restricciones al automóvil, bien a su circulación, bien a su aparcamiento.
¿Cómo entrarle al coche, entonces? ¿A lo grande, con un impuesto que limite su entrada a los centros de las ciudades?
Más que al coche: es a la cultura y a las dependencias del coche. Hacerlo a cuchilladas es imposible, porque forma parte de nuestra cultura. Es necesario presionar desde todos los frentes – transporte público, fomento de la bicicleta, barreras económicas y fiscales, pacificación del tráfico – pero sobre todo a través de un proceso cultural de redefinición del espacio público, del papel del vehículo en ese espacio, su dominio y jerarquía. Una revolución lenta y a medio plazo, para ir dándole la vuelta a los elementos clave, incluyendo las estructuras económicas, territoriales y urbanas que lo alimentan.
Agradecimientos
Esta entrevista se ha realizado con el apoyo del Programa “Personas” (Acciones Marie Curie) del Séptimo Programa Marco de la Unión Europea FP7/2007-2013 bajo el acuerdo REA “ENTITLE. European Network of Political Ecology (PITN-GA-2011-289374)».
Referencias
SANZ, A. y NAVAZO, M. (2012), Metabolismo urbano, energía y movilidad. Los retos del urbanismo en el declive de la era del petróleo, Ciudad y territorio: Estudios territoriales, nº 171, p. 87-96.
SANZ, A. (2010a). Transporte, economía, ecología y poder: La economía del transporte desde un enfoque ecointegrador, Ekonomiaz: Revista vasca de Economía, n°73, p. 148-177.
SANZ, A. (2010b), Hipermovilidad. Síntomas, reacciones y alternativas, Boletín Ciudades para un Futuro más Sostenible, n°45. Disponible en http://habitat.aq.upm.es/boletin/n45/aasan.html
SANZ, A. (2008), Calmar el tráfico. Pasos para una nueva cultura de la movilidad urbana, Ministerio de Fomento, Madrid.
SANZ, A. (1999). La bicicleta en la ciudad.Manual de políticas y diseño para fomentar el uso de la bicicleta como medio de transporte, Ministerio de Fomento, Madrid.
ESTEVAN, A. y SANZ, A. (1996) Hacia la reconversión ecológica del transporte en España, La Catarata, Bilbao.
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