Josu Larrinaga Arza*
Resumen: El activismo y el pensamiento ecologista pueden chocar en ocasiones con los límites impuestos por el sistema cognitivo de la especie humana. Un mejor conocimiento de nuestras características como especie puede ayudar a resolver problemas complicados como el prometeísmo, la creencia humana en el progreso infinito y en la existencia de soluciones técnicas para problemas civilizacionales como el cambio climático.
Palabras clave: ecologismo, sistema cognitivo humano, prometeísmo
Abstract: Activism and environmental thinking may sometimes clash with the limits imposed by the cognitive system of the human species. A better knowledge of our characteristics as a species can help solve complicated problems such as prometeism, that is, human belief infinite progress and the and the existence of technical solutions for civilization problems such as climate change.
Keywords: ecologism, human cognitive system, prometeism
Retos bioculturales del ecologismo
Entre las primeras grandes movilizaciones sobre la emergencia climática lideradas por una joven generación, que ve en entredicho su futuro, y la proliferación de nuevos liderazgos basados en la hegemonía del hombre blanco depredador y negacionista («no hay cambio climático», pero, sobre todo, «no debe haber límites a nuestro modo de vida»), el ecologismo político se encuentra con dos realidades. Por una parte, la confirmación histórica de que su mensaje fundacional era acertado. Por otra, la constatación de que no es tan fácil cambiar la dirección del viento, atrapado en los tempos glaciales —como diría Manuel Castells (1998)— de la evolución natural y el cambio cultural, el segundo mucho más raudo, pero desesperadamente lento para las perspectivas de nuestra vida humana. Deconstruir el prometeísmo e impulsar la biofilia son dos retos culturales de primer orden, o, mejor dicho, son retos bioculturales, pues, desde un punto de vista ecológico, necesitan afrontarse conociendo mejor las capacidades y disfunciones cognitivas de nuestra especie, tan ancladas en nuestra biología como desarrolladas en las diversas matrices culturales aparecidas en el planeta.
Hasta ahora, el ecologismo político se ha desarrollado muy cerca de los grandes relatos ideológicos de los siglos xix y xx. Eso le ha llevado a empaparse también de ese prometeísmo que, a su vez, deconstruye continuamente en lo que ha sido, tal vez, su misión histórica. Joaquim Sempere (2018) y François Flauhault (2013) dan por agotado todo este modelo cultural que el antropólogo francés define a partir del mito griego del titán Prometeo, que arrebata el fuego a Zeus para entregárselo a la humanidad, pero atravesado por los monoteísmos propios de las civilizaciones mediterráneas y filtrado también por las mutaciones culturales del Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo. Así, el prometeísmo se ha convertido en un culto a la desmesura, a la ausencia de límites.
Pero, remarca Flauhault (2013: 9), «lo característico del ideal prometeico, lo que le ha dado fuerza, es la mezcla homogénea de un programa realista de conocimiento y acción con una figura que se apodera de la imaginación y suscita el deseo de identificarse con ella». Y agrega (2013: 14):
El espíritu prometeico no se reduce a sus manifestaciones más evidentes, el frenesí técnico y capitalista, sino que hunde también sus raíces en los valores de los que nos sentimos más orgullosos —el ideal de la libertad y del progreso, el movimiento de emancipación del individuo y la modernidad— y que nos parece legítimo proponer o imponer a las demás culturas. La constelación de ideas y de imágenes que rodea el emblemático nombre de Prometeo ha modelado profundamente el yo ideal de las elites occidentales y ha alimentado y orientado sus aspiraciones desde el Renacimiento hasta nuestros días.
El antropólogo francés destaca que ese ideal reverbera claramente en un conocido desiderátum de Descartes, el desarrollo del conocimiento que permita a los hombres convertirse «en dueños y señores de la naturaleza» y «semejantes a Dios, porque nos hace dueños de nosotros mismos» (citado por Flauhault, 2013: 10) y por tanto en toda la epistemología de la ciencia normalizada actual. Aunque el desarrollo de la ciencia se ha enfrentado a críticas severas y en muchos casos acertadas en los últimos años (Santos y Meneses, 2014; Harding, 1996; Sokal, 2005; Latour, 2009), Flauhault advierte (2013: 11):
La investigación científica no se ha introducido del todo en el desarrollo técnico al servicio de la economía, sino que ha conservado parte de su independencia, y por eso la hegemonía del discurso económico se ve en la actualidad rebatida por el poder cada vez mayor de un discurso científico rival constituido por las diferentes disciplinas que tienen que ver con la ecología. La ecología no se reduce al movimiento militante, que es su parte más visible, sino que es ante todo un enfoque científico.
