Jordi Roca Jusmet*
Hace más de tres años que se desencadenó abiertamente la crisis económica actual, fruto sobre todo del hiperdesarrollo y descontrol de los movimientos financieros. Abundaron en un primer momento las declaraciones orientadas a controlar las finanzas para hacer menos inestable el sistema económico internacional. La situación real de hoy muestra, sin embargo, que el poder desestabilizador de los flujos financieros no ha disminuido y en algunos aspectos ha aumentado; al menos así es en lo que se refiere al peso que las expectativas de los especuladores financieros tienen en las decisiones de los gobiernos de la zona euro de la Unión Europea y, por tanto, en la vida de sus ciudadanos.
Así, los cambios de la «prima de riesgo de la deuda soberana» (el diferencial entre lo que rinde un título de deuda pública de un determinado país y el título alemán, considerado el más seguro de la zona euro) condicionan las políticas públicas mucho más que cualquier consideración sobre los efectos sociales de dichas políticas. Hay mucho de ideológico en la actitud que mistifica los «mercados» como si se tratase de una persona cuya opinión —expresada en un índice como la «prima de riesgo»— es inapelable. A pesar de ello, lo cierto es que, en el contexto de los países de la zona euro, los problemas potenciales del aumento de la prima de riesgo quizás se exageran pero hay que reconocer que son muy importantes. Cuando los inversores —sobre todo grandes bancos y fondos de inversión— apuestan contra los títulos de deuda pública de un país, éstos pierden valor y sube su rentabilidad por lo que los gobiernos, en sus nuevas emisiones, tendrán que pagar tipos de interés más elevados: en definitiva, una mayor parte de los impuestos futuros se tendrán que destinar a pagar intereses a los poseedores de tí- tulos y no a satisfacer las necesidades de sus ciudadanos. Más aún, con el aumento de los tipos de interés, las dificultades para pagar la deuda aumentan, y con ello la desconfianza de los inversores, con lo que las expectativas de impago se pueden autocumplir.
No es extraño que las tensiones se hayan concretado en la deuda pública de países de la zona euro aunque es de destacar lo paradójico de la situación: la deuda pública no fue en absoluto una causa principal de la crisis actual sino su consecuencia. En unos casos por una masiva conversión de deuda privada —la de los bancos— en deuda pública (Irlanda) y en otros por los efectos de caída drástica de ingresos públicos y de aumento de gastos ocasionados por la propia crisis sobre unos presupuestos que a veces tenían incluso superávit (como en España). Los países de la zona euro no tienen individualmente capacidad de emitir moneda y pueden verse incapaces de pagar su deuda pública. La autoridad monetaria —el Banco Central Europeo (BCE)— podría frenar la especulación comprando deuda pública de forma ilimitada a un interés fijo pero ello requeriría una cohesión política inexistente en la UE y menos respecto a decisiones que se alejan de la ortodoxia económica y contravienen el mandato exclusivo que se le dio al BCE: mantener a raya la inflación. El apoyo ilimitado a la deuda pública de los países de la zona euro tendría quizás moderados efectos de aumento de la inflación pero el margen de maniobra en este sentido es amplio e incluso pueden verse, para algunos grupos sociales y económicos, efectos benéficos de la inflación (como el aligeramiento del valor real de las deudas monetarias).
