Alfons Barceló*

 

Igual que sufrir una grave enfermedad modifica la importancia atribuida a los diversos asuntos que nos desasosiegan, así también las crisis económicas iluminan con un especial resplandor la naturaleza del orden social imperante y obligan a revisar, bajo la nueva luz, tesis y valores comúnmente aceptados. Algo de este tenor ha sucedido ahora con el «fundamentalismo del mercado» que durante tres décadas ha operado como el faro favorito de la ideología dominante. Vale recordar a ese respecto que durante las últimas décadas en las escuelas de economía y en los medios de comunicación se airearon casi con devoción las presuntas virtudes homeostáticas de los mercados, esto es, su capacidad de autocorregirse y de enderezar las trayectorias desviadas. A lo mejor eso es verdad en alguna galaxia lejana, pero en absoluto rige dicha salida para nuestro mundo, en especial en el campo de la moneda y la banca (cf. Sebastián, 1999; Juan & Febrero, 2002). Sobre todo, porque ninguna comunidad humana imbuida de ciertas dosis de egoísmo es capaz de soportar con fatalismo el hundimiento, semana tras semana, de bancos, compañías de seguros y otras entidades y redes económicas longevas. Cuando se dan esas circunstancias exigirá el pueblo a sus gobernantes que reaccionen, que actúen de urgencia. Y, si éstos recomendaran la inacción confiando en las providenciales virtudes de los mercados, serían pronto barridos de la escena pública, por las buenas o por las malas, con estallidos de acción colectiva a gran escala.

Ciertamente, cuando se puede comprar sin pagar y/o vender lo que no se posee, tenemos el terreno abonado para el surgimiento de un submundo fantasmagórico en el que algunos tahúres y estafadores de guante blanco intentarán ponerse las botas, mientras brindan a mucha gente la posibilidad de vivir un tiempo por encima de sus posibilidades a cambio de entramparse (con hipotecas, créditos personales, compras a plazo). Evidentemente hay un uso razonable y positivo del crédito, de la especulación e incluso de los mercados de futuros (donde se compran y venden toneladas de trigo, carbón o de soja de años venideros), que constituyen por tanto interesantes inventos de tecnología económica. Pero hay riesgos colosales (cf. Kindleberger, 1991).

Por descontado, no hay mal que por bien no venga, y así las crisis desempeñan un papel importante ya sea para consolidar ya sea para debilitar las ideas y creencias en circulación. El principio de la práctica social es, al fin y al cabo, la instancia decisiva que va reforzando o refutando las aspiraciones y proyectos, tanto de los grupos dominantes como de las clases subalternas. De ahí que las situaciones irregulares sean campos de ensayo idóneos (al menos en el plano especulativo) para aquilatar las concepciones novedosas. Dudo, por mencionar algún botón de muestra, que las propuestas sobre un «subsidio básico universal» o a favor del «decrecimiento económico» aumenten su prestigio y audiencia, tras los años grises que, en mi opinión, se avecinan. En cambio, es hoy patente que las escandalosas remuneraciones de algunos ejecutivos truhanes de grandes corporaciones financieras han quedado completamente deslegitimadas. Afirmar que el salario corresponde a la «productividad marginal» del trabajador es una tesis incorrecta, pero no estúpida (y hasta puede tener alguna pizca de verdad), pero cuando se amplía a ejecutivos que disponen del privilegio de fijar ellos mismos la «justa» remuneración que han de percibir, se convierte en una burla despiadada que merece severa corrección. Pues la retribución «justa» para quien ha llevado una gran empresa a la bancarrota tendría que ser reducirle a la esclavitud durante los siglos de reencarnaciones necesarios para saldar la colosal deuda imputable a su participación.