Añade luego (2013: 14-15):
Los avances científicos y técnicos alimentaron el relato prometeico y le otorgaron credibilidad, pero esta gran trama narrativa, esta visión del hombre y del mundo, no se reduce a esos avances, no es su consecuencia natural y necesaria. […] es posible que en el futuro se desarrollen ciencias y técnicas no prometeicas. Sucede ya en algunos ámbitos. ¿A qué debemos los conocimientos ecológicos de los que disponemos en la actualidad, si no a avances científicos que se apoyan en instrumentos y técnicas? […] las disciplinas científicas derivadas de la ecología ponen de manifiesto formas complejas de interdependencia. En este sentido se desmarcan del espíritu prometeico que considera que la libertad equivale a aumentar ilimitadamente la producción material y la explotación del medio ambiente.
Pero es difícil ser tan optimista como Sempere y Flauhault. La narrativa universal sobre el dominio del fuego por la especie humana da testimonio del momento fundacional de nuestra especie. Sin fuego en torno a cuya protección —para calentarnos y ahuyentar a otras especies depredadoras— reunirnos a contar historias, no seríamos una especie tan social. Sin fuego para cocinar los alimentos altamente proteínicos de origen animal, los cerebros de nuestras antecesoras no habrían evolucionado hasta la alta capacidad simbólica de nuestro sistema cognitivo. Sin fuego —y algunos sucesos evolutivos más—, no habría lenguaje, no habría sociedad, no habría cultura más allá de la transmisión de algunas técnicas para partir nueces o cazar conejos….
El prometeísmo —que igualmente podríamos llamar mauísmo, si fuésemos maoríes, nambalisitismo si fuésemos nuer, etc. (Evans-Pritchard, 1977, para los nuer; Frazer, 1986, en general)— es el relato fundacional de una especie que, para decirlo en términos coloquiales, se viene arriba en la confianza de poder dominar las fuerzas de la naturaleza. De ahí al Neolítico —la única revolución que merece tal nombre—, la domesticación, el sedentarismo, la urbanización, las religiones monoteístas, el poder político, la conquista y colonización, el capitalismo… y al final el Antropoceno, la crisis climática, el peak all…[1] En la evolución biocultural de nuestra especie, como plantea Gowdy (2014), las lógicas de acumulación y de negación de los límites físicos de los ecosistemas y finalmente del planeta han sido muy adaptativas. El metarrelato sobre las capacidades de nuestra especie no ha hecho sino engordar y diversificarse. Ahora la base material que lo sustenta está en crisis y, en ese sentido, aciertan Flauhault y Sempere: a medio y largo plazo, esa metanarrativa colapsará; alrededor del fuego se contarán historias de mesura y prudencia… Es posible, pero no pocas veces oímos también en los entornos ecologistas mensajes sobre soluciones técnicas para los problemas civilizacionales: el hidrógeno, los biocombustibles, el coche eléctrico. Muchas veces se piensa que debe haber soluciones viables para los problemas creados por el desarrollismo o todavía se cree que la solución consiste simplemente en asaltar los cielos del poder político (Larrinaga, 2017; Barcena y Larrinaga, 2018). ¿Tan poderoso, tan ubicuo es Prometeo? Sí, porque está profundamente anclado en nuestro cerebro.
Nuestra naturaleza cognitiva
En las últimas décadas, en el tránsito de un siglo a otro, la ciencia ha producido avances significativos, por supuesto en todo lo referente al cambio climático, conocimiento de la situación de ecosistemas, extinción de especies, etc. Avances que han sido utilizados y difundidos por el ecologismo social y político. Pero también han sido años muy fértiles en el conocimiento de nuestro sistema cognitivo: las neurociencias, la psicología evolutiva, la antropología cognitiva y la biosociología han aportado un importante fondo de conocimiento que no está siendo bien aprovechado por el activismo y el pensamiento ecologista, seguramente por la excesiva cercanía o dependencia del discurso académico constructivista sobre la excepcionalidad humana como especie solo marcada o determinada por condicionantes sociales y culturales, ajena a su matriz natural, animal.
