Albert Recio*
El decrecimiento ha aparecido en la esfera social como un nuevo concepto que trata de aglutinar algunas de las ideas ecologistas sobre cuál debe ser la futura evolución de la economía. Se plantea provocativamente en contraposición a la obsesión de la economía convencional por el crecimiento económico.
El crecimiento ha constituido el objetivo de todas las políticas económicas al menos desde la Segunda Guerra Mundial. Usualmente se concibe como un proceso que genera por sí solo beneficios sociales generalizados. Así las dificultades de los países empobrecidos se consideran debidas a un crecimiento insuficiente y en los países enriquecidos el crecimiento se ve como una necesidad tanto para seguir mejorando como para evitar caer en la situación de pobreza. Aun aquellos economistas que empiezan a reconocer los problemas medioambientales siguen propugnando el crecimiento como solución, en gran medida por una confianza irracional en la llamada «curva de Kuznets medioambiental», según la cual los problemas medioambientales serían característicos de las fases iniciales del desarrollo pero se paliarían a medida que fuéramos más ricos, con más conocimientos tecnológicos y con las necesidades perentorias cubiertas (al igual que la curva de Kuznets originaria, que sugería que las desigualdades crecen en las primeras fases del desarrollo económico para atenuarse posteriormente).
No obstante cada vez es más evidente que el modelo productivo actual es la principal razón de los problemas ambientales. El impacto se produce a través de cuatro mecanismos básicos:
• empleo de recursos naturales no reproducibles y dados en cantidades fijas (energías no renovables y metales);
• alteración de los ciclos biológicos de las otras especies (sobreexplotación de especies, destrucción de la biodiversidad);
• creación de productos inexistentes en el mundo natural (o alterando su proporción como es el caso del CO2 ) que este no puede absorber (contaminación, efecto invernadero, destrucción de biotopos);
• ocupación y alteración de los espacios (destrucción de suelo fértil, desertización, compactación…).
Los cuatro están íntimamente interrelacionados y se retroalimentan entre sí. Por ejemplo las mayores facilidades de transporte (basadas en el consumo de un recurso no reproducible(1) como el petróleo) han impulsado la producción alimentaria a larga distancia, que tiene efectos claros sobre la biodiversidad, genera parte del «efecto invernadero» y promueve un uso del espacio que exige cada vez el uso de mayores volúmenes de recursos no reproducibles y destruye los entornos naturales.(2) Por esto resulta inadecuado abordar los problemas de crisis ecológica como problemas separados entre sí (como por ejemplo el de responder a la cuestión del cambio climático con la simple búsqueda de una alternativa energética) ya que el éxito parcial puede agravar el resto de cuestiones no contempladas (como muestra el debate de los biocombustibles o como ocurriría con el uso del territorio si pudiera desarrollarse algún tipo de vehículo individual que funcionara con energías «limpias»).
Lo que resulta evidente en los últimos años es que si bien se han conseguido éxitos parciales en la eficiencia de muchos procesos productivos ésta ha sido casi siempre sobrepasada por el aumento del consumo final. Tal es el caso de la industria del coche o la aeronáutica, donde los aumentos de eficiencia en el consumo de combustible son evidentes, pero donde el consumo total ha aumentado como resultado de la espectacular expansión de la difusión y uso de tales medios de transporte. El efecto rebote (producido por el aumento de personas que utilizan el recurso multiplicado por el uso del recurso unitario) supera casi siempre al efecto eficiencia. Al igual que ha pasado en los últimos años con la pobreza y las desigualdades de renta (que aumentan o se estancan según las variables que se consideren), tampoco se han cumplido las previsiones de la curva de Kuznets ambiental: y también en los países ricos ha seguido aumentando la carga humana sobre el medio natural. Es en este sentido que el debate del decrecimiento muestra sus aspectos más interesantes, en indicar que tenemos que adoptar un giro esencial en la lógica económica, salirnos de la espiral de un crecimiento consumidor de recursos y depredador del medio natural, si queremos evitar la más que previsible crisis catastrófica generalizada. Una crisis en la que no está en juego la continuidad de la vida natural, sino el ecosistema particular que ha permitido el desarrollo de la vida humana. Y la diagnosis propuesta es que puesto que ha sido el crecimiento económico el que nos ha llevado hasta aquí, la respuesta es la de hacer el camino inverso y avanzar hacia un nivel de actividad realmente sostenible.
