Joaquim Sempere*
¿Hará la humanidad caso de un programa que implique limitar su adicción a la comodidad exosomática? Tal vez el destino del hombre sea vivir una existencia corta pero apasionante, excitante y derrochadora más que una vida prolongada, tranquila y vegetativa. Que otras especies (las amebas, por ejemplo) sin ambiciones espirituales hereden una tierra aún bañada en abundancia por la luz del Sol.
NICHOLAS GEORGESCU-ROEGEN
La actual sociedad industrial incurre en un consumo creciente de: 1) recursos naturales no renovables destinados a agotarse, 2) recursos renovables sometidos a un aprovechamiento que no respeta los tiempos de su regeneración y 3) en la producción creciente de desechos a un ritmo y en unas cantidades que el medio natural no puede asimilar. El resultado conjunto de estos factores es un deterioro de las condiciones biofísicas de reproducción de las sociedades humanas. El crecimiento económico inducido por el capitalismo impone una dinámica que alimenta e intensifica este deterioro. En un «mundo lleno» (Daly, 1989) como el actual, con una población humana que se acerca a los 7.000 millones, y con un modelo de producción y consumo muy agresivo para el medio natural, los peligros de regresión y autodestrucción para la vida humana civilizada han adquirido suma gravedad. Ha llegado el momento de preguntarse qué futuro nos espera si no cambia esa dinámica, es decir, si el crecimiento económico prosigue indefinidamente.
Las observaciones de los últimos decenios en materia de erosión de las tierras cultivables, de retroceso de los bosques, de reducción de las reservas pesqueras, de pérdida de biodiversidad y de emisión de gases de efecto invernadero, junto con la perspectiva de un final próximo de la abundancia de energías fósiles (que constituyen las cuatro quintas partes de todas las energías exosomáticas comerciales consumidas en el mundo), con el correspondiente aumento de la escasez de energía y su encarecimiento, indican que las señales de alerta sobre los límites del crecimiento no pueden tomarse ya más a la ligera. Añádase a todo esto que la población mundial seguirá creciendo, según las estimaciones más fiables, en un par de miles de millones de personas durante el presente siglo, y que cada día hay más gente que aspira a niveles de vida más altos y de mayor impacto ecológico. La crisis ecológica mundial está ya en pleno despliegue, aunque muchos la ignoren y la dejen fuera de su campo de visión.
Si esto es así, la idea del decrecimiento resulta cada vez más plausible. Si la economía mundial humana consume recursos a un ritmo y con unos volúmenes insostenibles, y si la degradación de la biosfera prosigue, tarde o temprano los límites se harán perceptibles, el crecimiento no podrá proseguir y tendrá lugar un decrecimiento que restablezca algún grado de equilibrio entre recursos y población. Esto parece indiscutible. La duda no está en si habrá o no decrecimiento, sino si será deliberado y más o menos programado según pautas consensuadas entre segmentos significativos de la población mundial, o si se impondrá al margen de la intervención consciente de la humanidad, caóticamente y en un contexto de lucha darwinista de todos contra todos.(1)
¿NECESITAN LOS POBRES EL CRECIMIENTO?
Los escépticos o enemigos del decrecimiento suelen invocar que los pobres, sean países enteros o individuos, necesitan más consumo para acceder a un bienestar que nadie puede legítimamente negarles; en otras palabras, necesitan crecer, necesitan crecimiento económico. Esta objeción tiene tres defectos. El primero es que se trata de pensamiento desiderativo que no distingue entre lo deseable y lo posible. No basta con desear algo para obtenerlo: hace falta que sea posible. El segundo defecto de esta objeción es que descarta la idea de redistribución y de reducción de los consumos a los que una parte de la humanidad se ha acostumbrado. Aunque no lo sepamos con certeza, es verosímil que haya recursos suficientes, si se administran bien, para que una población del tamaño de la actual pueda vivir con dignidad (aunque no todo volumen de población humana es viable). En tal caso, bastaría una redistribución para satisfacer las necesidades y las aspiraciones viables de todos, y no haría falta crecimiento. El tercer defecto es confundir decrecimiento de toda la economía mundial con decrecimiento de todas sus partes. Seguramente el bienestar de sectores muy numerosos de la humanidad requiere crecimiento de algunas dimensiones de la economía en beneficio de los más desfavorecidos: producción de alimentos, de viviendas dignas, de electricidad, de infraestructuras hidrológicas, etc. Pero esto no es en teoría incompatible con el decrecimiento económico a escala mundial, que supondría un sacrificio compensatorio del consumo de los privilegiados y una substitución de fuentes de energía y de procesos técnicos que redujera la huella ecológica de la humanidad. Justamente el argumento de la equidad hace más imperioso aún el objetivo de decrecer en las regiones del mundo más opulentas y despilfarradoras.
