Marcel Coderch*
Por lo visto, hay una gran distancia entre lo que sabemos que conviene hacer y lo que los gobiernos y los poderes económicos están dispuestos a plantearnos para hacer frente al cambio climático. Es evidente que para mitigar sus peores efectos nos propondrán algunas adaptaciones, tanto sociales como económicas, pero al parecer lo que no están dispuestos es a poner en discusión la que posiblemente sea la única respuesta lógica al cambio climático: la reducción de las actividades humanas que son la causa principal.
Esto significaría, en primer lugar, intentar reducir, y eventualmente eliminar, las emisiones de gases de efecto invernadero que resulten de la utilización de combustibles fósiles, tanto en el transporte como en la generación eléctrica. Esto requeriría un gran esfuerzo, tecnológico, económico y político, dado que casi el 80% de la energía que utilizamos proviene de estas fuentes. Implicaría una reducción de la demanda energética (vía cambios en los estilos de vida), producir, distribuir y utilizar la energía que todavía necesitáramos de la forma más eficiente posible y obtenerla de fuentes no fósiles.
Cada una de estas actuaciones abre un abanico de cuestiones económicas, sociales, políticas y medioambientales, que a menudo no se plantean desde la vertiente técnica, sino que el debate se construye a partir de premisas políticas e ideológicas que le dan forma y color según la agenda política de cada cual. Por ello, el debate sobre cuál es la mejor forma de incentivar el desarrollo de las nuevas tecnologías y sistemas energéticos sostenibles, y sobre qué energías merecen ser económicamente apoyadas, es un debate en el que los desacuerdos son más comunes que los acuerdos. En el centro de este debate hay, además, cuestiones ideológicamente muy conflictivas, como el papel que deben jugar los mercados y su regulación en esta reconfiguración del sistema energético.
Tal vez donde se puede ver más claramente la componente ideológica del debate energético —la indecisión de los gobiernos, su toma de decisiones mediatizadas por los poderes económicos y la ineficacia de los mercados y de la actual regulación— es analizando el debate que en muchos países hay (y que empieza a iniciarse también aquí) entre la potenciación de las renovables y la reanudación nuclear, ambas fuentes energéticas bajas en emisiones. Aunque para los defensores de la opción nuclear estas dos formas de generación eléctrica son compatibles —y hasta dicen que complementarias—, en realidad, se trata de dos políticas energéticas fundamentalmente distintas que reflejan dos visiones de futuro, dos puntos de vista sobre qué es importante en la vida, y dos visiones diferentes de cómo debe organizarse la sociedad. Por ello, es un debate centrado en lo que podríamos llamar la economía política de la sostenibilidad energética.
Desde nuestro punto de vista, es muy improbable que unos mercados oligopólicos y débilmente regulados, como son los energéticos, y que se mueven por consideraciones económicas a corto plazo, produzcan las innovaciones técnicas e industriales que son imprescindibles para responder de forma efectiva, y a tiempo, a los retos del cambio climático. Para mucha gente, esta es una tesis radical, que pone en cuestión todo el edificio energético y económico contemporáneo, construido sobre la base de unas políticas de mercado que informan toda la política energética europea de las últimas décadas. Y, sin embargo, es seguro que si de verdad queremos hacer frente al cambio climático, tendremos que repensar profundamente este edificio, modificando de forma sustancial la forma en que decidimos y cómo ponemos en práctica nuestra política energética.
OBJETIVOS DE POLÍTICA ENERGÉTICA
Cualquier política energética moderna tiene cuatro objetivos básicos: la reducción de las emisiones de CO2 , la mejora de la independencia y la seguridad energética, entendidas como garantía de suministro, la promoción de la competencia en los mercados energéticos y de la competitividad internacional de las empresas nacionales; y la accesibilidad de los precios energéticos para el público y para la economía en general. Las diferencias de opinión suelen estar en la prioridad que se otorga a cada uno de estos objetivos y en la valoración que se hace de la contribución de cada fuente energética a su consecución.
Según los defensores de un retorno a la energía nuclear, por ejemplo:
• El cambio climático es un asunto tan importante que se deben utilizar todas las opciones energéticas que reduzcan emisiones, sin exclusiones de ningún tipo.
• Las energías renovables y las políticas de reducción de demanda no serán suficientes para garantizar la satisfacción de las necesidades energéticas futuras.
• No podemos seguir aumentando nuestra dependencia energética sobre la base de satisfacer estas necesidades con gas natural proveniente de Rusia o los países árabes.
• Apostar por un futuro de renovables aumentaría los costes energéticos y empeoraría nuestra competitividad internacional.
• La energía nuclear no tiene estos problemas y complementa otras formas de generación eléctrica limpia, compensando, por ejemplo, su intermitencia.