El objetivo de estas notas es sobre todo introducir elementos críticos a una propuesta bienintencionada pero que corre el peligro de acabar por esterilizarse y limitarse a un «mantra» para unos pocos iniciados
En términos abstractos la propuesta del decrecimiento parece razonable. La necesidad de aminorar la presión que ejerce la especie humana sobre el planeta y la adopción de formas de producción y consumo sostenibles a largo plazo resulta insoslayable por motivos éticos y prácticos. Pero una propuesta abstracta general no suele ser un buen mapa para la acción. Esta sólo puede nacer de un análisis más detallado de los factores que influyen en el desarrollo económico. Y en este sentido la formulación del decrecimiento me parece especialmente árida y cerrada. Demasiado parecida a las discutibles formulaciones de la Economía teórica neoclásica, tan ignorante siempre de los procesos sociales reales y tan despreocupada de analizar los procesos que conducen a sus anunciados «equilibrios». Por esto el objetivo de estas notas es sobre todo introducir elementos críticos a una propuesta bienintencionada pero que corre el peligro de acabar por esterilizarse y limitarse a un «mantra» para unos pocos iniciados.
LÍNEAS DE ACCIÓN
Una primera cuestión básica es rastrear las líneas de acción. El impacto de nuestra actividad sobre el medio natural es la combinación de diversas variables que básicamente podemos expresar en la fórmula:
I = P * C* T
Donde P es el volumen de población, C el nivel de consumo per cápita y T la tecnología para alcanzar este consumo (la cantidad directa o indirecta de bienes necesaria para alcanzar una unidad de consumo). Ello nos indica que cualquier sociedad que se plantee reducir este impacto tiene tres líneas de intervención: reducir su volumen de población (control demográfico), reducir su consumo (austeridad), o reducir su utilización de recursos (eficiencia).
Hay que contemplar otras situaciones intermedias y complejidades. Nuestro consumo está constituido por una enorme variedad de bienes y servicios, cada uno de los cuales tiene un impacto diferente. Cambios en las formas de consumo generan cambios en su impacto, por esto hay que considerar a su vez la posibilidad de considerar una opción distinta a la de austeridad, la de cambio de composición, formas diferentes de consumo que satisfacen necesidades parecidas.
A pesar de que la mayoría de países anuncian su evidente preocupación ambiental, casi ninguno ha renunciado al crecimiento demográfico.
También la técnica nos abre perspectivas complejas. Habitualmente los procesos productivos implican una enorme variedad de procesos y elementos. No todos tienen el mismo impacto ambiental. Pero a menudo las mejoras en un aspecto pueden tener efectos negativos en otro. En algunos casos una tecnología es ambientalmente superior a otra, reduce todo el impacto en todos sus elementos. Pero en otras la cuestión es más complicada (por ejemplo hasta donde conozco la desalinización del agua evita la destrucción de acuíferos, pero tiene en muchos casos un coste energético algo superior al de muchos de los trasvases) y nos obliga a adoptar soluciones de compromiso (aunque evidentemente en el caso propuesto la reducción del consumo de agua es claramente la solución que en todo caso es superior). En todo caso esta reflexión nos indica que podemos mejorar la situación actuando sobre el crecimiento demográfico, el consumo inadecuado y la eficiencia (en términos ambientales).
Aunque ello parece obvio, no lo resulta tanto cuando se contemplan muchas de las políticas que se adoptan. A pesar de que la mayoría de países anuncian su evidente preocupación ambiental, casi ninguno ha renunciado al crecimiento demográfico. Y no sólo en los países en desarrollo, donde predominan las políticas patriarcales ligadas a las religiones locales, sino también en la mayor parte de países ricos, donde las políticas de familia camuflan una patente política natalista por parte de los gobiernos, dominada por la voluntad de mantener sociedades de individuos homogéneos. No estamos tan lejos del racismo decimonónico, por esto el cosmopolitismo activo constituye una referencia básica para la cultura de la sostenibilidad.