Este último supuesto nos encamina ya hacia la incógnita de si es posible que se modifiquen a la baja —y se estabilicen a un nivel más bajo— las aspiraciones de las personas y, por tanto, de cómo sería aceptado un proceso de transición hacia una economía de estado estacionario o de decrecimiento.
POSIBLES ESCENARIOS DE FUTURO
Hay por lo menos dos escenarios de futuro imaginables. El primero sería un decrecimiento calculado y controlado entre todas las comunidades humanas a través de un acuerdo pactado que permitiera distribuir los costes del ajuste con algún criterio —más o menos equitativo, pero en todo caso aceptado por todos o por la mayoría. El segundo sería un decrecimiento incontrolado, con respuestas dispersas a las situaciones de escasez, sin planeación ni consenso. El resultado inevitable sería el uso de la fuerza por los más poderosos para asegurarse la mayor parte del pastel menguante. Los más sacrificados, o al menos los más amenazados, serían los más pobres y menos poderosos. Probablemente esto se traduciría en guerras entre estados o grupos de estados, y en crisis de las instituciones públicas en el ámbito de los estados, pues los conflictos redistributivos se darían tanto a escala interestatal como en el interior de las fronteras, entre clases sociales y/o grupos con distinto acceso al poder y a la riqueza. El colapso de las instituciones daría lugar probablemente a formas organizadas de criminalidad, de tipo mafioso, o a una refeudalización de las relaciones sociales, con los correspondientes conflictos armados, la inseguridad generalizada y el caos social.
El argumento de la equidad hace más imperioso aún el objetivo de decrecer en las regiones del mundo más opulentas y despilfarradoras.
El segundo escenario es el menos deseable, pero el más probable. Cabe imaginar también que la realidad resulte una combinación de ambos.
La triunfante ofensiva neoliberal de los últimos tres decenios ha desmantelado muchos mecanismos de intervención pública del Estado y ha desacreditado la idea misma de intervención estatal. Cientos de miles de economistas y gestores se forman en las universidades del mundo entero asimilando estas ideas. Esto hace más difícil adoptar en su momento fórmulas de organización económica que escapen del rígido dogma del libre comercio y de la ilusión de que el mercado desreglamentado es la vía óptima para resolver todas las situaciones, y reduce la capacidad de las instituciones económicas y políticas para orientarse hacia el primer escenario aquí planteado.
¿ES POSIBLE LA AUTOCONTENCIÓN Y LA FRUGALIDAD VOLUNTARIA?
En cualquier caso, la apuesta por el primer escenario obliga a plantearse el problema de la aceptación de reducciones del consumo que pueden tener que ser importantes, tanto más cuanto más despilfarradores sean los estilos y niveles de consumo. ¿Es posible la autocontención, la frugalidad voluntaria? Hay un primer obstáculo psicológico: siempre es más fácil adaptarse a un aumento que a una reducción de los bienes y comodidades disponibles. En la medida en que un cambio nos hace la vida más fácil, más cómoda, más refinada, tendemos a elevar nuestros niveles de exigencia o necesidad, y nos habituamos en seguida a esas mejoras. Una vez habituados, la renuncia a esas facilidades o ventajas nos resulta un sacrificio costoso.(2) Durante un par de siglos, y más marcadamente durante el último medio siglo, la parte más privilegiada de la humanidad —esto es, América del Norte, Europa occidental y septentrional, Japón y Corea del Sur, además de otros países menores y ciertas minorías de otras regiones del mundo— ha gozado de niveles altísimos y crecientes de comodidad y abundancia. Estos niveles, además, se han erigido en modelo para buena parte del resto de la humanidad y en objeto del deseo de miles de millones de personas, sobre todo en los países llamados emergentes, entre los que se suele incluir a China, Brasil, India, etc.
El problema de la autocontención aparece, a primera vista, como un mero problema de reducción del consumo final de las personas individuales y por tanto de reducción de los bienes disponibles y de las comodidades y facilidades introducidas y generalizadas por la civilización industrial. Una idea hoy bastante extendida plantea nuestra relación con el consumo excesivo de los privilegiados de la Tierra como una cuestión de ética individual. Nuestro consumismo sería resultado de una especie de vicio moral, de nuestra insensibilidad, codicia y ambición, de nuestro egoísmo. La codicia, la ambición, la insensibilidad y el egoísmo existen, sin lugar a dudas, e influyen en las conductas económicas. Pero el «exceso de consumo» de las actuales sociedades opulentas no deriva sólo, ni principalmente, de estos rasgos morales. Deriva sobre todo de un sistema de producción expansivo movido por dinámicas maximizadoras que empujan a la ampliación constante de la producción para la venta con miras a la acumulación incesante de capital.(3) La plétora de productos lanzados al mercado genera el deseo y la demanda de estos productos. Los productores, por su parte, necesitan hallar compradores. El crédito al consumo más los reclamos comerciales se combinan con la competición generalizada por signos de status y de éxito social («no ser menos que el vecino», que en una sociedad adquisitiva se traduce como «no tener menos que el vecino»). Pero el problema tiene otras dimensiones.