Bromas aparte, subrayemos que detrás de las crisis financieras, además de codicia y sinvergonzonería a raudales, hay ciencia y técnica de baja calidad. No es ningún secreto que la economía carece de buenos cimientos y anda escasa de conclusiones y resultados que puedan exhibirse como un patrimonio cultural de buena casta. Vale añadir, como guinda, que ni siquiera hay consenso en la academia acerca de si se ha logrado descubrir alguna ley económica. La estratagema para escurrir el bulto ante estas deficiencias en fundamentos y frutos presenta dos facetas, según la audiencia. Por un lado, de cara a la galería, se suelen cultivar discursos un tanto herméticos plagados de metáforas y alegorías con los que se arman argumentaciones interesadas y de cariz más bien retórico. Unos argumentos que con frecuencia remedan la inmortal explicación de Molière acerca de por qué el opio hace dormir: pues porque posee «virtus dormitiva», nada menos. Y por otro lado, para uso interno —especialmente en el mundo académico— la labor consiste en adiestrar a los estudiantes a practicar demostraciones formales con modelos abstractos. Lo cual no es intrínsecamente malo; lo pernicioso es que dichos modelos raramente son sometidos a control riguroso, ni en el nivel conceptual o semántico, ni en el ámbito de la contrastación empírica, ni siquiera en el plano de la sistematicidad (esto es, la congruencia con las disciplinas vecinas y campos limítrofes). Sin embargo, para abordar de manera eficaz cualquier anomalía (sea un enorme desastre o simple disfunción localizada) es recomendable adoptar una visión de conjunto y examinar trasfondos, contextos y conexiones ocultas. Y desconfiar de los gurús del sistema. Uno de los libros de cabecera para los aprendices de «jugador de bolsa» lo dejaba bien claro, aunque con un punto de cautela, por si las moscas: «Aunque el enorme apalancamiento y las extraordinarias pérdidas potenciales provenientes de los derivados continuarán recibiendo titulares a toda plana, diversos grupos de estudio internacionales han llegado a la conclusión de que es altamente improbable que se extienda una crisis mundial financiera causada por los derivados. (…) Un socavamiento sistemático de la estabilidad financiera mundial causado por las operaciones con derivados no merece estar en el primer lugar de la lista de preocupaciones de nadie» (Malkiel, 1997, 279-280). En definitiva, si no se actúa con buena teoría, buena información y normas prudenciales, el riesgo de tomar medidas inútiles (o incluso contraproducentes) es muy elevado.

Detrás de las crisis financieras, además de codicia y sinvergonzonería a raudales, hay ciencia y técnica de baja calidad.

Pero tampoco hay que exagerar. En el balance de la economía aplicada y teórica también hay partidas positivas. A mi juicio, uno de los más brillantes resultados analíticos de la economía en el siglo XX fue razonar (Kaldor) y demostrar (von Neumann) que en un marco muy simplificado y supuesta una trayectoria determinada (de crecimiento máximo) la tasa de crecimiento, el tipo de interés y el tipo de beneficios (o tasa de ganancia) de un sistema económico (complejo, pero sin un régimen institucional explícito) tienen idéntico valor numérico. Se trata, en mi opinión, de un resultado sensacional. Cierto que es una propiedad abstracta que no puede cotejarse con ninguna situación real por vía directa, pero tiene un profundo significado, porque revela lazos ocultos entre tres variables que a primera vista tienen poco que ver entre sí y que se refieren respectivamente al plano reproductivo tecnológico, al mundo del crédito y la banca y al campo de la distribución de la renta y apropiación del excedente. Ciertamente se trata de un caso límite ideal, pero sirve para trazar fronteras e idear restricciones, de modo parecido a lo que ocurre con los teoremas de imposibilidad que ha elaborado la biología teórica y que permiten inferir —por ejemplo— que jamás pueden darse (en el planeta Tierra) mariposas con una envergadura de diez metros, mastodontes de más de cien toneladas de peso o árboles de quinientos metros de altura.

Pues bien, detrás de aquellos tres parámetros econó- micos primordiales hay gran cantidad de determinaciones, desde las propiedades físicas, químicas y biológicas que rigen nuestro mundo hasta las organizaciones y mecanismos económicos que moldean los procesos de la reproducción social, pasando por la naturaleza de los seres humanos y las características del planeta Tierra, sin olvidar el marco legal y las pautas de regulación heredadas, ni los conflictos distributivos entre clases sociales y entre fracciones de clase.

La economía ortodoxa suele prestar muy poca atención a estos aspectos, a pesar de que son decisivos en cualquiera de las tres grandes campos sobre los que se proyecta cualquier ciencia: explicación, predicción, acción. Es ocioso hacer hincapié en la importancia de atender a los rasgos físicos y al substrato material de toda actividad económica. Pero se practica poco, y es una lástima. En general, cuando se quieren evitar complicaciones y rodeos, el término «tecnología» sirve de comodín bajo el que englobar la cristalización de todo tipo de avances científicos, técnicos y organizativos. Hasta cierto punto se trata de una simplificación válida, pero oscurece ciertos rasgos. Verdad es que detrás de la tecnología está hoy, junto a la naturaleza a la que se aplica, un inmenso acervo de resultados acumulados por ciencias y técnicas variopintas, pero cada vez más interdependientes y de una eficacia y poder asombrosos. Sin embargo, no todo es posible. Por ejemplo, no pueden darse (a medio plazo) tasas de crecimiento o de beneficio que superen las tasas de reproducción neta de los seres vivos sobre los que se sustenta directa o indirectamente la vida humana. En concreto y a modo de ilustración, el capitalismo moderno sería incompatible con el consumo generalizado de carne de camello. Para no mencionar la destrucción de los bienes no reproducibles (energéticos, de forma especialmente destacada) y de la escalada inagotable de residuos.