ALGUNAS REFLEXIONES GENERALES
La reflexión anterior nos conduce a discutir el concepto de decrecimiento en dos aspectos. En primer lugar, el concepto se plantea casi como un mero reactivo de su opuesto. Mientras que para los economistas convencionales más es siempre bueno, con indiferencia de que el más sea producir alimentos, armas, electrodomésticos, medicamentos, servicios educativos, etc., para la mística del decrecimiento menos es siempre mejor. Sin duda en muchos casos no hay otra posibilidad que reducir consumos y producciones. Algunas, todas las actividades que constituyen verdaderos males humanos, como es el caso del armamento, sería preferible reducirlas a cero. Pero posiblemente otras deban crecer, en parte como resultado del proceso de cambio en la composición al que ya nos hemos referido (de hecho esto es lo que ocurre cuando se realiza un cambio de modelo energético, decrece la producción de turbinas nucleares o de gas y en cambio aumenta la producción de molinos eólicos o placas solares). Pero también y fundamentalmente porque no podemos olvidar que en las sociedades capitalistas de mercado la producción está orientada por la demanda solvente, por un reparto social de «votos económicos» asociado a una muy desigual distribución de la renta. Y el resultado es que mientras crece la demanda de bienes de lujo impulsada por una minoría privilegiada, hay graves carencias de bienes y servicios básicos. El cambio en la composición de consumo que debe implicar una sociedad sostenible posiblemente se traducirá en un crecimiento de las actividades básicas de las que carece gran parte de la sociedad, muchas de las cuales son servicios de atención personal y colectiva con un bajo impacto ambiental (como la conversión de gran parte de las actividades de cuidado que hoy se cargan individualmente sobre las mujeres en el entorno doméstico en servicios colectivos regidos por pautas más igualitarias de reparto de la carga). En la medida en que el Producto Interior Bruto (PIB) resulta una forma bastante tosca de contabilidad social, en la que se evalúa la actividad econó- mica en función de convenciones monetarias, podría darse la paradoja, tal como sugirió Jacobs, que una reducción de nuestro impacto ambiental diera lugar a una mayor renta monetaria (crecimiento en términos monetarios). Tengo mis dudas de que ello sea así, pues hasta ahora el crecimiento se ha traducido en un mayor impacto ambiental. Pero en todo caso creo que no debemos obsesionarnos con la evolución del PIB, sino con la reducción efectiva de los impactos ambientales y en la satisfacción de las necesidades esenciales. Por ello resulta a mi entender tan inadecuada la propuesta de «ecologizar» la contabilidad nacional, dándole valores negativos a los costes ambientales: al final todo se confunde y no hay forma de detectar adecuadamente lo que es un verdadero coste social.
La segunda cuestión tiene que ver con la dimensión mundial. La actual estructura mundial es el resultado de un largo proceso histórico dominado por la experiencia del colonialismo y el imperialismo (lo que hoy llamamos globalización). El resultado es un mundo caracterizado por un grado inaceptable de desigualdades. Algunas sociedades están hiperdesarrolladas mientras otras persisten en el enanismo. Cualquier avance hacia una sostenibilidad mundial requiere un profundo reequilibrio que traería como consecuencia el crecimiento de algunas zonas del planeta y el decrecimiento de otras. Insistir unilateralmente en el decrecimiento parece inútil porque en la práctica es decirles a los habitantes de los países pobres que se conformen con su miseria. Una doble moral sobre la que se asienta el éxito del populismo o el nacionalismo desarrollista que con tanto brío se manifiesta en los mayores países asiáticos. Sólo reconociendo la necesidad de un reequilibrio mundial (y el ejemplo de una buena reestructuración en el Norte) que les garantice a estos países alcanzar cotas básicas de bienestar será posible la reconversión necesaria. Y esto conlleva aceptar algún tipo de crecimiento en algunas partes del mundo.
Cualquier avance hacia una sostenibilidad mundial requiere un profundo reequilibrio que traería como consecuencia el crecimiento de algunas zonas del planeta y el decrecimiento de otras.