METABOLISMO SOCIONATURAL
Si miramos este fenómeno desde un punto de vista más amplio que contemple el entero metabolismo socionatural entre sociedades humanas y medio ambiente natural, se observa que consumo y producción son inseparables, son dos caras de una misma moneda. Por esto, hablar de consumismo o de exceso de consumo implica hablar de fenó- menos emparentados en la esfera de la producción. Implica hablar del entero metabolismo socionatural. A los efectos de la insostenibilidad ecológica —que es el problema de fondo que conduce a la inevitabilidad del decrecimiento—, lo peligroso no es el consumo humano final, sino la degradación de los ecosistemas que sustentan la vida. En la sociedad técnica avanzada de hoy la obtención de agua, alimentos y otros satisfactores de necesidades (por no hablar más que de las necesidades básicas elementales) requiere actividades de mucho más impacto ecológico que en cualquiera de las sociedades anteriores. Esto señala una posible vía de abordaje del problema generado por el crecimiento: la ecoeficiencia.
Una bombilla de bajo consumo ofrece un mismo servicio —iluminación— con un gasto 5 veces menor de electricidad. Los motores de explosión actuales, más eficientes que los de años atrás, consumen 30 o 40% menos carburante para proporcionar el mismo impulso motor. Hoy la industria recupera metales usados en proporciones que alcanzan más del 40% del total.(4) Los captadores de energía renovable de origen solar, incluida la eólica, empiezan a proporcionar una parte significativa de la energía exosomática consumida en algunos países con un gasto mínimo de metales, otros materiales y energía (fósil o nuclear) para su fabricación e instalación. Los ejemplos podrían multiplicarse.
La ecoeficiencia hace posible reducir el impacto ambiental sin renunciar a ciertas comodidades logradas hasta hoy. Pero no implica, en modo alguno, ninguna presión «determinista» a prescindir del crecimiento económico. Esta vía «técnica» de reducir los impactos humanos sobre la superficie del planeta viene siendo promovida no sólo desde la sociedad civil, desde los grupos ecologistas, sino también desde la industria privada y los gobiernos. La industria «verde» se presenta como un relevo en las dinámicas inversionistas del capital, y como una alternativa a la crisis en sectores tradicionales de la industria. Desde este punto de vista, no sólo no está en contradicción con el dogma del crecimiento indefinido, sino que se presenta como una línea adicional de crecimiento, y por esto no encuentra resistencias por parte de los intereses del gran capital (aunque pueda topar con los intereses a corto plazo de algunos sectores empresariales, como la industria energética tradicional). Quienes creen en la compatibilidad entre crecimiento y sostenibilidad ecológica se apuntan a esta línea. Invocan la llamada desmaterialización de las industrias más modernas, que muestran una desvinculación entre producción y gasto de recursos naturales y contaminación (Carpintero 2005:43-111).(5)
A los efectos de la insostenibilidad ecológica, lo peligroso no es el consumo humano final, sino la degradación de los ecosistemas que sustentan la vida.
Aunque en términos relativos se dé esta desvinculación en algunos casos, las cifras globales de requerimiento de materiales y energía no cesan de aumentar, y esto es lo que importa para los efectos ecológicos globales. A eso debe añadirse el hecho de que cuando una técnica reduce el gasto en materiales y energía (y normalmente el precio de estos insumos), se tiende a aumentar esos consumos, de modo que se neutralizan con mayores consumos los ahorros en eficiencia: es el llamado efecto rebote o paradoja de Jevons (Carpintero 2005:86-92).
La evolución técnica nos proporciona medios para satisfacer nuestras necesidades y nuestros deseos y estos medios acaban siendo indispensables para vivir de modo satisfactorio. Por ejemplo, en cualquier ciudad actual se requiere un complejo dispositivo colectivo de captación, depuración, transporte y distribución del agua hasta los grifos de las casas. Del mismo modo, es fácil comprender que entre los seres humanos y la naturaleza se interponen sistemas sociotécnicos que permiten obtener, además del agua, los alimentos, la ropa y todo lo que constituye el conjunto de nuestras necesidades, incluso las más elementales (y evacuar nuestros residuos) pero que nos hemos acostumbrado a satisfacer de determinadas maneras muy complejas, muy poco elementales, que nos resultan necesarias. No es posible hoy imaginar nuestro nivel de vida sin la nevera, el teléfono, el televisor, la red de carreteras y vías férreas, el automóvil, el sistema escolar y el sanitario.