La situación, sin embargo, es que no existe cohesión para frenar la especulación respecto a las deudas públicas lo cual contrasta con el hecho de que en momentos de fuertes tensiones financieras el BCE sí ha estado dispuesto a dar generosamente liquidez a tipos de interés muy bajo a los bancos (los mismos que prestan a gobiernos a tipos de interés mucho más elevados): el apoyo a los bancos ha estado muy por encima del apoyo a los Estados. Así, los gobiernos de los países de la zona euro son rehenes de los mercados y de los apoyos o planes de rescate que in extremis se activan cuando la situación se hace extremadamente peligrosa (con el riesgo de no llegar a tiempo). Las recetas para conceder los apoyos o planes de rescate han ido siempre en la misma dirección: recortes drásticos en el déficit que, en el clima ideológico dominante, se concretan sobre todo en disminución de gasto público y no en aumento de la presión fiscal lo que ha implicado fuertes recortes en el gasto social, es decir, austeridad sobre todo para los pobres; a ello se añaden las recetas de privatizaciones —es decir, hacer «caja» hoy a costa de reducir ingresos o aumentar gastos públicos en el futuro— y de «reformas» en el mercado laboral —aumentando el poder del capital frente al trabajo y las desigualdades entre los trabajadores. Es remarcable que las recetas frente a esta crisis —que, a diferencia de las de los años setenta, nada tiene que ver con las reivindicaciones y conflictividad laboral— sean las mismas que triunfaron como respuesta a las crisis de los años setenta (Glyn, 2006). Se suele argumentar que, si la UE asegurase financiación ilimitada sin ningún tipo de condiciones a los países miembros, ello podría llevar a una «irresponsabilidad fiscal» al saber los países individuales que, se comporten como se comporten, siempre tendrán asegurado el apoyo del resto de países (es lo que los economistas llaman el problema del «riesgo moral»)… pero ello no implica que las condiciones hayan de ser disminuciones radicales del déficit solo viables con fuertes recortes sociales y tampoco implica que el ajuste tenga que estar basada en el recorte del gasto y no en el aumento de los ingresos. ¿Por qué no planes drásticos contra el fraude fiscal o aumentos de los tipos impositivos sobre todo cuando entre los países con mayores «primas de riesgo» están los de menor presión fiscal de la zona euro debido a diferentes combinaciones de mayor fraude fiscal y menores tipos impositivos?(1) En este terreno los gobiernos no pueden escudarse en «los mercados»: si optan por recortar los subsidios a los pobres y los gastos sanitarios y no por recortar los gastos militares o por apretar fiscalmente a los más ricos es por una decisión política.
En la primera fase de la crisis, las propuestas keynesianas de aumento del gasto público para incentivar la demanda —incluso a costa de importantes déficits públicos— tuvieron cierta audiencia pero hoy los que las mantienen —como incansablemente hace Paul Krugman— se han quedado aislados frente a la ortodoxia de las «finanzas sanas» y de la moderación en el gasto público: sobre todo en la Unión Europea pero también en Estados Unidos dado el poder del ala republicana más radicalmente opuesta al gasto público. Ello puede parecer sorprendente si se atiende al efecto negativo que las políticas de austeridad tienen en el crecimiento económico y en el empleo (y más si se basan en disminución del gasto y no en aumento de impuestos a los ricos ya que lo primero contrae más la demanda)2 pero no se debe olvidar el peso de la ideología y el hecho de que para los poderes económicos lo que importa no es el crecimiento en sí sino la posibilidad de obtener beneficios y de acumular capital. Ya en 1943 Kalecki afirmaba certeramente: «Las empresas observan con suspicacia toda ampliación de la actividad estatal, pero la creación de empleo mediante el gasto gubernamental tiene un aspecto especial que hace particularmente intensa la oposición. Bajo un sistema de laissez-faire el nivel del empleo depende en gran medida del llamado estado de confianza. Si tal estado se deteriora la inversión privada declina, lo que se traduce en una bajada de la producción y el empleo (directamente y a través del efecto secundario de la reducción del ingreso sobre el consumo y la inversión). Esto da a los capitalistas un poderoso control indirecto sobre la política gubernamental; todo lo que pueda sacudir el estado de confianza debe evitarse cuidadosamente porque causaría una crisis económica. Pero en cuanto el gobierno aprenda el truco de aumentar el empleo mediante sus propias compras este poderoso instrumento de control perderá su eficacia. Por lo tanto, los déficits presupuestarios necesarios para realizar la intervención gubernamental deben considerarse peligrosos. La función social de la doctrina de las «finanzas saneadas» es hacer el nivel del empleo dependiente del «estado de confianza»» (Kalecki, 1943: 27).
