Korinna Horta*

 

África es el único continente en el que el número de personas desesperadamente pobres continúa en aumento y los indicadores sociales no dejan de empeorar. Cada año se extraen de África decenas de millones de dólares en petróleo, minerales y otros recursos naturales. En un cruel fenómeno conocido como «la maldición de los recursos», los países más ricos en recursos naturales son aquellos en que con mayor frecuencia la corrupción, las violaciones de los derechos humanos y la destrucción del medio ambiente conducen a un empobrecimiento aún mayor y, en ciertos casos, a conflictos armados. Los ingresos obtenidos por las exportaciones generadas por las industrias extractivas, en lugar de contribuir a un incremento del bienestar, afianzan cada vez más a las elites rapaces que saquean los activos de sus propios países. Paralelamente, las posibilidades de un desarrollo democrático son cada vez más remotas.

Zarandeado con frecuencia por las protestas de la sociedad civil, el G8, grupo de las naciones más industrializadas y las instituciones que ellas dominan, como el Banco Mundial, han comenzado a incluir en sus programas cláusulas sobre buen gobierno, transparencia y un mayor énfasis en la reducción de la pobreza. Lamentablemente, sus exigencias no han sido acompañadas por las necesarias reformas en sus propias instituciones de ayuda y, por lo tanto, no se ha incrementado la calidad de esas ayudas. Por ejemplo, su retórica anticorrupción puede resultar bastante hueca si sólo se limitan a organizar conferencias para los gobernantes africanos y, en cambio, son incapaces de lograr que sus empresas multinacionales y organismos oficiales de exportación y crédito se hagan responsables de los sobornos ofrecidos por sus funcionarios.

Sin embargo, la mayor atención dispensada a los casos de malversación y de mala administración es visto como un avance largamente esperado por la sociedad civil, puesto que le brinda un marco de referencia para exigir responsabilidades a los gobiernos del Norte y del Sur. La posibilidad de que ese nuevo espacio político conduzca al reconocimiento de los derechos y necesidades de los ciudadanos africanos es algo que aún está por verse. En tal sentido, uno de los factores determinantes es el voraz apetito por los recursos naturales africanos de un país que no pertenece al G8, China. El presidente chino Hu Jintao y otros altos funcionarios realizan frecuente visitas al continente para asegurarse el petróleo y las materias primas que la creciente economía china necesita y, al mismo tiempo, abrir nuevos mercados para los productos chinos, además de intentar obtener el reconocimiento diplomático al principio de «una sola China», según el cual Taiwán es parte de China.

Desde Zimbabwe a Sudán, China está estrechando vínculos con algunos de los regímenes más opresivos de África. Un ejemplo notorio es Zimbabwe, donde el intento del presidente Mugabe de sofocar a las fuerzas de la oposición dejó sin hogar a millones de personas. A cambio de platino y oro, China no sólo abasteció al régimen de Mugabe con aviones de combate y carros de asalto, sino que además la nueva casa del presidente fue construida por trabajadores chinos.

Los líderes políticos africanos han tachado de hipócritas a los países occidentales por manifestar preocupación ante el rápido incremento de las relaciones entre África y China. Tales críticas son comprensibles, puesto que la mayoría de paí- ses occidentales están abiertos al comercio y las inversiones con China y, además, son muy pocas las evidencias de que sus propias inversiones en África hayan tenido un impacto positivo y duradero en el desarrollo del continente. Muchos gobernantes africanos prefieren tratar con China pues cuestiones incómodas como el respeto de los derechos humanos, el medio ambiente y el uso transparente de los fondos no son tenidas en cuenta en los acuerdos comerciales. Todo esto vaticina que los derechos y necesidades de los pueblos africanos continuarán siendo pisoteados, incrementándose aún más la miseria y el sufrimiento humanos.

Actualmente, África satisface un tercio de las necesidades de petróleo y gas de la economía china, hambrienta de combustibles. Y abundan los matrimonios de conveniencia política. Por ejemplo, las exportaciones de petróleo sudanés a China aseguran que ésta utilizará su pertenencia al Consejo de Seguridad de NN UU para oponerse a determinadas resoluciones sobre el conflicto de Darfur. Angola, uno de los nuevos proveedores energéticos de China, ha sido acusada por el Fondo Monetario Internacional y otras instituciones de realizar negocios opacos con su petróleo. Miles de millones de dólares generados por la venta de petróleo desaparecen sin explicación, mientras el hambre y las enfermedades diezman a amplios sectores de la población angoleña. A cambio de petróleo, China ha concedido al gobierno de Angola varios miles de millones de dólares en créditos, algunos de ellos para la rehabilitación de la red ferroviaria y otras infraestructuras destruidas durante los años de guerra civil. Ante la amarga consternación de los miles de angoleños desesperados por conseguir trabajo, las tareas de reconstrucción serán realizadas por mano de obra procedente de China.