Para reducir nuestra huella ecológica no basta con una moral austera que nos empuje a renunciar a lujos y caprichos: hace falta simplificar nuestro entero metabolismo socionatural.
En otras palabras: nuestro «exceso» de consumo no depende sólo de que cedamos al gusto por los caprichos y los lujos «consumistas», sino de la complejidad de los sistemas sociotécnicos que nos permiten satisfacer nuestras necesidades, incluidas las más elementales. Para reducir nuestra huella ecológica no basta con una moral austera que nos empuje a renunciar a lujos y caprichos: hace falta simplificar nuestro entero metabolismo socionatural. Lograr esta hazaña forma parte de cualquier programa imaginable de decrecimiento voluntario.
RACIONALIDAD ECOSOCIAL Y VOLUNTARIEDAD DE SEGUNDO GRADO
Como ya se ha dicho, la línea de la ecoeficiencia tiene unos límites evidentes, y hay que jugar con las magnitudes globales de la huella ecológica humana, abordando no sólo la eficiencia en el uso de materiales y energía, sino también la suficiencia, es decir, abstenerse de consumos excesivos y despilfarros, lo cual implica autocontención. Los actos individuales de autocontención del consumo tienen escasa eficacia. La adicción a la opulencia y a la comodidad es muy fuerte. Quienes toman conciencia del problema mundial y están dispuestos a adoptar conductas económicas dotadas de una racionalidad ecosocial son una minoría. Es cierto que en los últimos años se han logrado cambios significativos en ámbitos tan variados como la reducción del consumo de carne o el uso de la bicicleta, el ahorro de agua o la recogida selectiva de residuos sólidos urbanos. Pero la magnitud y la urgencia de los problemas obligan a adoptar medidas más eficaces y masivas, que sólo pueden lograrse mediante una disciplina colectiva garantizada por los poderes públicos. El civismo individual puede llevar a sacrificar tiempo y comodidad absteniéndose algunas personas del uso del automóvil privado y recurriendo al transporte público. Pero si las administraciones públicas no prohíben el uso del coche en determinados ámbitos y aumentan el número y la frecuencia de los vehículos públicos, esa acción cívica individual se diluirá como una gota de agua en el mar de las conductas incívicas. Para paliar estos efectos de «dilema del prisionero», las conductas solidarias deben verse reforzadas por medidas coercitivas que desanimen o penalicen las insolidarias.
La acción voluntaria, ineficaz cuando es individual, queda entonces arropada por una coerción institucional que impone el interés general por encima del «interés individual». Cuando progresa la toma de conciencia de los riesgos y, sobre todo, cuando hay una masa crítica de personas favorables a un cambio hacia la sostenibilidad, esas medidas coercitivas se pueden entender no como mera imposición externa, sino como autoimposición de la ciudadanía. Las políticas coercitivas adoptadas democráticamente se pueden entender como casos de una voluntariedad de segundo grado. Cuando acepto una limitación de velocidad en las carreteras y me pliego a la obligatoriedad impuesta por las instituciones democráticas según una lógica públicamente debatida (para fines consensuados como la reducción de las emisiones de gases contaminantes y de los accidentes de circulación), actúo obligadamente y bajo penas de sanción, pero acato la voluntad colectiva en cuya adopción he sido partícipe en tanto que ciudadano.
Cuando la voluntariedad propiamente dicha, de primer grado, no basta, hay que aplicar la de segundo grado. La voluntariedad es muy importante de cara a la eficacia de las medidas que se adopten. Las medidas por arriba suelen verse como imposiciones, y pueden dificultar la asunción voluntaria de las personas, y por tanto la continuidad de las prácticas que se intentan promover y su difusión en toda la sociedad.
CÓMO SIMPLIFICAR EL METABOLISMO SOCIONATURAL Y HACERLO MÁS SOSTENIBLE
En la experiencia social de los últimos años se han dado ya bastantes medidas y políticas que van en la línea de la sostenibilidad ecológica. Veamos algunos ejemplos.
Políticas de demanda. En la planificación gubernamental de la provisión de agua o energía, frente a las políticas de oferta, se pueden practicar políticas de demanda. Las polí- ticas de oferta consisten en tratar de asegurar la provisión de agua o electricidad ajustándola a previsiones de futuro que extrapolen los consumos observados hasta ahora. Las políticas de demanda, en cambio, tratan de influir en la demanda para reducir el consumo: medidas de ahorro, de eficiencia, etc., con la mirada puesta en la reducción del impacto ecológico.
