El moderno discurso de la sostenibilidad no está satisfaciendo las expectativas de una mayor participación, una mayor equidad social y ambiental, la eliminación de la pobreza y el hambre, y la salvaguarda de los recursos naturales para las futuras generaciones. Según McAfee (1999), el desarrollo sostenible se ha convertido en un “desarrollismo verde”, una apuesta por las soluciones del mercado y los parches tecnológicos que dejan intacta la estructura de los actuales sistemas de producción y de gobernanza. Pero ¿pueden realmente permanecer intactos?
En este artículo analizaremos los fundamentos del discurso del desarrollo sostenible y haremos una lectura crítica de las propuestas surgidas de Río+20 y el flamante artilugio publicitario sobre la sostenibilidad: la Economía Verde.
Guiándonos por un modelo de democracia ecológica, analizaremos el discurso institucional de Río+20 de acuerdo a los atributos considerados esenciales para lograr la justicia social y ecológica en la toma de decisiones globales sobre el medio ambiente.
El ascenso del desarrollismo verde
Crutzen y Stoemer (2000) acuñaron el concepto de “Antropoceno” para ilustrar las evidencias y la magnitud de hasta dónde la actividad humana es determinante para la condición del planeta. Puesto que las consecuencias de una industrialización desenfrenada han afectado a la humanidad durante décadas, o siglos, una gobernanza ambiental mundial sería el esfuerzo colectivo más importante que podrían asumir los seres humanos. Pero los problemas ambientales son indisociables de los más graves problemas sociales: la pobreza, el hambre y la exclusión de miles de millones de personas de los beneficios del desarrollo, mientras que la gobernanza mundial no ha dejado de ser un ejercicio opcional entre un número limitado de estrategias políticas, basado en hechos y preferencias aportados por un número limitado de actores (Paavola, 2007).
La moderna gobernanza global tuvo su origen al finalizar la segunda guerra mundial, con la creación de organismos internacionales que aspiraban a establecer un orden económico mundial, estimulado y patrocinado por Estados Unidos. Desde el principio, estuvo inspirado en el pensamiento neoliberal, es decir: desregulación de los mercados y del capital, un estado débil, enérgica protección de los derechos de propiedad intelectual y privatización de bienes y servicios.
En las décadas de 1970 y 1980 el énfasis se desplazó hacia la gobernanza ambiental mundial, inspirada por nuevos actores, entre ellos las agencias de Naciones Unidas en las que las nuevas naciones descolonizadas iban hallando su voz, y los incipientes movimientos ecologistas de todo el planeta (Peet y Watts, 1996). El principio rector adoptado para el “nuevo” orden mundial fue el concepto de desarrollo sostenible, cuya definición podemos encontrarla ya en la Declaración de Estocolmo de 1972, en la primera conferencia internacional sobre cuestiones ambientales[1]. La sustentabilidad es entendida como un desarrollo que satisface equitativamente las necesidades sociales, económicas y ambientales de las actuales y futuras generaciones. (www.tntechoracle.com)
Fueron necesarios veinte años más para que tal concepto fuese operativo: la Cumbre de la Tierra de 1992[2] introdujo principios y directrices esenciales para el cambio institucional (enfoque ecosistémico, principio de precaución, evaluaciones ambientales preceptivas, derecho de acceso a la justicia y a la información, para mencionar sólo algunas), juntamente con un plan para el desarrollo sostenible: la Agenda 21[3].
Pero así como Río 1992 representó la institucionalización de la gobernanza ambiental intra e interestatal y la oportunidad para nuevos involucrados de participar en el diseño de las políticas internacionales, también marcó el inicio de advertencias comerciales en los acuerdos ambientales internacionales (Principio 12, Declaración de Río[4]). El factor de equidad global que formaba parte del informe Brundtland[5], sería rápidamente ignorado por los países ricos y el discurso se limitó a lo que podría considerarse una versión “débil” de la sostenibilidad: deben respetarse los límites ecológicos al desarrollo, pero pueden ser extendidos, siempre y cuando se escojan las políticas correctas (Dryzek, 2005: p.147).
