El diagnóstico es claro: asistimos a una verdadera crisis de la diversidad de los seres vivos. El ritmo de extinción de especies sitúa nuestra época como un episodio de extinciones masivas, el sexto conocido en la historia de la vida de nuestro planeta. En comparación con el fin de las últimas glaciaciones, cuando se produjeron las grandes migraciones humanas hace más de 13200 años, con  la aparición de la sociedad industrial se opera una aceleración vertiginosa de extinciones de especies y de degradación de los hábitats naturales. Esta importante transformación de la biosfera se debe exclusivamente a las actividades de una sola especie, la nuestra. Con la crisis de la biodiversidad lo que se cuestiona es la modernidad en su conjunto, tanto por la relación que ha establecido entre humanos y no humanos –asumiendo la instrumentalización radical de los segundos al servicio de los primeros- como por las relaciones entre los mismos humanos, prescribiendo un crecimiento y un consumismo sin límite, en detrimento de la justicia y de la equidad entre personas y pueblos. Lejos de asumir esta tesis, la tendencia actual es la de integrar la crisis de la biodiversidad en el seno de las lógicas neo-liberales dominantes, haciendo de la diversidad un bien mercantil como los otros. Describiremos aquí la secuencia de paradigmas que conduce a esta integración de los objetivos de conservación en el seno de la esfera mercantil. Demostraremos que esta mercantilización ni es posible ni es deseable.

Una sucesión de paradigmas

La protección de la naturaleza

Desde finales del siglo XIX, asistimos a una toma de conciencia del efecto nocivo de ciertas actividades humanas sobre el medio natural. Es en esta época cuando cristaliza una comunidad ambientalista a escala internacional, cuyo testigo podemos recoger en el primer congreso internacional para la protección de la naturaleza en 1923 y en la creación en 1948 de la unión internacional para la Protección de la naturaleza. La comunidad está formada principalmente por naturalistas, científicos, artistas, pertenecientes a una cierta élite cultural y científica de los países occidentales. Se habla entonces de la protección de la naturaleza, poniendo el acento en la preservación de la naturaleza salvaje, sin despreciar de todas formas una naturaleza patrimonial más entropezada o, también, la conservación de los recursos naturales.

La conservación de la biodiversidad

Una primera transformación de este diseño «tradicional» de protección de la naturaleza se lleva a cabo a mediados de los años 80, cuando se organiza un verdadero campo científico en torno al problema de la erosión de la biodiversidad: es el nacimiento de la biología de la conservación, que se constituye como una auténtica disciplina científica. A raíz de la publicación por Edward O. Wilson de «Biodiversidad» de las Actas del Foro Nacional sobre la Diversidad Biológica (Wilson, 1988), celebrado en Washington en 1986, el neologismo «biodiversidad» empieza a reemplazar gradualmente a todas las referencias a la naturaleza en las esferas científicas, políticas y de activistas. Empezamos entonces a hablar de conservación de la biodiversidad y surge un interés  ​​respecto a la diversidad de la vida en sus diferentes niveles de organización (genes, especies, ecosistemas). Esta  primera transformación  se caracteriza por una fuerte cientificación de los temas alrededor de la protección de la naturaleza.

La gestión de los servicios de los ecosistemas

Una segunda mutación se produce a principios de siglo XXI, cuando se generaliza la referencia al concepto de servicios ecosistémicos. La Evaluación de los Ecosistemas del Milenio (Millenium Ecosystem Assessment, 2005), estudio internacional a gran escala que tiene como objetivo hacer un balance del estado de los ecosistemas de todo el mundo, consagra esta noción situándola en el corazón de su red de análisis. Los servicios de los ecosistemas se definen allí como servicios al servicio de los seres humanos. Y se dividen en cuatro tipos: servicios de suministro, que representan a todos los bienes directamente tomados del entorno natural (caza, pesca, silvicultura, etc.) los servicios de regulación, que corresponden a las funciones ecológicas de las que se derivan algunos beneficios indirectos (control de la contaminación, las enfermedades, ciclo del agua, la estabilización del clima, etc.) los servicios culturales, que se refieren a diferentes valores de no-uso que se pueden atribuir a los ambientes naturales (valores recreativos, estéticos, educativos, espirituales o morales) (Maris, 2010) y, finalmente, las funciones de apoyo que no son propiamente servicios, sino una condición necesaria para la producción de todas las demás funciones (producción primaria, formación de suelo, etc.) . Desde esta perspectiva, la naturaleza ya solamente es vista en términos de los beneficios que aporta a los seres humanos. Esta segunda transformación implica una verdadera instrumentalización de la naturaleza, en la medida en que ratifica la opinión de que el valor de las entidades naturales ya solo existe en función de su utilidad, directa o indirecta, para los seres humanos.