Creo que muchas de las cuestiones expuestas hasta aquí son fácilmente asimilables en el concepto de decrecimiento y simplemente tratan de introducir matizaciones al objetivo final de reconducir nuestro modelo social hacia una mayor racionalidad ecológica. Hay sin embargo otras cuestiones a las que me parece que se le presta poca atención y que a mi entender son algunos de los nodos cruciales del cambio social. Tal como se formulan habitualmente muchas de las propuestas ecológicas tienden a apoyarse sobre la combinación de dos factores: cambios en los hábitos sociales, especialmente los de consumo, y en las tecnologías. Dos cuestiones esenciales. Ya me he referido a la tecnología como uno de los elementos que permiten alterar nuestra relación con el medio social. Tampoco tengo dudas de la necesidad de insistir en cambios ético-culturales ya que nuestros comportamientos individuales están profundamente influidos por nuestro sentido colectivo de justicia, nuestra percepción de cómo somos valorados por los demás.(3) Pero me parece que este planteamiento tiende a ignorar, o minusvalorar otros aspectos cruciales de la cuestión, especialmente lo que llamaría dimensión socio-organizativa y quizás también aspectos esenciales de nuestro comportamiento individual.
También los políticos apuestan por el crecimiento y no sólo por miopía. Saben que en una sociedad que crece y aumenta la tarta, la mayoría de gente puede recibir algo, aunque sean migajas, y el conflicto distributivo entre sectores sociales tiende a congelarse.
LA DIMENSIÓN SOCIO-ORGANIZATIVA DEL DECRECIMIENTO
El impulso al crecimiento económico nace menos de los há- bitos de consumo individual que de la estructura socio-económica que caracteriza nuestra sociedad. La base de la organización social mundial es el capitalismo. Y este se organiza a partir de empresas, organizaciones caracterizadas por una enorme centralización de poder, especializadas en alguna actividad productiva concreta y dominadas por una lógica del crecimiento difícil de cuestionar desde la empresa individual: crecer más hace aumentar el poder social de sus directivos, no crecer pone en peligro su permanencia (por vías diversas: quiebra, absorción, marginación….). Desconozco instituciones que apuesten como modelo por su desaparición. Cuando se produce un freno en el crecimiento el conjunto de esta compleja red empresarial se colapsa y el resultado afecta a todos los niveles de la sociedad: empresas quebradas, desempleo y pobreza. Esta fue la lección que aprendieron los reformistas en los años treinta del pasado siglo y que dieron lugar a las políticas keynesianas. Es la misma reflexión que explica que los neoliberales actuales estén desarrollando una intervención masiva en el mercado financiero en lugar de aplicar su dogma de dejar al mercado ajustarse libremente: saben que el colapso que podría generarse es peor que el coste «moral» de saltarse sus convicciones. También los políticos apuestan por el crecimiento y no sólo por miopía. Saben que en una sociedad que crece y aumenta la tarta, la mayoría de gente puede recibir algo, aunque sean migajas, y el conflicto distributivo entre sectores sociales tiende a congelarse (aunque casi siempre al coste de mantener las desigualdades). Incluso una voluntad pacifista por evitar los costes sociales de un conflicto civil conspira a favor de las políticas de crecimiento. Las situaciones de decrecimiento tienden a generar conflictos diversos, lo que se advierte en las organizaciones sociales que «van a menos» (partidos polí- ticos, clubs deportivos, organizaciones sociales…). Creo que los conflictos que estamos viviendo en Catalunya en torno al tema de la sequía constituyen un buen laboratorio para analizar qué podemos esperar de crisis ecológicas en cuya solución no se hayan pensado respuestas sociales.
No es sólo el mundo político-económico el que empuja hacia un determinado productivo. El capitalismo configura gran parte de nuestras vidas. Es de sobras conocido el papel que juega el trabajo mercantil a la hora de articular nuestros usos del tiempo, parte de nuestra movilidad espacial, nuestra posición social y parte de nuestras relaciones personales. Pero es también cierto que nuestra estructura de consumo tiene muchos aspectos sistémicos, lo que nos imponen nuestra distribución espacial (allí donde vivimos. allí donde ejercemos un empleo mercantil), temporal, nuestra estructura de necesidades (en parte asociadas a nuestra situación demográ- fica: tipo de familia…), nuestro acceso a bienes y servicios (condicionados por nuestros ingresos monetarios, por la oferta mercantil y por el tipo de provisiones públicas a las que tenemos derecho) y nuestras posibilidades informativas (influidas por la publicidad, por nuestros recursos culturales y financieros, por nuestra red de relaciones sociales). No somos marionetas. Pero tampoco somos los individuos informados y racionales, que siempre calculan los pros y los contras de todas sus acciones, tal y como sugieren los teóricos del individualismo metodológico (el que sustenta el pensamiento liberal y del que a menudo participan los defensores del consumo responsable). Nuestros comportamientos están llenos de hábitos, de influencias externas, de incapacidad de evaluar adecuadamente la información, de la dependencia de nuestra red de interrelaciones, de nuestras neuras, de nuestra posición social.