Reglamentaciones y prohibiciones. Los gobiernos pueden reglamentar la producción y distribución de bienes indeseables o en cuya producción se incurre en procesos contaminantes o dilapidadores. En casos peligrosos se ha llegado a la prohibición (como la del DDT en su momento, aunque no en todo el mundo); en otros considerados menos graves se introducen incentivos o recomendaciones (como la sustitución del cloro por el agua oxigenada en el blanqueo del papel reciclado). La obligatoriedad de que la edificación nueva o los edificios públicos —nuevos o no— estén equipados con captadores solares térmicos para calentar el agua sanitaria (vigente en España) es una manera de difundir esta técnica «amiga de la Tierra» y de crear mercado para estos artefactos.
Impuestos verdes. La fiscalidad verde busca, por su parte, internalizar costes ambientales en productos ecológicamente nocivos para desincentivar su producción y consumo.
Condicionalidades en la contratación pública. La contratación pública de bienes que cumplan ciertos requisitos ambientalmente saludables empuja a la industria a asumir imperativos ecológicos: la administración pública, así, crea también incentivos y mercado para productos limpios y renovables.
La trivialidad en que se ha convertido el «fin de semana en Londres» desde cualquier punto de la península ibérica debería eliminarse cuanto antes.
Políticas territoriales orientadas a reducir la necesidad de transporte. El despilfarro podría combatirse con otras medidas, mucho más difíciles de arbitrar, que atacaran una fuente primordial de derroche energético: el transporte. La facilidad del transporte mecánico moderno, con precios muy asequibles para los carburantes, ha hecho posible una distribución sumamente dispersa de las actividades humanas en el territorio. Esto genera una necesidad de transporte hipertrofiada. Se produce a gran distancia del lugar donde se consumirá. La fabricación se dispersa en el mundo entero: la minería, la elaboración de los metales, la creación del saber técnico en laboratorios, los productos semielaborados y el montaje final del producto tienen lugar en los cuatro puntos cardinales del planeta y requieren, en cada fase, transporte. Se reside lejos de donde se trabaja, se estudia, se compra o se busca diversión. Los alimentos y la energía se producen lejos de donde se necesitan, y deben desplazarse también. Frente a esta necesidad aberrante de transporte —téngase en cuenta que el transporte consume aproximadamente la mitad de toda la energía comercial que consume la humanidad—, el derroche debería combatirse mediante políticas territoriales de proximidad, lo que Serge Latouche (2007) ha llamado «relocalización». Deberían arbitrarse medidas para lograr en plazos breves una reorganización de las actividades necesarias para conseguir grados elevados de autosuficiencia energética, alimentaria, cultural, de servicios… Esto implica cambios drásticos en los hábitos y en las aspiraciones. La trivialidad en que se ha convertido el «fin de semana en Londres» desde cualquier punto de la península ibérica debería eliminarse cuanto antes. La eficacia de las comunicaciones actuales hace hoy posible acceder con suma facilidad y escasos recursos a muchas incitaciones y propuestas culturales. Viajar (las personas) debería verse como algo muy valioso para el desarrollo personal, pero que no puede trivializarse como hoy se hace —incluida la subvención pública al carburante de los aviones.
Naturalmente, como ya he dicho, una reorganización territorial de alcance tal es muy difícil de arbitrar. Pero no imposible: se pueden incentivar los consumos de proximidad, se puede dificultar fiscalmente el transporte innecesario, etc. El dogma hoy ampliamente dominante de que el comercio genera riqueza ha creado hábitos y ha reestructurado a escala mundial todo el sistema productivo hasta un punto de difícil marcha atrás. Pero si persiste el actual encarecimiento del petróleo y se agrava la disponibilidad de carburantes, las poblaciones se verán obligadas a adoptar espontáneamente medidas prácticas que «generen proximidad».
Política de la tecnociencia. Otra opción poco transitada tiene que ver con la orientación que se puede imprimir a la investigación y al desarrollo científico y técnico. La tecnociencia se ha desarrollado en función de una organización económica ecológicamente insostenible porque esa organización era la que había. (mgtrailer.com) Hoy en día sabemos que las alarmas sobre la crisis ecológica han desencadenado desde hace muchos años líneas de investigación orientadas hacia la sostenibilidad. Se trataría, pues, de fomentar y multiplicar estas líneas; de poner la tecnociencia al servicio de proyectos que incorporen principios ecológicos, de precaución, ahorro, eficiencia y suficiencia. Mientras se invierta 6 veces más dinero en investigación en energías nucleares, incluida la de fusión, que en energías limpias y renovables,(6) la cultura de la sostenibilidad no puede avanzar al ritmo exigido por la situación. Lo mismo puede decirse de todas las demás técnicas.