Tal vez sea oportuno señalar lo siguiente, para limitarme a un rasgo especial. El análisis de las propiedades básicas de la biología de poblaciones suele distinguir dos géneros de «estrategias» reproductivas: la «estrategia K», que consistiría en producir pocos vástagos, pero dedicar a cada uno muchas atenciones y esfuerzos; y la «estrategia r», que consistiría, en cambio, en generar muchos descendientes (desoves masivos, pongamos por caso) y abandonarlos a suerte. Así, la mamá sardina, con una puesta anual de unos 200.000 huevos ilustraría el caso «r», mientras que la bisonte o la elefante, con una cría al año, serían claros ejemplos de estrategia «K»(cf. Margalef, 1982, 598-599). Ciertamente, la palabra «estrategia» procede del léxico militar y hace referencia a tomar disposiciones para conseguir un futuro deseable. Exportar este concepto al campo de las biopoblaciones no es tarea exenta de riesgos, pues no parece que ésta sea una fiel caracterización del comportamiento efectivo de sardinas, bisontes o elefantes (cf. Margalef, 1991, 172-173). Pero puede resultar esclarecedor utilizar la noción, si se maneja con alguna prudencia. La moraleja es que un crecimiento sostenido (o simplemente mantener una población humana numerosa) impone la explotación selectiva de los seres vivos con estrategia «r». Deseo puntualizar asimismo que hay que evitar enredarse con visiones idealistas. Por ejemplo, la anunciada tendencia a la «desmaterialización de la economía» es una especulación insensata tanto en el plano ontológico (no hay estructuras en sí mismas, ni comunicaciones o mensajes desprovistos de soporte físico de alguna clase), como en el plano empírico. Los análisis de Naredo lo han puesto de relieve de manera rotunda (Naredo, 2006).

Por lo demás, ciertas conexiones pueden ser un tanto indirectas. Por ejemplo, Marx en los Grundrisse menciona la tesis de un economista alemán, Karl Arnd (1788-1877), que dice así: «En el proceso natural de la creación de bienes existe un único fenómeno —en países completamente cultivados—, que parece estar destinado a regular en cierta manera el tipo de interés; se trata de la proporción en la que aumenta el volumen de madera de los bosques europeos mediante su crecimiento anual; este crecimiento tiene lugar, completamente independiente de su valor de cambio, en las proporciones de 3 a 4 por ciento». Se refiere a eso como un «interesante descubrimiento» (cf. Marx, 1978, II, 250) (aunque el adjetivo quizá sea más bien irónico), pero se mofa de la conclusión de Arnd referente a que dicho valor podría ser un eje de gravitación de los tipos de interés efectivos. Esa conclusión es falaz, sin duda, pero se podría sacar punta al asunto en otra dirección mucho más sensata. A saber: las especies arbóreas con tasas superiores al tipo de interés tendrán la supervivencia asegurada dentro de un marco de relaciones capitalistas; en cambio las especies de lento crecimiento tendrán que ser nacionalizadas, si no se desea que el interés privado, aplicando una regla financiera elemental, convierta directamente el bosque en madera y desertice la zona

Como es lógico, aplicando el mismo criterio, sería recomendable ir vendiendo las telas del Museo del Prado, pues su rendimiento económico es ridículo en relación con su precio nocional como stock (o depósito de valor).

En síntesis, la reproducción social y económica no se sostiene en el vacío sino que ineludiblemente ha de apoyarse en ciclos naturales múltiples con tasas específicas de reproducción que (al menos a medio y largo plazo) operan como bloqueadores estructurales de un sistema económico, tanto en lo que se refiere a la capacidad expansiva de un sistema como en lo que atañe a la producción de valores económicos. En fin, para entender nuestra realidad y actuar eficazmente de cara a lograr un mundo más justo, solidario y perdurable hay que desarrollar una ingeniería social y económica que tenga muy en cuenta aquellos aspectos, así como los límites ecológicos básicos y los rasgos esenciales de la naturaleza humana (cf. Mosterín, 2006).

1 de octubre de 2008

REFERENCIAS

JUAN, Oscar de & FEBRERO, Eladio (coordinadores) (2002), La fragilidad financiera del capitalismo. Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha.

KINDLEBERGER, Charles P. (1978), Manías, pánicos y cracs. Barcelona, Ariel, 1991.

MALKIEL, Burton G. (1995), Un paseo aleatorio por Wall Street, Madrid, Alianza, 1997.

MARGALEF, Ramón (1982), Ecología. Barcelona, Omega. — (1991), Teoría de los sistemas ecológicos. Barcelona, Universitat de Barcelona.

MARX, Karl (1858-1859), Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse). Barcelona, Crítica, 1978 (dos volúmenes).

MOSTERÍN, Jesús (2006), La naturaleza humana. Madrid, Espasa Calpe.

NAREDO, José Manuel (2006), Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas. Madrid, Siglo XXI.

SEBASTIÁN, Luis de (1999), El rey desnudo. Cuatro verdades sobre el mercado. Madrid, Trotta.

* Catedrático de Teoría económica de la Universidad de Barcelona (abarcelo@ub.edu).

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