La victoria más reciente de la ofensiva seductora china en África fue en agosto de 2006, cuando el gobierno de Chad canceló una visita oficial de funcionarios de Taiwán y, simultáneamente, firmó un acuerdo de cooperación con la República Popular China. Chad es uno de los novísimos exportadores de petróleo de África y su gobierno estaba resentido por el hecho de que el Banco Mundial, que había financiado la construcción de la infraestructura petrolera del país, le había impuesto la condición (debido a las presiones de la opinión pública internacional) de que buena parte de los beneficios generados por las exportaciones de petróleo fuesen destinados a programas para erradicar la pobreza. El dictatorial presidente Déby, sumido como está en luchas internas por el poder, hubiese preferido utilizar esos fondos para la adquisición de armamento. A principios de este año, Déby declaró que no seguía sintiéndose obligado por el acuerdo con el Banco Mundial. Como resultado de eso, el Banco Mundial suspendió temporalmente los créditos a Chad y congeló las cuentas de los bancos off-shore donde se depositaba el dinero obtenido por el petróleo. Las nuevas relaciones de Chad con China probablemente servirán como excusa a las instituciones como el Banco Mundial para no presionar con demasiado ímpetu a favor de las reformas que el pueblo chadiano tanto necesita. El argumento que se esgrime es que si el Banco Mundial se retira, su sitio lo ocuparía China y eso sería peor. En efecto, da la impresión de que Chad tiene ahora una alternativa de la que no dispone su vecino, Sudán.

Los capitales y la mano de obra chinos están involucrados también en gigantescos proyectos hidroeléctricos. Un ejemplo es la presa de Merowe, sobre el Nilo sudanés, que está en camino de emular los errores de anteriores megaproyectos hidroeléctricos. Decenas de miles de personas están siendo desplazadas sin que se les aseguren los medios indispensables para su supervivencia, al mismo tiempo que se desconocen los efectos de la presa sobre los ecosistemas fluviales situados río abajo y las poblaciones que de ellos dependen. En Mozambique, China pretende construir la presa Mphanda Nkuwa sobre el río Zambezi, cuyas consecuencias físicas y sociales sin duda abrumarán a unos gobiernos regionales y nacional que no están en condiciones de afrontar los impactos sobre el medio ambiente y la población. Como es costumbre en este tipo de proyectos, la electrificación rural u otros beneficios comunitarios no forman parte del paquete. Los defensores de las grandes presas sostienen que hay una especie de trueque entre desarrollo y los derechos de las poblaciones locales. No obstante, en la mayoría de los casos las necesidades de ambos podrían ser cubiertas por instalaciones hidroeléctricas pequeñas y otros proyectos diseñados con la participación de las comunidades afectadas.

Es bien sabido que las industrias extractivas, como las del petróleo, el gas y la minería, al igual que la construcción de grandes presas, dejan terribles secuelas de destrucción ambiental, trastornos sociales y sufrimiento humano. Dos iniciativas internacionales a gran escala, apoyadas por gobiernos del Norte y del Sur y por sindicatos y sectores de la sociedad civil, han estudiado el tema minuciosamente. Una fue la Comisión Mundial sobre Presas (WCD, en inglés), que publicó su informe en 2000; la otra fue el Informe sobre Industrias Extractivas (EIR), financiado por el Banco Mundial y divulgado en 2003.

Tanto el informe de la WCD como el EIR proponen compatibilizar las grandes inversiones en presas y en la extracción de petróleo, gas y minerales con la reducción de la pobreza y el desarrollo sostenible. Ambos hacen un llamamiento a favor de estructuras transparentes y participativas en cuanto a la toma de decisiones, para asegurar que la ciudadanía, y en especial las comunidades directamente afectadas, puedan influir sobre resoluciones que alterarán profundamente sus vidas. En estos últimos años, se han creado amplias redes de la sociedad civil del Norte y del Sur para ejercer presión sobre el Banco Mundial, otras organizaciones de ayuda internacional y ciertos gobiernos del Sur, con la intención de que acaten este tipo de recomendaciones. Ahora, el desafío se ha intensificado enormemente debido a la creciente participación de China en esta nueva contienda por los recursos naturales de África

* Environmental Defense, economista.

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