La valoración económica de los servicios ambientales

En la actualidad asistimos a la emergencia de una cuarta época,  que no sigue, necesariamente, una secuencia de temporalidad con la que le precede. Después de que la cuestión de la naturaleza se haya convertido en un tema de expertos y su valor se haya  reducido solamente a los beneficios que  proporciona a los seres humanos, hoy en día aparece como moda la evaluación económica de este valor y el desarrollo de herramientas de conservación basadas en dicha evaluación.

En Francia, la Junta de Análisis Estratégico realizado por Bernard Chevassusau-louis emprendió, en 2009, un examen  de los métodos de evaluación económica de la biodiversidad y de los servicios del ecosistema, así como de la producción de valores monetarios de referencia válidos al menos para los ecosistemas forestales metropolitanos (Chevassus-au-louis, 2009). A escala internacional, la comisión Europea encargó al banquero indio Pavan Sukhdev que llevara a cabo un importante estudio sobre la economía de los ecosistemas y la biodiversidad (Kumar, 2010).

Si la evaluación económica de los servicios ecosistémicos provocó tal entusiasmo es en gran medida por haber apoyado  y facilitado la aplicación de nuevas herramientas de conservación, que ya no se basan sólo en los mecanismos de regulación, sino en los mecanismos del mercado, de la oferta y la demanda, del cálculo de costo-beneficio. Según lo declarado por los defensores  del « greenwashing», ¡la biodiversidad no debe ser un obstáculo, sino una oportunidad! «.

Los pagos por servicios ecosistémicos  representan una primera familia de mecanismos basados ​​en la conservación de los incentivos económicos. Se trata de remunerar las buenas prácticas de los actores públicos y privados para fomentar comportamientos que apoyen la conservación de la biodiversidad. Este es, por ejemplo, el caso de los diferentes mecanismos REDD para la protección de los bosques en su función de almacenamiento de carbono, con el apoyo de la ONU y en la actualidad en una fase experimental, y que ofrecen compensar a algunos actores por la falta de beneficios desde el momento en que se abstienen de destruir selvas tropicales. Es entonces cuando aparece  el «costo de oportunidad» que en teoría debería servir de base para la fijación de subvenciones.

Los bancos de compensación merecen otro enfoque, ya que tienden a internalizar las externalidades negativas de las actividades que generan destrucción de la biodiversidad. La Ley del Medio Ambiente de 1976, reforzada por los acuerdos de Grenelle obligó a los desarrolladores del proyecto a evitar o reducir los impactos en el medio ambiente natural. Cuando el daño residual permanece, éstos están obligados a compensar estos impactos. Las fases de prevención y reducción a menudo fracasan, y la compensación fue hasta hace poco mal gestionada y mal controlada. De ahí la idea de abrir un equilibrio de mercado, en el que los operadores ofrezcan la venta de «activos de la naturaleza» para permitir a los destructores cumplir fácilmente con sus obligaciones. Esto es por ejemplo lo que se ofrece en Francia la cdc-Biodiversidad, que, después de adquirir un huerto en la llanura Crau y de haber comenzado un proyecto de restauración ecológica sobre el terreno (Béchet, 2011), ofrece la venta de activos naturales a través de medidas compensatorias. Esta es la «recuperación de costos» que debe servir de base para el establecimiento de un precio.

Tenemos en la contabilidad verde otra forma de utilizar las evaluaciones económicas en un proceso de conservación de la biodiversidad. Se trata de integrar los costos y los beneficios en indicadores económicos, en términos de capital natural y de  funcionamiento del ecosistema. A nivel de empresa, puede tomar la forma de un equilibrio ecológico que debe añadirse o restarse -esto es lo que pasa con más frecuencia- en el balance tradicional. A nivel de los estados, se han hecho propuestas para calcular un PIB verde, que permita corregir el Producto Interno Bruto, tomando en cuenta el impacto de las actividades económicas sobre el medio ambiente. Este enfoque es similar al cálculo del «coste / beneficio», en el que no se dejase de considerar los costos de la degradación del ecosistema.

El hecho de justificar la protección de la naturaleza exclusivamente sobre la base de argumentos económicos o de fundamentar su protección sobre herramientas directamente relacionadas con lógicas de mercado, representa una tercera transformación, a la que podemos llamar mercantilización de la naturaleza.

La mercantilización de la naturaleza

La defensa de estas evaluaciones y de estos mecanismos se basa a menudo en un argumento digamos pragmático que se formula  de la siguiente manera: «Hace más de treinta años que suena la alarma, el declive de la biodiversidad sigue acelerándose, es la economía la que lidera el mundo y  por lo tanto, con una mejor consideración de la naturaleza por parte de los actores económicos  avanzaremos mejor para invertir la tendencia». Sin embargo, no sólo queda por ver la eficacia de dicho argumento sino que podría ser incluso contraproducente de cara a la consecución de los objetivos fijados.