Es obvio que el ecologismo plantea y defiende que la naturaleza forma parte de nuestra vida, la enmarca y le da sentido… también de nuestra naturaleza humana, pese a los delirios prometeístas. Algunas de las características centrales de nuestra naturaleza[2] no son absolutamente coincidentes, pero tampoco del todo excluyentes entre sí. A saber, la competencia y la lucha por la existencia, la colaboración, la cooperación y la ayuda mutua, las transformaciones ambientales y los ordenamientos espaciales y temporales, el poder simbólico de nuestro gran cerebro, la búsqueda de dominación (especialmente masculina), el aprendizaje por emulación de modelos considerados exitosos y los mecanismos de supresión de la disonancia cognitiva y el autoengaño sobre nuestras capacidades (ante mensajes contradictorios, nos quedamos con el más gratificante a corto plazo) explican perfectamente la adaptatividad evolutiva del prometeísmo y su resiliencia y persistencia frente a los que suelen ser considerados como «mensajes agoreros» del ecologismo. Como señala Dale Jamieson (2014), nuestro sistema cognitivo está especialmente mal preparado para afrontar problemas a largo plazo como el cambio climático; no deberíamos complicarlo abusando de la retórica apocalíptica.
El sistema cognitivo humano procesa un confuso y complejo cóctel de imágenes (no solo visuales, también sónicas, olfativas, táctiles, emocionales…). Este es dirigido hacia un determinado recorrido neuronal en el interior de nuestro cerebro a partir de un proceso de enmarcado intuitivo, emocional y racional a la vez, que va a determinar en gran medida la percepción última de esa información. Manuel Castells (2009) ofrece una buena síntesis de las aportaciones del neurocientífico António Damásio (entre otros, 2010 y 2012) y el lingüista y politólogo George Lakoff (2008 y 2011).
El antropólogo mexicano Roger Bartra (2006) complica la ecuación cuando plantea que podemos y debemos pensar que esos recorridos neuronales que determinan nuestra percepción de la realidad tienen también una andadura por un exocerebro formado por las matrices culturales en las que nos socializamos. A su vez, desde la óptica del evolucionismo cultural, Luigi Luca Cavalli-Sforza (2007) plantea que esos fenómenos culturales no son fijos, sino que sufren mutaciones, hibridaciones y cambios acelerados. Por su parte, según el antropólogo cognitivo Dan Sperber (2005), en esos procesos de cambio se producen «atractores culturales» que operan sobre los procesos de enmarcado de los cerebros humanos y pueden modificar, por tanto, esos marcos cognitivos, que se transmiten de forma epidémica, lo cual explica, por supuesto, el cambio cultural.
El concepto de marco cognitivo o frame se origina en la sociología interaccionista de Erving Goffman (2006), pero alcanza su máxima operatividad con los ya mencionados Damásio, Castells y Lakoff, tal y como apostilla este lingüista norteamericano (2011:56-57):
El framing o enmarque no se refiere prioritariamente a la política, los mensajes políticos o la comunicación. Es algo mucho más fundamental que eso: los frames o marcos son estructuras mentales que le permiten al ser humano entender la realidad y, a veces, crear lo que entendemos por la realidad. […] Los marcos facilitan nuestras interacciones más básicas con el mundo: estructuran nuestras ideas y nuestros conceptos, conforman nuestra manera de razonar e incluso inciden en nuestra percepción y en nuestra manera de actuar. Por lo general, nuestro uso de los marcos es inconsciente y automático, los utilizamos sin darnos cuenta.
La industria de la publicidad se ha especializado en la movilización de frames al servicio del consumismo desaforado que la circulación acelerada del capital necesita hoy en día. Es relativamente fácil unir sensaciones recordadas, enmarcadas como placenteras, con una determinada marca o producto (aquí el ejemplo recurrente es el anuncio de una marca automovilística que muestra imágenes de una mano acariciada por la brisa a través de la ventanilla de un coche). Sin embargo, no suele funcionar, por ejemplo, en campañas de sensibilización ecológica, porque intervienen los mecanismos de supresión de la disonancia cognitiva.
