Raquel Núñez*
Uruguay, un país del Cono Sur de América Latina, con una población que no llega a los 3,5 millones de habitantes distribuidos en un territorio de 176.215 Km2 , con una deuda externa de 11,418 millones de dólares y en eterna crisis económica, ha pasado a formar parte de la estrategia geopolítica de los centros de poder vinculados al sector forestal-celulósicopapelero en expansión, que ya tienen fuerte presencia en Chile y Brasil, también en Argentina y comienzan a incursionar en Ecuador, Colombia y Perú, para hacer de América Latina uno de los principales productores de celulosa del mundo.
En Uruguay el proceso empezó hace años, cuando en 1987 se aprobó una ley (Nº 15.939) que, con sucesivas reglamentaciones, estableció una serie de beneficios (reintegro de costos, exoneración impositiva, préstamos blandos, libre importación de insumos y maquinaria, inversión del Estado en infraestructura, etc.). Se estima que en el año 2000 esa subvención ascendía a 420 millones de dólares, que salieron del bolsillo de l@s uruguay@s.
Fueron empresas y organismos extranjeros —como la Agencia de Cooperación Internacional de Japón (JICA) cuyo estudio de la viabilidad económica y financiera de la instalación de una fábrica de pulpa kraft constituyó la base del Plan Nacional de Forestación promulgado en julio de 1988— quienes definieron el desembarco de inversiones extranjeras que se constituirán en economías de enclave de producción de celulosa. Por su parte, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo aportaron los créditos necesarios para crear las condiciones que garantizaran a las empresas privadas la rentabilidad del emprendimiento.
Con la rentabilidad asegurada por un marco jurídico e institucional de promoción, las empresas extranjeras comenzaron a llegar a Uruguay a comprar vastas extensiones de tierra para forestar. Entre otras destacan Weyerhauser (Estados Unidos), EUFORES S.A. (propiedad del grupo ENCE de España), COFOSA (de la empresa finlandesa Metsa Botnia), Stora-Enso (sueco finlandesa) y se anuncian varias más. Casi veinte años después hay unas 700.000 hectáreas de monocultivos de árboles concentrados básicamente en cuatro zonas del norte, litoral, centro y este del país.
Eso tuvo —y sigue teniendo— profundos perjuicios sociales, ambientales, económicos y políticos. Por un lado ha provocado un proceso de concentración y extranjerización de la tierra, que aceleradamente está pasando a manos de transnacionales con el consiguiente riesgo de pérdida de soberanía para el país. La acumulación de la tierra en pocas manos ha implicado un incremento del despoblamiento del campo, con todas las connotaciones sociales y culturales que esto implica. En cuanto al empleo, según se extrae de datos oficiales, la forestación genera menos empleos permanentes que la propia ganadería extensiva, considerada hasta ahora la más ineficiente en materia de empleos generados por hectá- rea. Los puestos de trabajo que ofrece son zafrales, itinerantes, peligrosos, tercerizados y en ocasiones informales. Y toda vez que han podido aprovecharse de la débil fiscalización laboral, han mantenido condiciones no solamente precarias sino de semiesclavitud. En cuanto a la sindicalización, hasta hace poco tiempo estuvo prácticamente vetada.
Por otro lado, la forestación se lleva a cabo a expensas de otras culturas productivas tradicionales (ganadería, agricultura) y ha implicado la destrucción de las praderas (el principal ecosistema del país y uno de los más biodiversos del mundo, fundamental para la producción de alimentos) y de los pocos ejemplares remanentes de bosque indígena en áreas de serranía, cambiando así no solamente la forma y rubros de producción sino también el entramado social de la campaña y el paisaje.