La noción de mercancía es tomada de Marx (Marx, 1993), que describe la forma con que el sistema capitalista transforma los bienes y servicios en mercancías, o sea, en objetos de valor cuantificable e intercambiable, generalmente por la vía de los mecanismos del mercado. El valor intrínseco o el valor de uso de cualquier bien o persona, se ve entonces eclipsado en beneficio de su valor de cambio, en otras palabras, su precio. La transformación de un bien o de un servicio en mercancía implica tres pre-requisitos:

El objeto de cambio debe ser reducible, es decir, debe ser posible de definir. En nuestro caso, debemos poder individualizarlo, compartimentar ciertos elementos o funciones de los ecosistemas.

El objeto de cambio debe ser apropiable, es decir uno debe ser capaz de determinar quién es el propietario legítimo de los bienes o servicios proporcionados por los ecosistemas, ya sea su dueño individual o colectivo.

Por último, el objeto de cambio debe ser sustituible. La mercantilización se fundamenta precisamente sobre la base de la asignación de un valor de cambio a los bienes y servicios proporcionados por los ecosistemas, y postula la posibilidad de que los bienes o servicios sustitutos de valor equivalente.

Si tomamos los tres requisitos de la mercantilización, vemos que cada uno plantea cuestiones importantes que, si se desprecian, tienen el riesgo de hacer más fuerte la presión sobre la biodiversidad.

Plantaciones de eucaliptos en Brasil (Movimiento Mundial por los bosques tropicales)

Plantaciones de eucaliptos en Brasil (Movimiento Mundial por los bosques tropicales)

El problema de reducir

Si la ecología nos ofrece alguna certidumbre, es sin duda la de la complejidad de los ecosistemas. Es imposible objetivizar, compartimentar las funciones de los ecosistemas o sus componentes, porque están en constante interacción. Si solo se razona en términos de absorción de carbono y se plantan bosques de eucaliptos muy productivos en biomasa, corremos el riesgo de erosionar el suelo y perturbar el ciclo del agua, con una captación demasiado masiva de agua disponible. Este ejemplo puede parecer trivial, y, sin embargo, puede también ser generalizado fácilmente. La trayectoria de los ecosistemas depende de una maraña muy compleja de interacciones en las que es muy difícil determinar el impacto de la reducción o la maximización de una función sobre otras funciones.

El problema de la apropiación

Para establecer un sistema de intercambio, primero se debe determinar quién es el legítimo propietario del bien a intercambiar. Como nos centramos exclusivamente en los servicios que prestan los ecosistemas a los seres humanos, se postula que el ser humano puede legítimamente tomar posesión de todos los recursos y funciones de los ecosistemas. Esta perspectiva está en perfecta sintonía con el antropocentrismo dominante en Occidente, la idea de que el ser humano es la única criatura con un valor en sí mismo y el resto de lo viviente y no viviente tendría un valor instrumental en la medida de su utilidad para los seres humanos. Esta postura que pone al hombre en el centro de todo no es ciertamente ajena a la crisis que estamos presenciando hoy. La aproximación por los servicios y, aún más, la mercantilización de estos servicios, impide cualquier reflexión profunda sobre el lugar de los humanos en el mundo natural.

Incluso si nos negamos a cuestionar el postulado antropocéntrico, la pregunta sigue siendo, ¿quiénes de entre los seres humanos, serán los propietarios legítimos de un servicio ambiental? Muchos servicios no son ni más ni menos que funciones ecológicas que no requieren inversión de capital o mano de obra. No podemos aplicar el enfoque sugerido por John Locke que consiste en considerar que cuando realizamos nuestro trabajo en la tierra ésta se convierte en propiedad nuestra: “El hombre incorpora su trabajo a todo aquello que hace cambiar el estado en el cual la naturaleza lo ha dejado, y allí añade algo que le es propio. Por lo tanto, hace de ello su propiedad. Esta cosa, que ha sido extraída por él del estado común donde la naturaleza le había puesto, ahora su trabajo le añade algo que excluye el derecho común de los demás hombres» (Locke, 1999). De hecho, los que se benefician de los intercambios más sistemáticos son o bien personas titulares de derechos de propiedad bien definidos (es decir los más privilegiados) o bien entidades colectivas lo suficientemente potentes como para reivindicar un derecho de propiedad (por lo general las empresas privadas, o incluso los estados). Las comunidades locales, en particular aquellas para las que la noción de propiedad privada es ajena, rara vez se benefician de estos mecanismos.