De tal modo, las instituciones neoliberales como el Banco Mundial cooptaron y adaptaron hábilmente los principios del discurso de la sostenibilidad –básicamente normativo- convirtiéndolo en un enfoque que ha sido definido como “desarrollismo verde” por McAfee (1999), poniendo al ambientalismo al servicio del capitalismo. Mediante la reconceptualización de los problemas ambientales como problemas de la eficiencia de los mercados, los pilares ecológicos y sociales de la sostenibilidad han pasado a depender del pilar económico, manteniendo cualquier debate sobre el cambio socioestructural guardado bajo siete llaves (Cheney et al., 2004).
La variable de la democracia en la gobernanza
Veinte años después de la Cumbre de la Tierra en Río, tanto el medio ambiente como la equidad están más amenazados que nunca. La mayoría de los habitantes del planeta continúa siendo pobre si se utiliza como línea de pobreza un ingreso de 10 dólares por día, y la desigualdad sigue siendo endémica aún en regiones ricas (Banco Mundial, 2008), millones de pequeños agricultores están perdiendo el acceso a la tierra, el agua y las semillas (Oguamanam, 2007), la cifra de hambrientos continúa aumentando[6] y nuestra presión sobre los ecosistemas no deja de intensificarse[7]. Una de las paradojas más flagrantes del paradigma productivista, que insiste siempre en que una mayor industrialización reducirá el hambre y la pobreza, es el hecho de que, pese al gran incremento de la producción agrícola, la mitad de los pobres del mundo son pequeños agricultores y un quinto de ese total son familias rurales sin tierra (Windfuhr y Jonsén, 2005), mientras las zonas rurales congregan al 45 por ciento de los pobres del planeta (Banco Mundial, 2008).
Si observamos los poderosos instrumentos concebidos a parir de Río 1992 para contrarrestar las consecuencias negativas del desarrollo humano, redistribuyendo a la vez los costes y beneficios de la explotación de los recursos naturales, queda claro que la resolución de los desafíos a la humanidad no es ya una cuestión de saber qué hacer, sino de fomentar la voluntad política para que se pongan en práctica (McKeon, 2011).
Esto nos conduce a la democracia. Ya antes de Río 1992, Habermas (1990) comentaba que los procesos democráticos a nivel de estados nacionales no llevaban el mismo ritmo que la integración económica que se estaba produciendo a escala supranacional. Según Bernstein (2004), la gobernanza ambiental es en teoría el ámbito más transparente, participativo y accesible de la gobernanza mundial. Pero mientras la gobernanza ambiental siga subordinada a las metas de los mercados abiertos, la libertad de las empresas multinacionales, la eficiencia y el crecimiento económico, continuará careciendo de legitimidad social. Dicha legitimidad social requiere que quienes deberán asumir los riesgos de las actividades humanas, sean también los que tengan la última palabra en el momento de definir la gestión (Dryzek, 2000).
Al condicionar la gobernanza ambiental a los imperativos del comercio mundial, regulado exclusivamente por algunas de las instituciones internacionales menos democráticas (la OMC, por ejemplo, no tiene virtualmente conexiones con los ciudadanos de los países que la integran (Bonanno, 2004)), los sistemas de producción que están dañando al medio ambiente, agotando recursos comunes y marginalizando a grandes sectores de la población, están efectivamente exentos de cualquier control social. Las políticas comerciales, y ahora también las políticas ambientales, son discutidas entre un número reducido de estados, instituciones supranacionales, empresas multinacionales y grandes organizaciones no gubernamentales, más allá del ámbito de las deliberaciones legislativas nacionales y aisladas del escrutinio público (Randeria, 2007).
Los científicos progresistas, los movimientos sociales y ecologistas, y cada vez más los miembros de instituciones supranacionales[8] vienen denunciando que la sostenibilidad tiende a favorecer a los países ricos, privatizando los beneficios y socializando los costes (Faber y McCarthy, 2003).
Puesto que la salud medioambiental está positivamente ligada a la existencia de instituciones democráticas participativas y, a la inversa, la salud de las democracias existentes depende de una distribución equitativa de los recursos ambientales (Mitchell, 2006), se desprende que no sólo la gobernanza ambiental debe democratizarse, sino que a cada nivel de las sociedades y actividades humanas necesitamos algo que ha sido definido como “democracia ecológica”. Según la definición de Mitchell (2006: p.406) esta sería una “gobernanza participativa centrada en los entornos saludables, la justicia social y una ciudadanía vigorosa”.