A esto se agregan los impactos que la producción industrial de árboles tiene sobre preciados bienes naturales del país como el suelo y el agua. Existen estudios académicos que así lo prueban, pero por encima de eso, son las propias poblaciones locales afectadas las que viven en carne propia los efectos negativos de la forestación y denuncian que se han secado pozos, cañadas, bañados. Se ha llegado incluso a situaciones límite en que las familias deben ser abastecidas de agua con camiones cisterna enviados por la municipalidad —y esto en un país que se destaca por su riqueza hídrica y que por su subsuelo corre el acuífero Guaraní, uno de los más grandes del mundo. En cuanto a los suelos, sometidos a varios años de monocultivos de eucaliptos, han sufrido acidificación, disminución de su capacidad de retención de nutrientes minerales, disminución del contenido de materia orgánica, cambios en la textura y estructura. Se trata de cambios en muchos casos irreversibles que afectan futuros usos alternativos de la tierra y el agua.
Una vez que la masa forestal alcanzó su madurez, se dio el paso siguiente del proceso: la instalación de fábricas de celulosa. Dos empresas son las primeras en tirar la piedra: la española Ence y la finlandesa Botnia. Entre las dos —que se ubicarían sobre el río Uruguay, compartido con Argentina, a escasos 7 km de distancia entre sí— producirían 1.500.000 toneladas anuales de celulosa, una cifra que da idea de la gigantesca escala del emprendimiento. Ambas aseguran que no contaminarán con el tratamiento de blanqueo con dióxido de cloro (ECF) y prometen miles y miles de puestos de trabajo. Lo que no dicen tan alto es que —además de los beneficios que tienen como forestadoras— les regalan un régimen de zona franca a cada una, exenciones impositivas para sus megafábricas, más construcciones viales a cargo del Estado y obtienen gratis toda el agua que deseen del río (aquí no pagan ningún canon, aunque sí lo hacen en sus países de origen). Las empresas nacionales de otros sectores, que deben pagar impuestos y aranceles, quedan en total desventaja frente a estas transnacionales. Se da además la paradoja de que, como éstas sí pagarán impuestos directos en sus países de origen por sus ganancias en Uruguay, éste terminará realizando una transferencia directa a Finlandia y España. Por su parte, Uruguay se queda con los residuos, la contaminación del río y de la atmósfera —inevitable, por el volumen de descargas de contaminantes de todo tipo y por los antecedentes conocidos de Brasil y Chile—, una escala sin precedentes de consumo de materias primas y de agua.
Las promesas de empleo son el punto fuerte de las fábricas de celulosa, en un país con altos índices de desempleo —actualmente ubicado en 10,7%, según cifras oficiales—. Para la población local de Fray Bentos —en el departamento de Río Negro, donde se está construyendo Botnia y se proyecta instalar Ence— la opción parecería ser fábricas de celulosa o nada. No obstante, el auge de trabajo será durante la construcción de la fábrica. Luego de esa etapa —dos años, aproximadamente—, todo es nebulosa. Lo único seguro son los empleos directos anunciados por Ence y Botnia, unos 300 cada una. Pero las cifras de los empleos indirectos resultan de un modelo econométrico que ha sido cuestionado. Por otro lado, lo que no se cuenta en absoluto en el discurso promocional de las fábricas de celulosa son los empleos que se perderían, en particular en los sectores de turismo, pesca y apicultura, si las plantas se instalaran.
La oferta celulósica, que cuenta con todo el poder mediático, se presenta «win-win» —las empresas traen inversiones millonarias, traen trabajo, no contaminan, no perjudican— y es defendida a capa y espada por el novel gobierno de izquierda —por el cual tant@s uruguay@s lucharon durante tan largo tiempo— por lo que para much@s resulta tentador creer en ella. Aun así, como cada vez más crece la oposición al modelo forestal, las organizaciones ambientalistas trabajan arduamente para hacer visible el vínculo que éste tiene con las fábricas de celulosa, y que haría posible concitar una oposición importante a todo el paquete.
La típica ecuación crematística por la cual las inversiones —sean cuales sean— siempre suman a las cuentas nacionales, tendrá que ser desenmascarada. Corresponde a las organizaciones sociales movilizarse y hacerlo.
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* Raquel Núñez forma parte del World Rainforest Movement.
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