Pero la publicidad trabaja con marcos cognitivos superficiales, que tampoco son interesantes para direccionar el cambio cultural. Lakoff habla de marcos profundos, muy anclados en nuestro cerebro a lo largo de la evolución biocultural de la especie, e indudablemente el prometeísmo es un marco cognitivo muy profundo y es más difícil ver cómo se puede incidir ahí. Sin duda, el activismo y el mensaje ecologista hacen eso todo el tiempo; aquí tratamos de ver cómo se puede hacer un poco mejor, partiendo de que la cognición humana es un sistema abierto, como asevera Pinker (2012), y que es posible romper el caparazón simbólico de la cultura establecida mediante la apertura simbólica, que el historiador Enric Tello define así (2005):
En todo conflicto social se confrontan además percepciones antagónicas de la realidad político-social e incluso natural. […] Algunas feministas de la diferencia subrayan, con razón, que la apertura simbólica es el primer fundamento para pensar y actuar de modo alternativo al orden establecido. Antes de iniciar una dinámica de movilizaciones en contra o a favor de tal o cual asunto concreto, lo que conduce a la existencia de un movimiento social alternativo es haber roto por algún punto de fuga el caparazón simbólico desde el que los poderes dominantes construyen una percepción más o menos compartida del mundo, y en la que intentan mantener encerrada a la mayoría de la población. Antonio Gramsci llamó hegemonía a esa capacidad para ofrecer una visión de la realidad que da significación al devenir inconexo de los hechos de la vida cotidiana, de modo que adquieran, por así decirlo, esa especie de carta de naturaleza que solo confiere el sentido común. Los movimientos sociales antisistémicos desafían esa hegemonía cuando iluminan aspectos de la experiencia social que se mantienen en la sombra, como fragmentos subalternos, insignificantes, inconexos o minusvalorados en la construcción dominante de la realidad. […] El mantenimiento de una hegemonía no se basa únicamente en el engaño y la coerción: la misma construcción simbólica que anula o subordina fragmentos enteros de la experiencia social también ayuda a dar sentido a otros, bajo cierto prisma, para todas aquellas personas que perciben el mundo de modo subalterno desde la óptica parcelada dominante. El punto de arranque para la conciencia crítica de todo movimiento social alternativo son las disonancias que se producen en la fricción entre dicha visión hegemónica del mundo y aquellas dimensiones de la vida social que carecen de sentido mientras permanecen encerradas en ella.
Por ejemplo, en los últimos tiempos es habitual ver en los medios de comunicación mensajes acertados y ciertamente juiciosos sobre la gravedad del cambio climático y la urgencia de tomar medidas políticas serias. Pero, al mismo tiempo, veremos una infinidad de noticias y comentarios sobre la penúltima aplicación para teléfonos móviles, la Internet de las cosas, la nueva tecnología que va a cambiar irremisiblemente nuestra vida… Romper el caparazón simbólico del progreso sin fin y el prometeísmo es decirles a los trabajadores de los medios de comunicación que esos mensajes que transmiten de forma mecánica, automatizada —porque constituyen el suelo de su y nuestro sentido común colectivo—, son incompatibles con un entorno energético no agresivo con el medio ambiente. Sí, además de a ese sentido común interiorizado, los mensajes que celebran la innovación tecnológica y el progreso sin fin responden a intereses muy concretos de la elites que controlan los medios de comunicación. Pero ahora vemos también ejemplos de cómo el feminismo ha conseguido cambiar en gran medida el lenguaje con el que se afrontan las cuestiones relacionadas con el género, de cómo se rompe el caparazón simbólico que protege la violencia cotidiana contra las mujeres… a veces con fenómenos que pueden parecer desaforados como algunas manifestaciones del Me Too… Pero la apertura simbólica se está produciendo.
Imagen 1: El dibujante Joe Sacco captó la multitud de puntos de vista de la revuelta social, en este caso en la acampada de Occupy Wall Street en Nueva York en 2011. Fuente: Joe Sacco (Sacco y Hedges, 2015).
Del prometeísmo a la biofilia
Dislocar, deconstruir o modificar un marco cognitivo tan arraigado como el prometeísmo no es tarea fácil, pero es necesario. Más sencillo puede ser impulsar otro frame presumiblemente muy arraigado también como el amor y el interés por vivir en entornos naturales y cerca de otros seres vivos, lo que Erich Fromm (1966) y E. O. Wilson (2012) han llamado biofilia. Por supuesto, infinidad de iniciativas, proyectos y estrategias ecologistas trabajan en este sentido. Su virtualidad es doble: por un lado, cuestionan y socavan la tendencia a confiar en soluciones prometeicas muy consumidoras de energía y, por otro, pueden incidir en frenar y revertir el otro gran problema actual, la pérdida acelerada de biodiversidad (Wilson, 2017; Monbiot, 2017).
