Neera Singh*
Traducido por Marién González y Gustavo García
Resumen
La crisis ecológica actual cuestiona las formas humanas de relacionarse con el mundo. Como lo expresa evocativamente Val Plumwood (2007: 1), la única esperanza de la humanidad ante el creciente daño ecológico radica en elaborar “nuevas formas de vivir con la Tierra”. Líderes indígenas de todo este mundo están haciendo llamamientos similares para reelaborar nuestras formas de ser y formar parte de un mundo del pluriverso. El desafío es cómo responder a estos llamados. En este artículo, destaco el papel crítico de los comunes y las prácticas de comunalidad en el fomento de las subjetividades poscapitalistas. A partir de mi trabajo con las iniciativas comunitarias de conservación de bosques en Odisha, India, y los recursos de la teoría del afecto y la ontología relacional, defiendo que los comunes no son solo recursos compartidos, sino también sitios (y resultados) de encuentros afectivos socionaturales que pueden fomentar la subjetividad de estar en comunión con el resto del mundo.
Palabras clave: comunes, comunalidad, socionaturalezas, afecto, subjetividad
A medida que se intensifica la privatización de los comunes y la mercantilización de todos los ámbitos de la vida, aumentan los llamamientos para recuperar los comunes y repartirlos de manera diferente. En respuesta, crecen las iniciativas comunes tanto en el norte global como en el sur global. Estas iniciativas incluyen las luchas de subsistencia de comunidades para reclamar bienes comunes privatizados, reivindicar derechos sobre tierras, bosques y fuentes de agua, y defenderlos contra las incursiones capitalistas en el sur global, mientras que en áreas urbanas del hemisferio norte se persigue la consecución de nuevos bienes comunes, como software libre, huertos urbanos, monedas alternativas y modelos de producción entre pares.
Sin embargo, los llamados a la práctica de la comunalidad provienen de diversas fuentes que no necesariamente comparten fundamentos teóricos (ni ontológicos). Mientras que los teóricos de los recursos comunes se enfocan sobre todo en recursos naturales de pequeña escala como los bienes comunes compartidos, el marxismo autónomo habla de “lo común”, en singular, como la riqueza compartida de la humanidad (Hardt y Negri, 2009). Aunque los marxistas autónomos conceptualizan lo común como el potencial generador de la vida, tienden a centrarse en este potencial en términos sociales antropocéntricos. En gran medida, los comunes se consideran recursos naturales, sociales o institucionales y derechos de propiedad que representan una alternativa a la propiedad privada o estatal. En contraste, las teorías feministas los ven no como recursos, sino como un conjunto alternativo de principios para organizar la producción y compartir el excedente.
Los académicos expertos en recursos comunes (common pool resources en inglés) que trabajan en la tradición de Ostrom (1990) ven los bienes comunes como una forma de derecho de propiedad (igualmente efectiva y eficiente) distinta a la propiedad estatal o privada. En cambio, para las teorías feministas, diversos proyectos comunes representan “una forma alternativa de producción en construcción” (Caffentzis y Federici, 2014: i95) y demuestran que “las relaciones sociales alternativas son enteramente pensables» (McCarthy, 2005: 16). En resumen, Caffentzis y Federici destacan que los bienes comunes no son solo prácticas para compartir de manera igualitaria los recursos producidos, sino también un compromiso de fomentar el interés común en todos los aspectos de la vida y el trabajo político. Estas activistas consideran la comunalidad como un conjunto de prácticas generativas que apoyan el sustento y la mejora de la vida (Linebaugh, 2008; Bollier y Helfrich, 2014).