DECRECIMIENTO, EMPLEO Y TIEMPO LIBRE
El decrecimiento no gusta a los sindicalistas obreros, y seguramente tampoco gusta al grueso de los trabajadores asalariados. Se teme que haga desaparecer puestos de trabajo. Si ya la desaceleración y la falta de crecimiento incrementan el paro, el decrecimiento parece tener que hacerlo aun más deprisa. Pero los hechos muestran que tampoco el crecimiento es una garantía para los puestos de trabajo. El crecimiento ha batido todos los récords en los últimos treinta años, y el empleo no ha dejado de reducirse también. Esto invita a pensar que las relaciones entre empleo y (de)crecimiento no son directas. La cuestión del empleo tiene que ver, sobre todo, con el régimen de propiedad de los medios de producción. Si la gran masa de los medios de producción están en pocas manos y si la legislación permite a sus propietarios ejercer derechos desmesurados sobre los trabajadores empleados, el imperativo de máximo beneficio —sobre todo en un contexto de competitividad mundial— jugará siempre contra los trabajadores.
Decrecimiento, obviamente, implica menos producción mercantil, y por tanto menos ingresos monetarios. Pero esto no tiene por qué significar menos bienestar —que es la amenaza asociada al aumento del desempleo. El bienestar se reduciría si para obtener esos ingresos monetarios hubiera que trabajar tanto o más que antes. Esta posibilidad no se puede descartar, y de hecho ha tenido lugar a menudo en los últimos años. En cambio el bienestar no se reduciría necesariamente si a menos ingresos correspondiera más tiempo libre. Examinando el período posterior a la Segunda Guerra Mundial en la economía de los Estados Unidos, Juliet Schor observa que la mayor productividad en el trabajo no redundó en más ocio, y lo atribuye a que la población asalariada se vio empujada a trabajar más horas para ganar más dinero y satisfacer así sus crecientes ansias de consumo. Muestra, además, que no se puede entender este fenómeno meramente en términos de las preferencias de los asalariados, pues actuaron fuerzas que escapaban a la libre iniciativa de éstos. El afán de consumo fue inducido en parte por los reclamos comerciales, y en parte por la presión de los empresarios a favor de más horas de trabajo (y más ingresos para los trabajadores) en lugar de más tiempo de ocio. El «mercado» de tiempo libre «apenas existe en los Estados Unidos. Con escasas excepciones, los empresarios (vendedores) no ofrecen la oportunidad de cambiar ingresos por una jornada laboral más corta o un año sabático ocasional. Se limitan a traducirlo en ingresos, en forma de incrementos salariales o bonificaciones» (Schor 1994:18). La reducción de jornada, por ejemplo, no se contemplaba como opción, y cuando se contemplaba acarreaba pérdidas más que proporcionales en las cotizaciones a los seguros. La expansión de la pasión consumista tuvo poco de opción libremente elegida. Los empresarios preferían pedir horas extras a los trabajadores ya empleados que contratar otros nuevos, y fidelizaban a sus trabajadores cuando éstos quedaban atrapados en la cadena consumista de hipotecas y créditos. Schor subraya que tampoco se discutió públicamente la opción entre más ingresos o más ocio, lo cual ilustra la aplastante hegemonía empresarial en la organización del trabajo.
Esta observación indica que el afán desmedido de consumo no es tan espontáneo como a veces se presenta, lo cual permite pensar en su reversibilidad. Son frecuentes en los países industrializados —sobre todo en aquellos que tienen buenos sistemas de protección social— los casos de trabajadores, mujeres y hombres, que renuncian a ingresos mayores a cambio de más tiempo de ocio. Más tiempo libre no sólo permite gozar más y mejor de los medios de la vida, sino que además deja campo libre a intercambios recíprocos, a una mayor vida de relación, una mayor dedicación a los hijos, consortes y otros familiares o amigos. Y esto puede hacer aumentar la calidad de vida. Así, pues, la pérdida de poder adquisitivo que el decrecimiento puede provocar no tiene por qué identificarse con pérdida de calidad de vida. Puede ocurrir incluso lo contrario, si bien esto depende de que tenga lugar un cambio de valores y prioridades.
Podemos imaginar un bienestar que no dependa de intercambios mercantiles, sino de relaciones de reciprocidad: la conversación con otras personas, el ejercicio físico, el deporte, los masajes y otras actividades de cuidado personal. Estas actividades, además, no son exigentes en medios materiales ni en energías exosomáticas. El bienestar resultante podría mejorar sin necesidad de aumentar los ingresos monetarios y sin impactos ambientales importantes.
El afán de consumo fue inducido en parte por los reclamos comerciales, y en parte por la presión de los empresarios a favor de más horas de trabajo en lugar de más tiempo de ocio.