Además, insinúan que desde el punto de vista del gobierno de turno, anunciar un retorno de las construcciones nucleares aportaría beneficios de imagen que en determinadas coyunturas pueden ser muy tentadores. En primer lugar, ya desde el momento de un hipotético anuncio hasta que fuera realidad la operación de nuevas centrales transcurrirían no menos de 10 años, se podría retrasar la reducción de emisiones sin que se pudiera acusar al gobierno de inactividad. En segundo lugar, un aumento importante de la capacidad de generación, como el que podrían ofrecer las nuevas centrales de tercera generación, podría parecer que da respuesta a la necesidad de electrificar el transporte y de reducir las emisiones, sin necesidad de poner en práctica políticas de reducción de la demanda que pueden ser políticamente impopulares. Y finalmente, el gobierno podría decir que ha iniciado una política que asegura el suministro energético futuro, que aleja uno de los peores interrogantes sobre la economía y la competitividad y que lo hace para ganar tiempo hasta que se desarrollen mejor otras alternativas, como las renovables y las medidas de reducción de demanda, que serían la solución óptima, a la espera de la fusión nuclear.
Al contrario, si se hace un análisis técnico y econó- mico, se ve que las nuevas construcciones nucleares no contribuirían a reducir las emisiones, especialmente en las próximas décadas que es cuando más necesaria es esta reducción, que tampoco reducirían la dependencia a corto / medio plazo del gas natural que al parecer es una de las principales preocupaciones públicas de los gobiernos, y que la escala y la profundidad de los cambios institucionales y financieros que un programa de nuevas construcciones requiere dificultaría la implementación de otras tecnologías energéticas limpias y de medidas de gestión de la demanda. Por lo tanto, un programa de construcciones nucleares sería, en última instancia, contraproducente para la necesaria transición hacia un sistema energético de bajas emisiones.
Evidentemente, el futuro es, por definición, incierto y por tanto se puede argumentar en un sentido u otro, siempre que se haga con transparencia y con datos y hechos contrastables, pero es precisamente esta incertidumbre futura la que permite a los gobiernos elegir la opción que crean más coherente con su visión política y económica. Este es pues un debate sobre política pública, un debate de economía política, en el que debe jugar un papel fundamental el análisis de los impactos potenciales de cada opción y en el que deben participar todos los actores y todas las sensibilidades.
LOS PRERREQUISITOS DE LA OPCIÓN NUCLEAR
En España, la energía nuclear cubre aproximadamente un 20% del consumo eléctrico o, lo que es lo mismo, alrededor del 4% del consumo total de energía final. Un programa nuclear que se limitara a sustituir los reactores actuales al final de su vida útil no contribuiría a la reducción de emisiones en los próximos 50 años y, por lo tanto, en caso de que se plantee seriamente esta opción como estrategia de reducción de emisiones, la energía nuclear debería jugar un papel mucho más importante que el que tiene actualmente: aparte de sustituir las centrales actuales se deberían construir otras nuevas.
Vistos los compromisos financieros e institucionales que supondría un nuevo programa nuclear, resulta imprescindible pues valorar el impacto que tendría un proyecto así en el resto del mercado liberalizado que hoy satisface el 80% del consumo eléctrico, en el 96% del mercado energético global cubierto por tecnologías no nucleares y en la consecución a largo plazo de un sistema energético más descentralizado, robusto y sostenible.
Ninguna central nuclear en el mundo se ha construido para servir un mercado eléctrico liberalizado y si se quiere que las nuevas centrales se financien privadamente, los riesgos específicos que conlleva la energía nuclear para los inversores deberían reducirse suficientemente. La reducción del riesgo debería cubrir toda la vida de la central, desde el momento de inicio de la construcción hasta su desguace, incluidos los 60 años de vida útil que dicen que tendrán los nuevos reactores, y debería cubrir también los costes de gestión de los residuos radiactivos durante miles de años. Los costes potenciales y reales de reducir estos riesgos los deberían asumir, en última instancia, los consumidores y los contribuyentes.
Los inversores, además, deberían tener razonablemente asegurados los precios de la electricidad a largo plazo, para que estas inversiones obtuvieran una tasa de retorno adecuada y deberían tener asegurado que las nuevas centrales podrían operar de forma continuada en generación de base siempre que estuvieran disponibles. Es decir, se les debería asegurar prioridad en el despacho, fueran cuales fueran sus costes. Además, y dado que los costes de inversión en nuevas centrales, así como los de operación y combustible, son inciertos para los reactores de nuevos diseños, estas garantías se deberían dar antes de conocer el riesgo real que suponen.