Además, los académicos y los activistas indígenas enfatizan que el confinamiento de los comunes no consistió simplemente en su adquisición física por parte de la élite, sino en una eliminación de formas de ser no basadas en la dicotomía naturaleza-cultura (De la Cadena, 2015a). Esta erradicación permitió reformular el medio ambiente como un recurso explotado para satisfacer las necesidades humanas en lugar de un patrimonio común que se comparte y nutre a través de prácticas de cuidado (Illich, 1983). El resurgimiento de los comunes permite el renacimiento de las cosmovisiones indígenas de ver lo(s) común(es) como fuente de sustento de la vida, que necesita ser nutrida con las relaciones de cuidado[1] (Kimmerer, 2013; De la Cadena, 2015b). Como dice Escobar (2016), al “pensar y sentir con la Tierra”, las culturas indígenas de todo el mundo a menudo adoptan una postura de profunda interdependencia y mantienen una sensación de “ser en común” con el resto del mundo. Las investigaciones feministas (Shiva, 1988; Mies y Bennholdt-Thomsen, 1999; Federici, 2011; Gibson-Graham, 2011) también destacan el papel crítico de los comunes y las prácticas de cuidado para mantener la vida.
Los llamamientos a la comunalidad que emanan de estas perspectivas resaltan el potencial revolucionario de los comunes en las luchas anticapitalistas (Caffentzis y Federici, 2014; De Angelis, 2003) y la necesidad de incluir a más-que-humanos en nuestra comunidad de pensamiento sobre los comunes (Bresnihan, 2015). Sobre la base de este trabajo, defiendo que debemos pensar en los comunes en términos relacionales y reconocer que los bienes comunes no son simplemente recursos naturales o sociales compartidos, sino más bien un lugar para reunir las energías creativas de los seres humanos y de lo más-que-humano que puede fomentar las relaciones socionaturales afectivas y las subjetividades de estar en común con los demás (Singh, 2017). La comunalidad representa prácticas alternativas de creación del mundo que no están arraigadas en la dualidad naturaleza-cultura, sino que realizan paralelismos y conexiones entre la naturaleza y la cultura. Pensar en términos de relaciones afectivas y en el trabajo que hacen los comunes (más allá de producir bienes o recursos) es indispensable para fomentar alternativas no capitalistas.
Para fundamentar mis argumentos y ofrecer un ejemplo concreto de los bienes comunes como sitios de producción de subjetividad, me refiero al caso de las iniciativas comunitarias de conservación de bosques en Odisha, India. Ubicado en la costa oriental de India, Odisha es un estado caracterizado por un alto grado de pobreza económica y una población predominantemente rural que depende de la agricultura de subsistencia. Los bosques son parte importante de la economía de subsistencia rural. Como en tantas otras zonas del mundo, estos estuvieron sujetos a privatizaciones por parte del Estado colonial y poscolonial, lo que provocó la ruptura de las relaciones entre las comunidades locales y las áreas boscosas.
A la degradación de los bosques derivada a la tala excesiva y el uso local no reglamentado, las comunidades locales respondieron con un arreglo basado en la comunidad para conservarlos. Se estima que unos diez mil pueblos en Odisha han protegido los bosques de propiedad estatal a través de complejos arreglos de gobernanza forestal basados en la comunidad, incluso en ausencia de derechos formales sobre los bosques[2] o de incentivos financieros para activar la conservación. Estas iniciativas forestales comunitarias, que surgieron a fines de la década de 1970 y principios de la siguiente, demuestran que las comunidades locales, o los comuneros y comuneras, no se mantienen como espectadores silenciosos frente a una tragedia en desarrollo, sino que se sienten impulsados a invertir su trabajo y su amor para evitarla.
En el proceso de conservación de los bosques, a través de lo que he descrito como trabajo afectivo de cuidado ambiental, las comunidades locales han forjado o fortalecido relaciones íntimas con los bosques (Singh, 2013) y cultivan una nueva subjetividad colectiva como jungla surakhyakaries o “cuidadores de bosques”. Mediante un sistema de patrullaje forestal llamado thengapalli, en el que se pasa un bastón que señala el turno del hogar encargado del patrullaje forestal, se comparte el trabajo de vigilar y mantener los bosques, así como la oportunidad de interactuar íntimamente con ellos. Con sus prácticas de patrullaje forestal y silvicultura, los “cuidadores de bosques” favorecen la regeneración forestal, conocen su bosque local y desarrollan relaciones afectivas con él, pues ponen en estos vínculos el mismo cuidado, sentimiento y atención que suele invertirse en las relaciones sociales. Los viajes diarios de patrullaje, realizados en grupos de dos a cinco personas, también brindan oportunidades para una sociabilidad alegre, que a menudo incluye a los niños, pues las mujeres los llevan al bosque cuando van a vigilarlo.