Pero con independencia de su viabilidad a corto plazo, la alternativa keynesiana no es en absoluto la de quienes hemos venido denunciando los efectos devastadores del crecimiento económico de los países ricos sobre el medio ambiente y el agotamiento de recursos, creemos que el consumo de energía y materiales en estos países ha de decrecer mucho y, además, sabemos que gran parte del gasto público se destina actualmente a proyectos que promueven aún más la insostenibilidad ambiental. Incluso debemos distanciarnos de un nuevo concepto que ha surgido en el debate sobre las respuestas a la crisis económica: el llamado New Green Deal. Con este concepto se pretende destacar la necesidad de promover inversiones públicas masivas en proyectos para cambiar el modelo energético y de transporte y combatir el cambio climático: ¡perfectamente de acuerdo con ello y con destacar que la situación de crisis puede ser una oportunidad en este sentido! Sin embargo, a veces la propuesta se asocia a una estrategia —de típico sabor keynesiano— para volver a una nueva senda (con nuevas tecnologías, eso sí) de crecimiento del consumo y de la economía. En realidad, una transición hacia una sociedad más sostenible requiere unos estilos de vida más austeros y dejar de considerar el crecimiento (aunque sea «más verde») como un objetivo irrenunciable (Roca, 2007).
¿Cómo responder a la crisis de la deuda pública y a las políticas de austeridad hoy dominantes? Aquí se plantean varias cuestiones.
La cuestión más inmediata —y muy problemática— es que en algún país -¡Grecia! y ¿seguirán otros?— la deuda pública se ha hecho impagable. Esto abre —en el contexto actual de la zona euro— dos posibilidades. La primera, que se está aplicando en el momento de escribir estas líneas, y que sobre todo preserva los intereses de los prestamistas, es la de diseñar un impago parcial —aunque primero fuese disimulado— con condiciones muy duras impuestas desde el exterior (y probablemente contradictorias con la capacidad de pago futura por su impacto económico recesivo); ésta es la estrategia que, liderada por Alemania, ha prevalecido. La segunda sería un impago con características decididas por el prestatario y en el marco de un conjunto de políticas que evitase que el ajuste recayese sobre los más pobres (Lapavistas et al., 2011). Tal alternativa es posiblemente la mejor aunque también tendría desde luego importantes costes económicos para el país y plantea muchas incertidumbres entre las cuales que, si bien en principio no tendría por qué implicar un cambio de moneda, en la actual situación política de la UE, no está claro que sea compatible con la permanencia en la zona del euro. En cualquier caso, no se puede pretender que los gobiernos de un país a quien se le ha tratado durante años como probable moroso, y a quien por ello se le han exigido intereses muy elevados, se vean obligados a pagar sea como sea la máxima parte de la deuda a costa de castigar a sus poblaciones.
La segunda cuestión es cómo valorar desde una perspectiva ecologista y de izquierdas la cuestión de la austeridad y el papel del sector público. La idea de austeridad en los países ricos no es una idea a rechazar en absoluto ya que el consumo debería ajustarse para transitar hacia estilos de vida más compatibles con la limitación de los recursos naturales y la preservación de los ecosistemas:(3) pero lo que se requiere básicamente es austeridad no para los pobres sino para los ricos y no de todo tipo de gastos sino de los más asociados a las demandas de recursos naturales y generación de residuos. Así, por ejemplo, sin duda el uso del transporte por carretera y avión debería ser mucho más «austero» pero, en cambio, los servicios públicos de enseñanza y de cuidado a las personas no tendrían por qué reducirse sino que hay que aspirar a ampliarlos.