En muchos casos nuestra capacidad de elección es limitada porque estamos inmersos en sistemas de relación. Por ejemplo en nuestros hábitos de movilidad. Una gran parte de la misma depende de donde residimos y donde realizamos nuestras otras actividades más importantes: trabajo mercantil, estudio, militancia social… No siempre es posible elegir una ubicación de las mismas, muchas vienen impuestas por los precios de la vivienda, nuestra historia pasada, nuestra trayectoria laboral (o simplemente tener un empleo itinerante). Y todos sabemos que nuestro modelo de transporte acaba dependiendo del equilibrio entre los diferentes espacios donde transcurre nuestra vida cotidiana, de nuestros horarios, del tipo de provisión de transporte colectivo existente… Es básico propugnar el uso prevaleciente del transporte colectivo, la renuncia a la movilidad innecesaria, pero difícilmente cambiará si no se produce al mismo tiempo una reordenación de espacios (donde se ubican las actividades), un cambio radical en los precios del transporte (la generalización de los vuelos de bajo coste es elocuente al respecto), en las provisiones de transporte público y en las prerrogativas que hoy recibe el transporte privado. Piénsese por ejemplo cual sería el impacto ambiental en el uso del transporte de una re-ruralización que afectara a una parte sustancial de la población urbana sin cambiar sustancialmente sus hábitos y sin transformar la estructura espacial de servicios.
También hay que reconocer la impronta de las relaciones sociales en las dinámicas demográficas. En gran medida las pautas demográficas han estado dominadas por el predominio del patriarcado y por el sometimiento de las mujeres. Y el patriarcado ha sido una institución orientada a proveer de fuerza de trabajo a las sociedades agrarias y aún hoy sigue constituyendo un mecanismo que obliga a unas personas a cuidar de otras en base a sus nexos familiares. El inicio de la crisis del patriarcado está asociado al crecimiento de los derechos de las mujeres, ganado por su propia lucha, y a la expansión del estado de bienestar, que ha ofrecido alternativas a los cuidados. Aunque a menudo insuficientes y basadas en trasladar dicha carga hacia las mujeres pobres o las inmigrantes, según países. Pero la combinación de control reproductivo femenino, seguridad social y servicios públicos se ha traducido en una contención de la natalidad. En cambio en los países pobres, donde no ha habido ni el mismo desarrollo del estado de bienestar ni la misma crisis del patriarcado, ha sido mucho más difícil contener el crecimiento demográfico, o allí donde se ha introducido por medios brutales ha generado nuevos sufrimientos a las mujeres y un desequilibrio demográfico creciente. La paradoja es que aquellos países que han tenido éxito en la contención poblacional promueven de nuevo el natalismo y aquellos que han fracasado tienen cerrada la posibilidad a las reformas sociales que podrían promoverlo. La experiencia indica que también en el caso de la demografía la contención depende de transformaciones en ámbitos diversos.
La conciencia ecologista es en gran parte resultado del trabajo de científicos y naturalistas, con un buen conocimiento de los procesos naturales pero limitada reflexión social.
Hay aun que considerar otra dimensión del problema. En la sociedad actual la mayor parte de la población es asalariada. Ello quiere decir que los ingresos que le permiten acceder a los bienes y servicios básicos dependen fundamentalmente de decisiones que toman otros por ellos. Uno trabaja donde le emplean. Y la continuidad del empleo (y por tanto de la fuente de su sustento) depende en gran medida de la continuidad de la actividad para la que ha sido contratado. Esta situación concede, como subrayó hace más de 60 años Michael Kalecki (1969), un enorme poder social a los empresarios. Y favorece que estos tengan una enorme capacidad de movilizar en su favor a «sus» empleados cuando las regulaciones medioambientales (o de otro tipo) pueden amenazar su particular línea de producción. Aunque el capital no tiene los mismos escrúpulos a la hora de cerrar empresas por razones de pura rentabilidad, resulta patente que esta resistencia social es a menudo poderosa. Y en muchos casos presenta a los ecologistas como los que piden sacrificios concretos a unas personas a cambio de una incierta mejora ambiental.