La construcción de nuevas centrales nucleares supondría comprometer el futuro del sistema eléctrico en un modelo centralizado, al menos para los 60 años de vida de estas centrales, lo que dificultaría la obtención de los beneficios que suponen los sistemas de generación descentralizada. La cuantía, la inflexibilidad y la inercia de las grandes inversiones que supondría un programa de construcciones nucleares harían que el proyecto fuera muy difícil de parar, incluso si el crecimiento de la demanda o las razones que parecían justificarlo acaban por desvanecerse.
Las centrales nucleares son generadores inflexibles, incapaces de seguir la curva de demanda, y necesitan operar a un nivel de producción casi constante. Garantizar a los generadores nucleares una parte importante de la generación de base, para asegurar la rentabilidad de las inversiones nucleares, significaría no sólo que se reduciría sustancialmente la porción de mercado eléctrico competitivo, sino que las otras tecnologías dejarían de ser atractivas para los inversores al ver reducido su mercado.
Además, el coste de retrasar las reducciones de emisiones hasta disponer de las nuevas nucleares sería muy superior al de una estrategia de reducción lineal en el tiempo, a base de incrementos continuados de generación renovable.
La construcción de nuevas centrales nucleares supondría comprometer el futuro del sistema eléctrico en un modelo centralizado
Por estas razones, si un gobierno quiere que se construyan nuevas centrales nucleares deberá institucionalizar una serie de mecanismos que reduzcan los riesgos económicos hasta atraer suficiente inversión privada. Sin embargo, lo más probable es que consiga poner en marcha unas primeras construcciones subvencionadas pero no necesariamente el éxito de un programa completo.(1)
LA ENERGÍA NUCLEAR NO ES COMPLEMENTARIA DE LAS RENOVABLES
Quienes defienden la opción nuclear dan por buena la premisa implícita de que todas las tecnologías de bajas emisiones son complementarias y que es posible reconstruir un importante sector nuclear —integrado en un sistema de generación centralizada—, funcionando en armonía con un incremento notable de las energías renovables y otras tecnologías bajas en emisiones. Esta premisa, nunca argumentada, es incorrecta.
Como hemos dicho, si se quiere que haya algún tipo de «renacimiento» nuclear, el Estado deberá poner en marcha determinados mecanismos de apoyo a estas inversiones que tendrán un efecto negativo para las tecnologías realmente no emisoras: la otra cara de las inversiones nucleares es el socavamiento de las inversiones alternativas, por diversas razones. En primer lugar, porque habría que hacer un gran esfuerzo político para tomar una decisión así y para asegurar que sigue adelante, a pesar de la previsible oposición, polarizando el debate energético en torno a la nuclear. En segundo lugar, porque los recursos, ya sean públicos o privados, son limitados y los que se dediquen a las inversiones nucleares no estarán disponibles para otros usos. Lo peor, sin embargo, no es esto sino el pacto de Fausto que se trasladaría al público: no hay que hacerse responsable de las decisiones energéticas de cada uno, no hay que pensar en ahorrar, no es necesario sustituir el transporte privado por el público, no es necesario reciclar. Basta con aceptar más nucleares y las consecuencias que ello conlleva para la seguridad, los residuos y la proliferación militar.
Dado que todavía nadie se atreve a plantear aquí la reanudación de las construcciones nucleares, es imposible valorar los efectos que los factores mencionados tendrían, pero estos efectos son tan serios que deben ser explícitamente considerados por los responsables de diseñar nuestra política energética. Y se han de analizar desde tres puntos de vista: el tecnológico/económico, el de configuración del sistema energético y el del desarrollo sostenible:
• Desde el punto de vista técnico y económico, no todas las opciones son iguales y hay que valorarlas según la relación coste/beneficio de las inversiones correspondientes. Cada opción tiene sus costes financieros, institucionales, políticos y de infraestructuras, y en un mundo de recursos limitados la escala del compromiso económico irreversible que supone la opción nuclear afectaría negativamente el desarrollo de las otras opciones de reducción de emisiones.
• A nivel de configuración del sistema eléctrico, la opción nuclear significa una apuesta por la continuidad y por el refuerzo de un sistema de generación muy centralizada que dificulta el nacimiento y desarrollo de sistemas energéticos renovables y distribuidos.
• Y finalmente, desde el ámbito de la sostenibilidad y el cambio cultural, la opción nuclear va en dirección contraria a la necesaria sensibilización social en torno a la problemática energética, a la necesidad de acostumbrarnos a comportamientos que favorezcan el ahorro y la eficiencia.