De acuerdo a los demócratas ecológicos, los problemas sociales y ambientales son un resultado de la dinámica política que caracteriza a nuestros sistemas de producción, que perpetúan las desigualdades en la distribución de los costes y beneficios de las actividades humanas (Byrne, 2002). La democracia ecológica es presentada como una alternativa, uniendo dos conceptos poderosos: el concepto de democracia echa mano de un rico patrimonio de teorías y prácticas, por más que no haya una definición universal de en qué consiste una “verdadera” democracia (Mitchell, 2006), y el concepto de ecología designa la interconexión del ser humano con la naturaleza y todos los seres vivientes (Hester, 2006).
Medir la democracia ecológica
La reciente Cumbre de la Tierra, veinte años después de Río 1992, destacó por la participación pública y por la transparencia institucional en el debate sobre la gobernanza ambiental mundial, con 814 organizaciones participantes y todas las ponencias publicadas en la página web de Rio+20[9].
El tema para Rio+20 y la propuesta para el futuro de la gobernanza ambiental fue la “Economía verde”, definida por el PNUMA, su promotor, como “aquella que favorece un mayor bienestar humano y una mayor equidad social, a la vez que reduce los riesgos ambientales y la escasez ecológica”. La Economía verde está siendo proclamada como la solución final a las incertidumbres de la humanidad, tanto por los neoliberales como por los progresistas ecológicos. El bombo publicitario y la relativa transparencia en las discusiones en torno al concepto brindan una buena oportunidad para examinar más de cerca la visión que actualmente guía a la gobernanza ambiental mundial.
En los meses previos a la Cumbre de la Tierra, coordiné un análisis del discurso (Horstink, 2012) sobre las propuestas en dos áreas: los partidarios de la sostenibilidad y los defensores de la soberanía alimentaria, estos últimos muy críticos con la visión institucional del desarrollo sostenible. Ambos discursos fueron comparados en relación a nueve atributos de la democracia ecológica, partiendo de las teorías democráticas y ecológicas: legitimidad social, inclusión activa, equidad, reflexividad, autonomía, deliberación, altruismo, justicia cognitiva y carácter decisivo.
Los resultados demostraron en qué medida el pensamiento neoliberal había impregnado el diseño de políticas en todas las áreas de la gobernanza. Aunque encubierto por un lenguaje muy similar al del campo opuesto, con promesas de legitimidad, rendición de cuentas, equidad y hasta altruismo, los desarrollistas verdes no asumen compromisos reales con tales objetivos, reduciéndolos a simple populismo. A través de todos los documentos presentados por el PNUMA, la Comisión de NN.UU. para el Desarrollo Sostenible y Business & Industry[10], todas estas reivindicaciones democráticas quedaban inevitablemente constreñidas por el imperativo del libre comercio. Según esta línea, los ciudadanos tienen derecho a la información y a la consulta, pero no están invitados a participar en la verdadera toma de decisiones; los sistemas alternativos de conocimiento pueden llegar a ser considerados, pero deben atenerse al paradigma dominante de la objetividad y la racionalidad. El uso de la deliberación no es mencionado ni una sola vez, y los derechos de los pueblos (es decir, la autonomía) no pueden interferir con los derechos de propiedad intelectual.
La Economía verde se basa en conceptos de la economía ecológica y del pensamiento sistémico, pero no logra movilizar el pleno potencial de estas disciplinas. Esto resulta más evidente cuando el discurso se analiza según el atributo de la reflexividad. Las observaciones relacionadas con las causas subyacentes al actual estado de degradación ecológica y social son incómodamente descriptivas, evitando cualquier análisis sistémico. Las crisis son atribuidas a los sospechosos habituales: el crecimiento demográfico, el éxodo rural y la insuficiente producción de alimentos, y ciertos errores en las políticas aplicadas, particularmente la mala distribución del capital. Con tono optimista, el desarrollo sostenible afirma que nuestros problemas pueden resolverse sin cuestionar el modelo existente, sólo con substituir el capital marrón por el verde y agregándole un toque de “prometedoras” nuevas tecnologías.
Más preocupantes aún dentro del concepto de Economía verde son las suposiciones relativas a la práctica del “enverdecimiento del planeta”. Se asume, sin discusión, que se puede proteger el medio ambiente fijando un precio a sus servicios, concediendo derechos de propiedad y comercializando dichos servicios en el mercado global. Es una propuesta radical para transformar los commons en mercancías, aunque con la promesa de “compensar” debidamente por las pérdidas. Pero aún si aceptásemos la premisa de que ponerle precio a la naturaleza contribuiría a preservarla, hallamos innumerables obstáculos técnicos y éticos para establecer el precio (¿cuál sería el precio de un paisaje irreemplazable? (ver Bromley y Paavola, 2002)). Sin embargo, el mayor defecto de semejante razonamiento es que ignora las relaciones de poder fundamentalmente desiguales en el comercio mundial: la mayoría de los pequeños productores está excluidos de los mercados y muchos sectores de la población carecen de voz en todo lo relacionado con las tierras de las que viven.