El problema de la sustitución

En los enfoques de compensación, se manifiesta particularmente la idea de que es posible destruir aquí a condición de recrear allá. Esto es a la vez ilusorio desde un punto de vista ecológico y peligroso desde un punto de vista filosófico. Ecológicamente, en primer lugar, porque los ecosistemas que conocemos son generalmente el resultado de una larga historia, hecha de procesos ecológicos complejos, múltiples interacciones entre los sistemas naturales y las sociedades humanas y contingencias históricas a menudo no reproducibles. Lleva varios siglos obtener un viejo bosque. La reserva natural de los «coussouls de crau» es el legado de un pastoreo milenario.

Las turberas nos dan información acerca de la edad de hierro, hace casi 3000 años. En cualquier caso, la temporalidad de los mecanismos de compensación por  restauración ecológica de los hábitats naturales, que contemplan como mucho un seguimiento de una o dos décadas, no se puede comparar con la de períodos de tiempo largos característicos de los ambientes naturales. A nivel filosófico supone mantenerse en la soberbia humana, en la arrogancia de una modernidad que nos hace creer que no dependemos de los recursos naturales y que podemos crear un mundo a nuestra imagen o a nuestro servicio La larga y funesta lista de desastres ambientales, fatales,  del siglo pasado, sin embargo, debería llevarnos a fomentar una mayor humildad: Bhopal, Chernobyl, Deepwater Horizon, Fukushima son una prueba de la impotencia humana en sus propias obras. Una ingenua tecnofília que quiere que toda función ecológica o capital natural pueda ser sustituida por artefactos humanos agrega aún una nueva arrogancia, la de la ingeniería ecológica, que mantiene la ilusión de que los ecosistemas son un material maleable que podemos optimizar o recrear en nuestro propio camino.

Conclusión

Existe un verdadero peligro simbólico de dejar en todas partes insinuar la idea de que todos los valores son medibles e intercambiables. Al igual que en la cuantificación del valor económico que se deriva de las relaciones con nuestros amigos corremos el riesgo de disolver la noción de la amistad, la reducción de la naturaleza a mero proveedor de bienes y servicios susceptibles de ser objeto de cambio de mercaderes que negocian sólo puede acelerar su degradación.

A lo largo de todos los tiempos, la política se ha hecho  responsable de los bienes comunes y los valores no instrumentales. No esperamos que la educación, la salud y el bienestar de los ciudadanos sean económicamente rentables. Por lo menos no es la base de la racionalidad que llevó al desarrollo de los estados del bienestar que conocemos en Europa. La protección de la naturaleza ha sido considerada desde hace mucho tiempo como un bien común de un orden  fundado en las leyes, los reglamentos, las políticas de sensibilización relativamente indiferentes a los mercados o la eficiencia económica.

Cada paso que da la política en la dirección de ceder a esta lógica de mercado es una admisión de derrota de la política en general. La crisis de la biodiversidad nos debe llevar a reevaluar profundamente nuestros valores y  representaciones y, en consecuencia, cuestionarnos  los fundamentos de la modernidad, así como la hegemonía occidental. Declarar la supremacía de la lógica economista en los asuntos humanos equivale a una profecía de autorrealización. Es el discurso repetido de que es el dinero el que mueve el mundo, que las otras lógicas están desacreditadas, y así, se censuran las voces discordantes, se descartan las alternativas y terminamos en realidad pensando en términos económicos.

Descartes quería que fuéramos amos y poseedores de la naturaleza. Darwin nos enseñó que no poseemos nada, pero que somos compañeros de viaje una miríada de otras especies en la odisea de la evolución. La ecología contemporánea nos enseña que no podemos controlar sistemas tan complejos y que la lección más importante que podemos extraer es la de la humildad.

Referencias

Wilson, E . O. (ed.) (1988). Biodiversity. National Academy Press, Washington D.C.

Millenium Ecosystem Assessment (2005). Ecosystem and human well-Being – current State and trends. Island Press, Washington D.C.

Maris, V. (2010) Philosophie de la biodiversité – petite éthique pour une nature en péril. Buchet-chastel, Paris.

Chevassus-au-louis, B. et al. (2009) L’économie de la biodiversité et des services liés aux écosystèmes : contribution à la decisión publique. Rapport du centre d’analyse Stratégique, Paris.

Kumar, P. (ed.) (2010). The Economics of Ecosystems and Biodiversity: Ecological and Economic Foundations. Earthscan, Oxford.

Béchet, A. (2011) La nature, dernière conquête de la finance. EcoRev’, 36.

Marx, K. (1993). Le capital – livre 1 (1867). Presses universitaires de France, Paris.

Locke, J. (1999) Traité du gouvernement civil (1690). Flammarion, Paris.

 

Virginie Maris, Département Dynamique et Gouvernance des systèmes écologiques, Centre d’Ecologie Fonctionnelle & Evolutive (virginie.maris@cefe.cnrs.fr).

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