Defender una economía sostenible exige a mi entender combinar propuestas posibilistas con una visión más amplia del cambio social. Exige volver a repensar los mecanismos económicos y sociales que regulan nuestras actividades y pensar los procesos de transición que nos pueden conducir hacia un mundo deseable.
Todo ello conduce a considerar una cuestión crucial a la que debe hacer frente la propuesta de decrecimiento. Considerar los aspectos socio-institucionales que están inscritos en el núcleo de nuestros problemas ambientales y darles una respuesta satisfactoria. La conciencia ecologista es en gran parte resultado del trabajo de científicos y naturalistas, con un buen conocimiento de los procesos naturales pero limitada reflexión social. Los movimientos ecologistas modernos se han desarrollado en un período coincidente con el derrumbe del mayor experimento social de creación de una alternativa al capitalismo. La forma como se produjo este derrumbe, la degradación social y el desastre ecológico que caracterizó aquella experiencia han dificultado la reflexión social sobre alternativas viables. La mayor parte de propuestas alternativas transitan entre la aplicación de las recetas liberales en un sentido verde (por ejemplo impuestos ecológicos) y la defensa de alternativas basadas en la desmercantilización completa y la producción en pequeña escala. Tanto la aplicación de medidas de «ingeniería social», como los impuestos ecológicos o su inversa, la subvención al desarrollo de tecnologías limpias, como la experiencia de pequeñas comunidades alternativas son sin duda útiles, pero difícilmente pueden construir una respuesta suficiente a la necesidad de una reconversión social como la que exige la crisis ecológica. Las propuestas de regulación verde tienen su límite en las mismas razones que han acabado por erosionar otros derechos sociales diseñados para frenar la degradación social capitalista: acaban por constituir frenos a la lógica del crecimiento crematístico, se deben enfrentar a los poderosos mecanismos de erosión a que les someten los grandes grupos de poder económico. Las experiencias alternativas requieren un nivel de conciencia y voluntad de cambio que difícilmente influye sobre la enorme masa de individuos habituadas a rutinas y condicionados por numerosos vínculos sociales. Defender una economía sostenible exige a mi entender combinar propuestas posibilistas con una visión más amplia del cambio social. Exige volver a repensar los mecanismos económicos y sociales que regulan nuestras actividades y pensar los procesos de transición que nos pueden conducir hacia un mundo deseable.
ASPECTOS A PENSAR EN TÉRMINOS GLOBALES
Del análisis anterior deduzco al menos tres grandes campos donde considero que hay que pensar en términos globales. En primer lugar partir del aspecto sistémico de muchos de nuestros comportamientos de consumo. Cambiarlos es más fácil si se adopta una batería de medidas coherentes. Éste es sin duda el aspecto donde más ideas ya se han desarrollado y donde es más fácil encontrar concreciones. Aunque, como muestra el debate actual sobre el uso del agua, conviene detectar las principales resistencias y contradicciones y no fiarse solamente en la bondad de las propuestas finales. Sobre todo hay dos cuestiones a considerar a) la naturaleza de las resistencias a los cambios, la forma de diluir las líneas de presión que bloquean las propuestas, lo que casi siempre supone combinar medidas de tipo de diverso: de compensación, de denuncia, de concienciación, de presión b) detectar y actuar sobre el conjunto de elementos que confluyen en un problema. Por ejemplo es evidente que hay que cambiar el modelo de transporte, pero para que las propuestas resulten eficaces es necesario combinar las políticas de transporte con las políticas urbanísticas y con las políticas de equipamientos colectivos.