Durante mi investigación, descubrí que, cuando los locales delegan responsabilidades de patrullaje en un vigilante contratado en lugar de recurrir al voluntariado compartido, desarrollan menos relaciones afectivas con el bosque, lo que disminuye drásticamente su entusiasmo general por él. Esto resuena con los hallazgos de Norton (2012) sobre el “efecto IKEA”, que sugieren que las personas aman lo que crean, especialmente cuando su trabajo lleva a la finalización exitosa de las tareas.
El afecto, definido como la capacidad de afectar y ser afectado, juega un papel importante en la generación de un sentido de ser en común con el bosque. El afecto fortalece las relaciones intersubjetivas con el entorno social y natural. Ahora hay un creciente cuerpo de literatura que describe cómo los seres humanos desarrollan relaciones afectivas con las mascotas o “especies acompañantes” (Haraway, 2008) y con las plantas del jardín. He argumentado que se establecen relaciones de afecto similares con el ambiente natural en general, vínculos que se desarrollan a través de prácticas de vida, cuidado recíproco y subsistencia material. Esta subjetividad de estar en común se resume elocuentemente en esta proclamación del líder de una comunidad: “Samaste samaston ko bandhi ke achanti” (“todos [los cuerpos] mantienen a todos los demás unidos”), un sentimiento que resuena con la idea del afecto como fuerza de unión de una colectividad. En un reciente número especial de Conservation & Society on Affective Ecologies se resalta la necesidad de prestar atención al papel del afecto al constituir y pensar transversalmente las ecologías interconectadas de “la naturaleza, la sociedad y el sujeto” o las ecologías afectivas que constituimos (Singh, 2018).
Los comunes, por lo tanto, no son solo recursos para apoyar la existencia material, sino fuentes de nutrición de la subjetividad (Hardt y Negri, 2009). Y la privatización de los comunes no es solo una privatización física, sino un proceso de “acumulación primitiva del conatus” (Read, 2015, citando a Albiac, 1996: 15). Es decir que supone una pérdida de control sobre las condiciones para la producción de subjetividad. Además, como dice el filósofo Jason Read (2011: 124), el concepto de alienación de Marx denota “no una pérdida de lo que es más único y personal, sino una pérdida de conexión con lo que es más genérico y compartido, es decir, es una separación de las condiciones que dan lugar a la subjetividad”. La eliminación de los comunes y la comunalidad contribuyeron a homogeneizar las subjetividades y nuestros mundos como “un solo mundo” y limitaron otras posibles formas de ser humano (De la Cadena, 2015a) y de existencia pluriversal (Escobar, 2016).
El renacimiento de los comunes, entonces, se vuelve crítico no solo para restaurar el acceso y el control de los recursos físicos, sino también para contrarrestar esta alienación y encontrar una manera de producir subjetividades y mundos alternativos.
Para concluir, quiero enfatizar el papel de los comunes en la configuración de las identidades humanas, el sentido del yo o la subjetividad. Pensar los bienes y las prácticas comunes en términos relacionales nos ayuda a apreciar el importante papel de los actores más que humanos en la producción de los comunes y los comuneros. Los comunes, como recursos materiales y como condiciones para la producción de la subjetividad, surgen de la unión de las energías creativas de los seres humanos y los actores más que humanos. El valor surge de esta unión; por lo tanto, es necesario apreciar, valorar y promover oportunidades que propicien esas uniones y coflorecimientos.
Bibliografía
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* Departamento de Geografía y Planeamiento, Universidad de Toronto. E-mail: neera.singh@utoronto.ca.
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[1] En lugar de esencializar las culturas indígenas, sigo el trabajo de académicos como Timothy Ingold y Arturo Escobar, quienes consideran que las ontoepistemologías indígenas emergen de prácticas vividas en el medio ambiente y en el hogar.
[2] La Ley de Reconocimiento de los Derechos Forestales (FRA, por sus siglas en inglés) de la India, promulgada en 2006, reconoce los derechos de las comunidades sobre los bosques. Esta ley aún no se ha implementado por completo, y las iniciativas forestales comunitarias en Odisha son anteriores a ella.
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