Herman Daly formula así un argumento históricamente importante que establece una correlación inversa entre crecimiento y empleo: «¿Cómo se puede mantener el pleno empleo en una economía cuya tecnología se vuelve cada vez más intensiva en capital y en [recursos] energéticos, al tiempo que padece una creciente escasez de los recursos no renovables en que basa su tecnología?» (1989:377). Pero este argumento presupone un régimen privatista de propiedad. En otros regímenes la tecnología ahorradora de mano de obra puede dar lugar a un incremento del tiempo libre. Ahora bien, la escasez de energía puede desembocar en un resultado inverso: más trabajo para obtener el mismo producto (aunque de manera ecológicamente más sostenible). Georgescu-Roegen lo advertía: «La historia […] presenta numerosos ejemplos (la Edad Media es uno de ellos) de sociedades cuasiestacionarias donde las artes y las ciencias prácticamente estaban estancadas. En un estado estacionario, además, la gente puede estar ocupada en los campos y [talleres] todo el día» (1989:82). Por eso conviene no idealizar: una economía estacionaria o en decrecimiento tendría efectos muy distintos según el régimen de propiedad y los valores y prioridades hegemónicos de la sociedad.
Es difícil, por no decir imposible, que el capital acepte dinámicas de «auto-reducción» de este tipo (aunque en determinados contextos el capital, porque no tenía fuerza para oponerse, ha aceptado reducciones importantes de la tasa de beneficios), y por esto es previsible que si tienen lugar reducciones de los recursos disponibles, se produzcan tensiones en torno al régimen capitalista de propiedad y de acumulación.
Nuestra sociedad mundial es como el Titanic, y, como él, está amenazada de naufragio, aunque muchos alimenten la ilusión de que es insumergible.
CONCLUSIONES
El parón del crecimiento, e incluso el decrecimiento, que se anuncia debido a la imposibilidad de seguir sobreexplotando la biosfera debería ser asumido consciente y deliberadamente para evitar que desencadene una lucha de todos contra todos y un colapso social. Este decrecimiento afectaría sobre todo al mundo rico, puesto que el mundo pobre necesita crecer en algunas dimensiones de la provisión de bienes y servicios. Sería aconsejable que los países empobrecidos «emergentes» que han emprendido la senda del crecimiento industrial acelerado lo hicieran según pautas distintas a las que han prevalecido en Occidente, muy destructivas del medio natural, pero todos sabemos que no es ésta la opción elegida por ellos, lo cual hace más inquietantes para todos las previsiones de futuro. Si no se asume conscientemente que el crecimiento debe detenerse y dar marcha atrás, la escasez de recursos y la degradación ambiental pueden imponer la austeridad, y en las zonas más vulnerables la muerte por hambre.
El decrecimiento es incompatible con una organización económica, como la capitalista, que sólo puede funcionar expandiendo la suma de valor, y por tanto implicaría conflictos muy agudos respecto de la propiedad de los medios de producción y del reparto del poder en la sociedad. A medida que vayan haciéndose perceptibles las escaseces de recursos, esos conflictos adoptarán formas que dependerán del reparto del poder industrial, financiero, político y militar y de la capacidad de las víctimas para defenderse e imprimir a la sociedad dinámicas más o menos igualitarias. Unas buenas salidas a la crisis serían aquellas que permitieran adoptar criterios ampliamente compartidos y consensuados de austeridad que hicieran posible a todos vivir aceptablemente con menos recursos que los que hoy dilapidamos.
Para ello hace falta que se desarrolle una cultura de la suficiencia, condición para hallar satisfacción con unos medios materiales bastante más reducidos que los que actualmente usa y consume la quinta o cuarta parte de la humanidad más acomodada. Esta revolución cultural es una tarea hoy prioritaria. Su éxito y su difusión permitirían tal vez encauzar la crisis hacia salidas positivas y solidarias; pero incluso si se impusieran soluciones darwinistas que llevaran a la desintegración social, una cultura de la suficiencia sería una reserva espiritual para reemprender la lucha por nuevos equilibrios ecosociales, más equitativos y sostenibles, cuando se reunieran las condiciones para ello.
Una cultura de la suficiencia debe contemplar el entero metabolismo socionatural de la especie humana con el medio natural. Por lo tanto, no hay que atender sólo a redimensionar los consumos finales de las personas, sino también los «consumos intermedios» con los que producimos los bienes finales de consumo, lo cual significa simplificar nuestro metabolismo socionatural. Esto significa hacer lo mismo con menos, utilizar medios sostenibles, energías renovables, cerrar el círculo de los residuos recuperándolos, proteger los ecosistemas de su destrucción, aprovechar los recursos renovables sin agotar el capital natural que los proporciona.