En segundo lugar entender que cuando se reduce una actividad hay muchas personas que van a resultar afectadas en su vida cotidiana, a las que hay que dar alternativas de vida aceptables. Hay diferentes formas de tratar la cuestión. Como ya he comentado en muchos casos el cierre de determinadas líneas de actividad puede ir acompañado del aumento de otras líneas. La gente podría recolocarse, pero esto siempre es más fácil calcularlo sobre el papel que llevarlo a la práctica: a menudo se requieren reciclajes que requieren formación y motivación, ubicación de los nuevos empleos, etc. Una transición laboral que sólo es factible si existen políticas laborales bien diseñadas, un terreno donde hay bastante que aprender de las mejores experiencias de algunos países. En algunas ocasiones la adaptación es más sencilla cuando es posible reutilizar los conocimientos laborales de la gente para producir otro tipo de bienes y servicios útiles y sostenibles, pero a menudo estos cambios también requieren algún tipo de soporte colectivo. En otros casos el reciclaje es tan difícil que la vía de la garantía de ingresos por abandono de la actividad laboral es preferible. Y si se constata que no hay necesidades sociales que justifiquen más empleo (o incluso que la creación de empleo podría resultar inadecuada por su impacto ambiental) lo mejor es desarrollar alguna política de reparto del empleo. Todo ello es más fácil de plantear que de desarrollar en la práctica. Sólo si existen instituciones bien configuradas para realizar la evaluación de los cambios, fijar planes de reciclaje, garantizar rentas y aplicar el reparto del trabajo podemos esperar que el ajuste vaya a realizarse sólo con las fricciones inevitables. Pero si estas instituciones y políticas no existen, el resultado puede ser la generación de un verdadero caos social en el que los defensores del statu quo social y ambiental tienen todas las cartas de ganar.
El tercer y más complejo nivel es el del cambio en el núcleo de organización económica: la empresa. Sin esta transformación estaremos abocados a continuas pulsiones desarrollistas. La mera fragmentación de las empresas actuales en pequeñas microempresas no parece tampoco una salida viable.
Primero porque reaparecerán las pulsiones de crecimiento y el modelo capitalista de la gran empresa volverá a renacer. Hay al respecto una experiencia interesante, en algunos países asiáticos, donde en la década de los 1950 se aplicó una reforma agraria que prohibió el mercado de tierras. El objetivo de esta política era en primer lugar asentar una clase de pequeños propietarios agrarios que constituyeran un freno social al avance del comunismo, y la prohibición del comercio de tierra se introdujo para evitar que ante cualquier dificultad (mala cosecha) o por motivos especulativos el campesino se vendiera la tierra y se generará un nuevo proceso de concentración de la propiedad. Sólo con otro diseño legal, otra concepción de las unidades productivas, de los derechos de propiedad pueden evitarse estas pulsiones.
Segundo porque no en todos los terrenos la pequeña empresa es la mejor solución. Algunas actividades exigen estructuras sistémicas y organizaciones de gran alcance (como las redes de transportes colectivos, los sistemas sanitarios, etc.). La dimensión de cada proceso difiere según características técnicas y sociales. Imponer un único modelo de unidad productiva puede ser contraproducente, pero evitar que la gran unidad use su poder económico es a su vez evitar un peligro. Sólo con un modelo de empresa o unidad productiva diferente del actual podemos pensar que la gestión económica eludirá la pulsión del crecimiento.
Tercero porque sabemos que cualquier unidad productiva orientada al beneficio tiende a generar importantes costes sociales (Kapp) que sólo pueden ser minimizados o eliminados con políticas reguladoras colectivas.
Y cuarto porque el proceso de reorganización productiva exige un tratamiento a escala planetaria que inevitable exige pensar también en qué marcos institucionales nos deberemos mover. Y estos pasan, como plantean Sachs y Santarius (2007) innovaciones sociales.
CONCLUSIONES
Mi argumentación es que plantearse en serio el replanteamiento de nuestro modelo productivo y adecuarlo a las restricciones que impone nuestra realidad material requiere de un proceso de cambio social en el que deben combinarse cambios tecnológicos, valores y comportamientos personales y cambios institucionales profundos. En definitiva volver a poner la acción colectiva y política en el centro de la acción. Una política no pensada en el marco estrecho del mero juego de las instituciones realmente existentes, sino en el vasto campo que incluye los espacios de reflexión colectiva, de movimientos sociales, de intervenciones- también- institucionales, de experiencias alternativas a pequeña escala, de apertura de nuevos espacios de participación democrática, etc. El mismo tipo de camino que han recorrido en parte los movimientos sociales emancipadores del pasado y que ahora han quedado resquebrajados bajo el doble peso de la ofensiva neoliberal y el fracaso de la experiencia soviética. Una acción sociopolítica que no sólo requiere reflexión y alternativas, sino también movilización y participación masiva. Ésta última esencial dado el tamaño de los retos que plantea a escala planetaria la crisis ambiental.