Pero lo importante es, sobre todo, que dinámicas en ese sentido pueden reconciliar a nuestra especie con una realidad ineludible: somos una especie terrestre que se mueve —y tampoco tanto— sobre la superficie de este planeta. Es lo que plantea Bruno Latour en su impresionante manifiesto Dónde aterrizar (2019: 135): «Es necesario definir los terrenos de vida como aquello de lo que depende un terrestre para sobrevivir y preguntándose cuáles son los otros terrestres que comparten esa dependencia», y deja claro que en la categoría de terrestre entramos todo tipo de organismos vivos. En ese sentido, la perspectiva del biorregionalismo norteamericano (Carr, 2004), con su interés en el concepto de cuenca hidrográfica, puede ser tan fértil como alentadora, aunque el propio Latour piensa, y no desacertadamente, a nuestro entender, en Europa como el marco para esa nueva política «terrestre» (2019).
Movimientos de nuevo cuño, cercanos, aunque a veces también enfrentados, al ecologismo, como el neorruralismo o el animalismo, pueden ser de gran ayuda en esa labor, aunque sus versiones más extremas suelen portar una de las graves disfunciones de nuestro sistema cognitivo: pensar que la moralidad reside en la pureza (Pinker, 2012).
La pureza, un tema muy caro al pensamiento y el comportamiento religioso —esto es, creencias más o menos laxas, rituales atractivos por su emotividad y sentimiento de comunidad—, se ha mostrado históricamente como un gran atractor cultural para nuestro sistema cognitivo: de paganismos y animismos varios a las grandes religiones políticas presuntamente laicas de los siglos xix y xx, pasando por los monoteísmos proselitistas que, tras su aparición en el cenit del Neolítico (Jaspers, 1980), nunca nos han abandonado. Ya no nos queda espacio, pero este es un punto ciego del ecologismo materialista de corte europeo, aunque diversos autores (Sloterdijk, 2018; Gardner, 2010) ya apuntan que debe ser afrontado. (https://flucamp.com/)
Cambio cultural lleva como título el informe de 2010 del Worldwatch Institute, que afronta precisamente lo que en el prólogo Muhammad Yunnus, nobel de la paz 2006, llama un «difícil tema». Efectivamente, la evolución o el cambio cultural son muy veloces si los comparamos con la evolución biológica, pero extremadamente lentos para los tiempos de la vida humana y de las expectativas de los movimientos sociales, que son precisamente el motor colectivo de ese cambio cultural. El antropólogo Erik Assadourian, investigador senior del Worldwatch Institute y coordinador del informe, concluye (2010: 63):
Quizá dentro de uno o dos siglos no sean necesarios ya grandes esfuerzos para abrir camino a una nueva orientación cultural, pues la gente habrá interiorizado muchas de estas nuevas ideas y considerará la sostenibilidad, en vez del consumismo, como algo «natural». Hasta entonces será necesario que las redes pioneras culturales impulsen a las instituciones para acelerar el cambio de forma premeditada y proactiva. Con frecuencia se cita la frase de la antropóloga Margaret Mead: «Nunca dudes de que un grupo pequeño de ciudadanos considerados y comprometidos puede cambiar el mundo. En el fondo, siempre ha sido así». La existencia de muchos ciudadanos ilusionados, organizados y entregados a difundir una forma de vida sostenible pude lograr que arraigue un nuevo paradigma cultural, un paradigma que permita a la humanidad vivir una existencia más grata en el presente y que perdure en el futuro.
Referencias
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* Profesor de Antropología Social en la EHU/UPV. Miembro del equipo de investigación Ekopol. E-mail: josuxabier.larrinaga@ehu.eus.
[1]. A partir del concepto de pico del petroleo o peak oil, para explicar el momento en que la capacidad de extracción de petróleo del subsuelo del planeta comienza a agotarse, surge peak all para expresar el agotamiento de todo tipo de reservas de materias primas, principalmente otros combustibles fósiles y recursos minerales (Sempere, 2018).
[2]. Utilizo tres repertorios descriptivos de nuestra naturaleza o «ser genérico» para utilizar las palabras del autor de uno de esos repertorios, el geógrafo marxista David Harvey (2003: 240-241); los otros dos los recojo del psicólogo evolutivo Steven Pinker (2012: 428-429) y de Johnson y Earle (2003: 29-30), antropólogo y arqueólogo respectivamente, adscritos a la escuela del ecologismo cultural, además del planteamiento más general de Michael S. Gazzaniga (2010).
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