Esta reorientación implica no sólo autocontención individual, frugalidad personal, menor consumo final de recursos. Implica también acción colectiva, social y política, con miras a reorganizar el entero metabolismo socionatural, tarea que obviamente no está al alcance de la acción individual. El consumo es político. Como parte del metabolismo socionatural, el consumo depende de la producción, y no puede intervenirse en su configuración si no se interviene a la vez en el modelo productivo, económico y ecológico. Y esto es una tarea eminentemente política, que, además, no se puede abandonar a ningún poder minoritario, sea político o económico o ambas cosas, y en particular, que no se puede ni se debe abandonar al poder expansivo y maximizador del capitalismo.
El hundimiento del Titanic fue dramático no sólo, ni principalmente, porque fue el fracaso de la ilusión de que la técnica era capaz de construir un buque insumergible. Lo fue porque aquel barco admitía muchos más pasajeros que plazas en botes salvavidas. Al naufragar, una parte del pasaje estaba automáticamente condenada a morir. Nuestra sociedad mundial es como el Titanic, y, como él, está amenazada de naufragio, aunque muchos alimenten la ilusión de que es insumergible. Por eso la tarea más solidaria y humanista hoy es aprovechar los años que nos quedan —antes de que sea demasiado tarde— para desguazar los camarotes y los salones de lujo del buque y con sus maderas y otros materiales ponernos a construir los botes salvavidas que faltan.
REFERENCIAS
CARPINTERO, Óscar, El metabolismo de la economía española. Recursos naturales y huella ecológica (1955-2000), Fundación César Manrique, Teguise (Lanzarote), 2005.
DALY, Herman, Economía, ecología, ética. Ensayos hacia una economía en estado estacionario, Fondo de Cultura Contemporánea, México, 1989.
GARCIA, Ernest, «Del pico del petróleo a una sociedad post-fosilista», en Sempere-Tello, 2008, pp. 21-48.
GEORGESCU-ROEGEN, Nicholas, «Mitos de la economía y de la energía», en Daly (1989: 73-92).
LINZ, Manfred, Jorge RIECHMANN y Joaquim Sempere, Vivir (bien) con menos, Icaria, Barcelona, 2007
NAREDO, J.M., y A. VALERO (dirs.), Desarrollo económico y deterioro ecológico, Fundación Argentaria-Visor, Madrid, 1999.
SCHEER, Hermann, Estrategia solar. Para el acuerdo pacñifico con la naturaleza, Plaza & Janés, Barcelona, 1993.
SCHOR, Juliet, La excesiva jornada laboral en Estados Unidos: la inesperada disminución del tiempo de ocio, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1994.
SEMPERE, Joaquim, y Enric TELLO, El final de la era del petróleo barato, Icaria, Barcelona, 2008.
LATOUCHE, Serge, Sobrevivir al desarrollo. De la descolonización del imaginario económico a la construcción de una sociedad alternativa, Icaria, Barcelona, 2007.
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* Profesor de Sociología Medioambiental de la Universidad de Barcelona. Miembro del consejo editorial de la revista «Mientras tanto». Correo-e: jsempere@ub.edu
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1 En esta segunda hipótesis, es imaginable que los privilegiados puedan defender un tren de vida elevado en algunos islotes rodeados de un mar de miseria, islotes en los que el crecimiento económico pueda proseguir, al menos por un tiempo.
2 Es probable, además, que una economía de la escasez no pueda soportar ciertos avances civilizados que hoy damos por descontados. Según autores como D. Price, las sociedades post-colapso tendrán que vivir vidas más sencillas, como los cazadores y agricultores de subsistencia del pasado. No tendrán los recursos para construir grandes obras públicas o para realizar investigación científica. No podrán permitir que algunos individuos se mantengan improductivos, escribiendo novelas o componiendo sinfonías (E. Garcia 2008:35). Un colapso civilizatorio puede imaginarse también no como total, pero sí parcial.
3 David Harvey (2004) subraya la sobreacumulación de capital recurrente en toda la historia del capitalismo maduro, que desemboca en crisis o en un expansionismo inversor o territorial. Los efectos finales, sea cuál sea el itinerario, siempre es el mismo: una expansión de la capacidad adquisitiva y de la demanda final que se traduce en presiones sobre los recursos naturales.
4 Según Naredo-Valero (1999:129), en 1991 se recuperaba en el mundo el 16% del estaño, el 21,1% del zinc, el 27,6% del aluminio, el 43,4% del cobre y el 43,5% del plomo.
5 Véanse también las estimaciones de los requerimientos directos y totales de materiales de la civilización industrial en Naredo-Valero (1999:71-154).
6 Las inversiones totales para el decenio 1981-1990 en investigación sobre la energía en todos los países miembros de la Agencia Internacional de la Energía se repartían así: energías solares 9,5%; ahorro energético 7%; energías fósiles 16,8%; energías nucleares 66,5% (Energy Policies of IEA, 1990 Review, OCDE, París; cit. en H. Scheer [1993:66]).
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