La batalla central es conseguir que una parte de esta población seducida o atrapada en la pseudo-utopía consumista cambie su percepción del mundo y se movilice en formas diversas por un nuevo proyecto social. Y ello requiere también organizar los programas en torno a perspectivas más optimistas y completas que la mera apelación a un eslogan negativo.
Y es también en esta dimensión en la que tengo algunas dudas sobre la pertinencia de utilizar el decrecimiento como horizonte movilizador. Las propuestas heterogéneas que están detrás del planteamiento constituyen sobre todo piezas ético-culturales útiles para el cambio. Los cambios en las pautas de consumo y de relaciones sociales requieren siempre la apoyadura de referencias y de informaciones, sobre las que basarse. Y en este sentido la difusión de la conciencia de los impactos que generan algunas de nuestras formas básica de consumo, como la dieta cárnica o la movilidad aérea constituyen mecanismos que ayudan a generar la conciencia crítica necesaria para el cambio de actitudes. Aunque la experiencia del consumo de tabaco nos debe recordar la dificultad de realizar un cambio lo suficientemente rápido apelando sólo a esta dimensión. Pero otra cosa es poner en marcha un proceso social que, quizás por primera vez en la historia, debe combinar el objetivo de un mundo mejor y la necesidad de una actitud de autocontención.
Me temo que si no se incluyen elementos movilizadores basados en las mejoras a aspirar va a ser difícil avanzar mucho en el terreno de la autocontención. Y la introducción del decrecimiento como eje del discurso retrotrae excesivamente a un objetivo negativo con poca capacidad de enganche social. Y ello es especialmente relevante cuando enfrente tenemos un enemigo que si en algo ha mostrado capacidad es en seducir a la población con una persistente promesa de paraíso material a la vuelta de la esquina, con el acicate del bienestar creciente. Me temo que la batalla central es conseguir que una parte de esta población seducida o atrapada en la pseudo-utopía consumista cambie su percepción del mundo y se movilice en formas diversas por un nuevo proyecto social. Y ello requiere también organizar los programas en torno a perspectivas más optimistas y completas que la mera apelación a un eslogan negativo. Al fin y al cabo el objetivo social no es ni el crecimiento ni el decrecimiento per se, sino alcanzar un nivel de actividad social que garantice a todo el mundo unas necesidades básicas, y una participación creativa en la vida social sin generar un deterioro ambiental inaceptable. Y ello creo que puede formularse mejor con otro tipo de horizontes, como el de justicia planetaria, democracia social, justicia ecológica, etc.
No es sólo, aunque también, una cuestión de referencias abstractas. Es también la apelación a un ramillete más amplio de propuestas, como la reconversión ambiental, la justicia distributiva, la profundización democrática —no sólo en las instituciones públicas, también en las organizaciones productivas básicas—, el replanteamiento de las relaciones entre espacios sociales que afecta crucialmente a las cuestiones de género y a la lógica económica. Y todo ello puede hacerse apelando no sólo a las constricciones materiales que impone nuestro entorno natural, sino a las enormes posibilidades de libertad humana que se abren cuando adoptamos un modelo de vida social más igualitario, cooperativo y ambientalmente responsable. La propuesta del decrecimiento ha sido útil en la medida que recuerda la irracionalidad de una sociedad basada en la depredación. Pero el objetivo que promueve requiere una elaboración menos tosca de sus propuestas políticas y económicas.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
JACOBS, M. (1996), La economía verde: medio ambiente, desarrollo y políticas del futuro, Icaria FUHEM, Barcelona
KALECKI, M. (1979), Aspectos políticos del pleno empleo en M. Kalecki, Sobre el capitalismo contemporáneo, Ed. Critica,,Barcelona
KAPP, W.F. (1964). Los costes sociales de la empresa. Oikos Tau, Vilassar de Mar. Hay nueva versión reducida en Ediciones la Catarata, Madrid 2006.
SACHS, W. y SARTARIUS, T. (edit.) (2007), Un futuro justo ,IcariaIntermon, Barcelona.
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* Departamento de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona (albert.recio@uab.es) y miembro del consejo de redacción de Ecología Política
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1 Se ha usado este término (en lugar de «renovable») porque la continuidad de una sociedad humana depende de su capacidad de reproducción en el tiempo. Este es además un importante concepto económico.
2 Ver artículo de Ferran Garcia en este mismo número para ampliar información sobre este aspecto concreto.
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