La insistencia en que el uso de los recursos naturales puede ser sostenible si tales recursos son comercializables equivaldría a la segunda contradicción del capitalismo, según sugiere O’Connor (1998): el capitalismo está destruyendo la base de recursos naturales y el entorno físico de los cuales depende su propio crecimiento continuo. Esta contradicción se evidencia en las enormes dificultades que está teniendo la OMC en temas como el etiquetado y la certificación, dado que las normas del comercio proscriben recomiendan la no discriminación, mientras que las medidas ambientales exigen lo contrario (Bernstein, 2004).
El único modo de contener “la propensión humana a transportar, permutar e intercambiar” (Smith, 1776), de acuerdo a los defensores de la soberanía alimentaria y de la democracia ecológica, sería una reforma democrática radical, recuperando el control social de los commons globales. Para los desarrollistas verdes, esto significaría el fin del mundo que ellos conocen, puesto que requeriría el desmantelamiento de los regímenes de derechos de propiedad intelectual y los actuales oligopolios, y la abolición de la mercantilización de la naturaleza sobre la que hoy se basa el éxito de los negocios. Tal cosa sería poco menos que una revolución, y explica por qué el lenguaje utilizado en Rio+20 es aún más difuso que el empleado en las negociaciones internacionales. La Economía verde es el último intento del capitalismo para prolongar su paradójica existencia.
Referencias
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Bonanno, A. (2004). Globalization, transnational corporations, the state and democracy. International Journal of Sociology of Agriculture and Food, 12 (1), 37-48.
Bromley, D.W. and Paavola, J. (2002). Economics, ethics and environmental policy. In: Bromley, D.W., Paavola, J. (Eds.) Economics, Ethics, and Environmental Policy: Contested Choices. Blackwell, Malden, MA, pp. 261–276.
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Cheney, H., Nheu, N. and Vecellio, L. (2004). Sustainability as social change: Values and power in sustainability discourse. Sustainability and Social Science: Round Table Proceedings, Melbourne.
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Hester, R.T. (2006). Design for Ecological Democracy. Cambridge, MA: MIT Press.
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Lanka Horstink, miembro de GAIA (Grupo de Acçâo e Intervençâo Ambiental) y de la Facultad de Ciencia y Tecnología, Universidade Nova Lisboa (lankah@gmail.com)
[1] United Nations Declaration on the Human Environment (1972), http://www.unep.org/Documents.Multilingual/Default.asp?documentid=97&articleid=1503
[2] United Nations Declaration on Environment and Development, 1992, http://www.un.org/documents/ga/conf151/aconf15126-1annex1.htm
[3] United Nations Action Plan for Sustainable Development: Agenda 21, http://www.un.org/esa/dsd/agenda21/res_agenda21_00.shtml
[4] Principle 12 of the Rio Declaration: http://www.un.org/documents/ga/conf151/aconf15126-1annex1.htm
[5] Brundtland report: Report of the World Commission on Environment and Development: Our Common Future, 1987, URL http://www.un-documents.net/wced-ocf.htm
[6] WHES (2011). World Hunger and Poverty Facts and Statistics. World Hunger Education Service. www.worldhunger.org. http://www.worldhunger.org/articles/Learn/world%20hunger%20facts%202002.htm
[7] Living Planet Report 2012. WWF www.panda.org. http://wwf.panda.org/about_our_earth/all_publications/living_planet_report/
[8] Ver ejemplo de agricultura a Crossroads Synthesis Report de International Assessment of Agricultural Science and Technology for Development, http://www.agassessment.org/; i el informe de UN Special Rapporteur de los derechos a la alimentación, http://www.ohchr.org/Documents/Issues/Food/A.66.262_en.pdf
[10] www.unep.org/greeneconomy; http://www.uncsd2012.org/index.php?menu=140 (Zero draft); http://www.uncsd2012.org/index.php?menu=145 (Major Groups comments)
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