Todas estas cuestiones se pueden ilustrar con lo que ha pasado en Finlandia, donde en 2002 el gobierno aprobó la construcción de un reactor nuclear de nueva generación para compensar el aumento de emisiones de CO2 y cumplir de esta forma con los compromisos de Kyoto. La construcción se inició en el año 2005 y la central de Olkiluoto 3 debía entrar en producción el año 2009. Hoy lleva ya tres años de retraso y un sobrecoste de casi el 100%, y está por ver cómo acabará el proyecto ya que la empresa responsable ha llevado a los tribunales a la constructora Areva y ha pedido indemnizaciones multimillonarias.
Los planes para cumplir Kyoto se basaban en sustituir centrales de carbón por electricidad nuclear y la decisión del gobierno supuso dejar de lado el desarrollo de más capacidad renovable y de medidas de ahorro y eficiencia, poniendo en manos de la opción nuclear. Tal como reconoce Oras Tynkynnen, asesor del gobierno finlandés, «nos concentramos tanto en la nuclear que perdimos de vista todas las otras opciones… y la nuclear nos ha fallado. Ha resultado ser una apuesta que nos ha costado muy cara, tanto para Finlandia como para el planeta».
RECOMENDACIONES PARA UNA POLÍTICA ENERGÉTICA
En primer lugar, no hay que tomar decisiones precipitadas sobre la opción nuclear, al menos hasta no haber desarrollado seriamente otras tecnologías energéticas de bajas emisiones, porque si éstas tienen éxito tendremos resuelto el problema sin las contrapartidas negativas de la nuclear, y si no lo conseguimos al cien por cien, seguro que sacaremos beneficios e innovaciones que nos ayudarán a construir un sistema energético más sostenible.
Se han de potenciar seriamente las diferentes energías renovables sin hacer caso de quienes dicen que el sistema actual no las puede absorber porque está concebido para un modelo de generación centralizada. Es el sistema de distribución el que debe adaptarse a las nuevas formas de generación, no al contrario. Sólo la práctica nos dirá hasta dónde podemos llegar. Los proyectos de renovables y de reducción de la demanda suelen ser a pequeña y mediana escala y se pueden construir y evaluar rápidamente, lo que facilita el aprendizaje. Aunque algunas inversiones pueden no dar el resultado esperado, son fácilmente reversibles y los costes son muy inferiores a los de una central nuclear con problemas.
Cualquier intento serio de desarrollar un sistema energético de bajas emisiones debe incluir una parte de reducción de la demanda y de mejora de las eficiencias en el consumo, para reducir la complejidad del problema. Será imprescindible promover cambios de hábitos, sobre todo en el transporte, que tendrán efectos positivos, tanto desde el punto de vista energético como desde una perspectiva más global.
Los gobiernos deben entender que la transición hacia un sistema energético sostenible es un proyecto largo y complejo, que necesita políticas predecibles y persistentes, que las instituciones políticas y regulatorias deben trabajar conjuntamente y que tienen que hacer un esfuerzo real para eliminar barreras, muchas veces erigidas por las empresas que tienen intereses en el sistema actual. Deben reconocer también que deben elegir entre un sistema centralizado y uno descentralizado. No se puede tener todo. Sería mejor no tener que elegir, pero los gobiernos deberán posicionarse, sobre todo por la naturaleza excluyente y no complementaria de la energía nuclear.
Por encima de todo esto, pero, lo que hace falta es un cambio en el paradigma político economicista de las últimas décadas hacia un nuevo paradigma en el que se diluya la dominancia económica para que las cuestiones medioambientales, al menos en relación al cambio climático, tengan prioridad. Los paradigmas, sin embargo, no cambian por sí mismos, sólo lo hacen en respuesta a presiones. Y la presión que debemos ejercer es la de exigir que a la hora de tomar decisiones se incorporen en todos los debates consideraciones de sostenibilidad. Tenemos que conseguir entrelazar cuestiones de innovación, de regulación y planificación económica, de consumo y de tecnología, de hábitos y cultura, que resulten en decisiones políticas que se pongan en práctica con actuaciones legislativas claras y transparentes. Porque, al fin y al cabo, la cuestión energética es también una cuestión de economía política.
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* Doctor ingeniero por el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), miembro del Consell Assessor pel Desenvolupament Sostenible de la Generalitat de Catalunya y vicepresidente de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones.
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1 Esto se verá, por ejemplo, en el Reino Unido, donde el gobierno laborista ha hecho una fuerte apuesta por poner en marcha un programa nuclear para construir 10 o 12 nuevas centrales nucleares de la mano de EDF y de otras grandes empresas eléctricas europeas que ahora están exigiendo todo tipo de garantías para invertir. De hecho, en los años 1980, el gobierno liberal de Thatcher ya hizo un intento similar de construir 10 reactores, de los cuales sólo se construyó uno: Sizewell.
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