Una reducción importante de las desigualdades y una transición hacia una sociedad más sostenible ambientalmente no sólo son dos objetivos que pueden compatibilizarse sino que pueden reforzarse mutuamente. No hay nada más favorecedor del consumismo que la desigualdad: el consumo de los grupos sociales más ricos sirve de referente a las aspiraciones de los grupos con menos capacidad de gasto en una espiral gasto-consumo que nunca encuentra un nivel de consumo «suficiente» (Hirsch, 1976; Durning, 1992). El principal instrumento de redistribución dentro de un país —la aún más necesaria redistribución entre países encuentra muchas más dificultades— es el uso del presupuesto público: gasto social que facilite el acceso a cuestiones básicas con independencia del poder de compra inicial e impuestos mayores y fuertemente progresivos (lo que requiere no sólo progresividad «nominal» sino también fuerte control del fraude fiscal). Incluso, en mi opinión, debería introducirse un debate sobre el límite de diferencias de ingresos anuales netos que se considera socialmente admisible (George, 2010): ¿cuántas veces es admisible que los ingresos de una persona —sea un futbolista, un banquero, un empresario de éxito o un heredero de un gran patrimonio— multipliquen el salario mínimo? ¿diez veces? ¿veinte? ¿treinta?… pueden haber opiniones muy diferentes y ciertamente poner un límite puede desincentivar algunas actividades pero, aún y así, creo que los beneficios sociales de tender hacia un límite máximo de ingresos superarían los costes; en términos prácticos, significaría perseguir el fraude fiscal y que todos los ingresos personales fuesen sumados y gravados progresivamente en el impuesto sobre la renta y que los tipos marginales del impuesto deberían dispararse para ingresos muy elevados tendiendo al 100% -o pongamos un 95 o 98%— para rentas netas que alcanzasen el máximo nivel «aceptable». Por otro lado, la fiscalidad puede utilizarse también para penalizar actividades puramente especulativas que no producen ningún tipo de bien o servicio y también para gravar actividades negativas ambientalmente: por ejemplo, el impuesto sobre el CO2 que a nivel armonizado estuvo a punto de aprobarse en la UE hace casi veinte años era una interesante propuesta (y aún mejor sería un impuesto recaudado a nivel de la UE y que gravase también la energía nuclear: Padilla y Roca, 2003)… pero como es sabido las propuestas fiscales en la UE requieren unanimidad por lo que cualquier país puede vetarlas.
¿Qué decir del déficit público? Lo primero es que los dogmas sobre la estabilidad presupuestaria no deberían estar por encima de las necesidades sociales y en épocas de crisis económica el déficit público puede ser muy justificado. Pero, dicho esto, no deberíamos tratar con frivolidad el déficit público ya que un gasto público financiado con créditos supone una carga para el futuro especialmente preocupante para los que dudamos sobre la posibilidad y deseabilidad del crecimiento económico (si la economía crece, un volumen dado de deuda pierde importancia como porcentaje de los ingresos totales de un país). Como principio general, los gastos públicos deberían ser social y ambientalmente necesarios y gestionados con el máximo de eficiencia y deberían financiarse mediante ingresos públicos y no mediante endeudamiento que —al menos en el contexto de los países de la zona euro— hacen a los países extremadamente vulnerables a las expectativas de los especuladores y a las condiciones de los potenciales rescatadores.
POST SCRIPTUM (15-12-2011): En las semanas transcurridas desde la escritura de este artículo, algunas de las situaciones señaladas se han agravado. Lo más destacable es la imposición de la política dominante de la Unión Europea —que se puede resumir en «austeridad para los pobres», es decir, para los que no son responsables de la crisis— como una decisión aparentemente técnica, no política, y que ha de pasar por encima de cualquier consulta democrática. La propuesta griega de consultar directamente a la población sobre los planes de ajuste disparó en los líderes políticos europeos todas las alarmas y, en cambio, se celebró el nombramiento de los gobiernos llamados «tecnócratas» en Italia y Grecia. Estos gobiernos no están presididos —como alguien podría suponer— por técnicos alejados de la responsabilidad de la crisis financiera sino por Mario Monti, que fue asesor de Goldman Sachs (la compañía que vendía activos «tóxicos» a sus clientes al tiempo que contrataba seguros por su previsible quiebra y que asesoró a Grecia para ocultar su déficit público durante el gobierno Karamanlis), y Lukas Papademus, que presidió el Banco Central Griego y fue vicegobernador del Banco Central Europeo, la institución que tendría que haber actuado en Europa para frenar la evolución financiera que llevó a la crisis. Por otro lado, ni los nuevos gobiernos ni los nuevos «acuerdos» (más bien imposiciones de Alemania) europeos que refuerzan la injusta política de «austeridad para los pobres» han conseguido frenar la especulación financiera sobre la deuda pública: los especuladores saben que estas políticas probablemente serán contraproducentes por lo que se refiere a la capacidad de los gobiernos de obtener fondos para hacer frente a los pagos de la deuda pública ya que, por un lado, disminuyen los gastos públicos pero, por otro lado, deprimen la economía y reducen la recaudación de ingresos públicos.
REFERENCIAS
DURNING, A. T. (1992), ¿Cuánto es bastante?, Apóstrofe, Barcelona, 1994. GEORGE, S. (2101), Sus crisis, nuestras soluciones, Icaria editorial, Barcelona. GLYN, A. (2006), Capitalismo desatado, CIP/Catarata, Madrid, 2010.
HIRSCH, F. (1976), Los límites sociales al crecimiento, Fondo de Cultura Económica, 1984.
KALECKI, M. (1943), «Aspectos políticos del pleno empleo», reproducido en Revista de Economía Crítica, n. 12, 2011 (http://revistaeconomiacritica.org/).
LAPAVISTAS, C. et al., «Crisis en la zona euro, perspectiva de un impago en la periferia y la salida de la moneda común», Revista de Economía Crítica, n. 11, 2011, pp. 131-171 (http: //revistaeconomiacritica.org/).
PADILLA ROSA, E. y ROCA JUSMET, J., «Las propuestas para un impuesto europeo sobre dióxido de carbono y sus potenciales implicaciones distributivas entre países», Revista de Economía Crí- tica, n. 2, 2003, pp. 5-24. (http://revistaeconomiacritica.org/).
ROCA JUSMET, J., «La crítica al crecimiento económico desde la economía ecológica y las propuestas de decrecimiento», Ecología Política, n. 33, 2007.
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* Universidad de Barcelona (jordiroca@ub.edu).
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1 El total de ingresos públicos respecto al PIB de la zona euro era en 2010 en promedio del 44,6% mientras que en Irlanda era del 35,5%, en España del 36,3%, en Grecia del 39,5% y en Portugal 41,6%. Italia sí tenía un nivel de ingresos mayor al promedio: 45,8%. Ver http://appsso.eurostat.ec.europa.eu/nui/submitViewTableAction.do. Justo en el momento de cerrar este artículo, leo en la prensa que en Grecia se ha descubierto un fraude fiscal de empresas y particulares que equivale al 10% de la deuda pública del país (¡) (La Vanguardia, 15-10-2011).
2 Queda aquí fuera del análisis la que seguramente es la restricción más importante para que los EE UU puedan llevar a cabo políticas expansivas: su enorme déficit exterior, es decir, su dependencia de la predisposición del resto del mundo a acumular dólares como moneda privilegiada para ser atesorada. Es muy probable que esta situación, heredada de tiempos en los que EE UU tenía un peso en la economía mundial mucho mayor, cambie y quizás podría hacerlo abruptamente, lo que provocaría una fuerte inestabilidad internacional y obligaría a los EE UU a severos ajustes en su economía.
3 Y, en términos estrictamente económicos, también puede afirmarse que algunos países, como España, han estado viviendo por encima de sus posibilidades gracias al enorme financiamiento procedente del exterior.
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