Serenella Iovino*
Traducido por Raul Ciannella
Resumen: El artículo refleja las diversas facetas de las crisis ecológicas desde el enfoque del discurso ecológico surgido durante los años setenta en las prácticas transdisciplinarias que configuran las humanidades ambientales. La crisis ecológica no es una crisis singular, limitada a una dinámica natural, sino un sistema complejo de crisis en las que están estrechamente interconectados ecología, política, sociedad, humanos y no humanos. No obstante, el principal aspecto de esta crisis es el cultural: en su origen se hallan representaciones sociales excluyentes y estilos de vida que con frecuencia conducen a formas de inestabilidad ambiental e injusticia social. La aparición de las humanidades ambientales responde, precisamente, a este problema. El artículo se centra en la literatura y la ecocrítica, consideradas como prácticas tanto cognitivas como éticas con capacidad para crear una concienciación acerca de las problemáticas ambientales.
Palabras clave: humanidades ambientales; ecocrítica; crisis ecológica; educación ambiental
Abstract: Following the development of ecological discourse from the 1970s to the trans-disciplinary practices of the environmental humanities, the essay reflects on the many facets of the ecological crisis. The ecological crisis is not to be seen as a singular crisis, limited to natural dynamics, but rather as a complex system of crises, where ecology, politics, society, human and nonhuman natures are strictly interlaced. The main aspect of this crisis, however, is a cultural one: at its origin lie exclusionary social representations and unsustainable lifestyles often ushering in forms of environmental instability and social injustice. The appearance of the environmental humanities is precisely the response to this issue. The essay focuses in particular on literature and ecocriticism, considered as ethical and cognitive practices for creating awareness about the entanglements of environmental life.
Keywords: environmental humanities; ecocriticism; ecological crisis; environmental education
Introducción
Habría tenido que pensarlo antes, ahora ya es tarde. […] Ahora, cuando la señal luminosa se enciende, me transmite una sensación de alarma, de amenaza indefinida, inminente […]: cuando sé que el depósito se está quedando sin combustible, siento cómo se agotan las reservas de las refinerías, siento el fluir de los oleoductos, la carga de los petroleros que surcan los mares; las sondas hurgan las profundidades de la tierra y solo extraen agua sucia; mi pie en el acelerador se vuelve consciente de que a la más mínima presión se queman las últimas salpicaduras de la energía acumulada por nuestro planeta […], piso el pedal como si el depósito fuera un limón que hay que estrujar sin desperdiciar ni una gota; desacelero; no: acelero, la reacción instintiva es que, cuanto más corro, más kilómetros gano al que podría ser el último empujón. (Calvino, 2004: 261-262).
En estas líneas, pertenecientes al relato “La pompa di benzina”, Italo Calvino expresa la ansiedad que siente un conductor ante la repentina escasez de carburante en las gasolineras italianas. Corría el año 1974, el año de la austeridad, de los domingos sin coche y de la gasolina intermitente. Esos acontecimientos, que, como de costumbre, la literatura captaba y representaba para que la imaginación hablara directamente, eran los primeros signos de un cambio cuyos efectos y derivaciones se prolongarían en el tiempo y en el espacio. Era aquel cambio que, justo en ese periodo, se iba posicionando ante la conciencia colectiva con el nombre de crisis ecológica. En cierta medida, en Italia, la crisis ecológica de esos años se percibía más bien como una crisis del paisaje. Prueba de ello son las intervenciones de Giorgio Bassani en la asociación ambientalista Italia Nostra; las de Pasolini en referencia a la irrealidad que se expande a costa del paisaje, o las del mismo Calvino, que ya a finales de los años cincuenta había escrito dos refinadas e irónicas elegías protoambientalistas: La nube de esmog y La especulación inmobiliaria. Sin embargo, en otras partes del mundo occidental, esta crisis entraba de lleno en los debates científicos e imponía a la cultura humanística una radical reconsideración de sí misma.
Fue en los años setenta cuando aparecieron los primeros debates filosóficos acerca de la responsabilidad humana con el bienestar del medio ambiente y de las generaciones futuras, la inclusión en la esfera moral de los seres no humanos y el papel de las humanidades en la difusión de un paradigma alternativo al antropocéntrico y pragmático que, según varios intérpretes, había provocado la crisis medioambiental. Se imponía la necesidad de elaborar una visión del mundo más inclusiva, que no solo desestructurase la ideología imperialista implícita en la relación humanidad-naturaleza, sino que también, dentro de la misma categoría de humanidad, otorgase espacio a sujetos, culturas y lenguajes discriminados por formas de colonialismo intelectual y eurocentrista. En el ámbito de las premisas filosóficas, eso suponía ensanchar el lenguaje moral y el espacio dedicado a la ética aplicada al medio ambiente. Se trataba, pues, de volver a incluir a la naturaleza como sujeto en el horizonte de la ética. El discurso del valor se extendía así de los seres humanos, activos y racionales, a los sujetos morales pasivos: los animales, las plantas, el paisaje, la biodiversidad, la atmósfera. A partir de estas premisas, progresivamente se incluyeron entre los sujetos morales a los seres sensibles en general, como se evidencia en las cuestiones relativas a la liberación animal y los derechos de los animales; a los organismos dotados de finalidad intrínseca de desarrollo biológico, o a la Tierra, con sus dinámicas físicas y sus comunidades vivas.[1]
Pero, al mismo tiempo, esta apertura del panorama ético-conceptual presupuso reconsiderar los modelos implicados con las estructuras y las jerarquías socioculturales de la sociedad industrial. Quedaba claro que, en el paradigma dominante del desarrollo económico, las descompensaciones ecológicas se entrelazaban con desequilibrios y abusos sociales. Tales desequilibrios cobraban, y cobran hoy más que nunca, distintas formas: en el campo de la ordenación local, la forma del abuso del territorio y de los ecosistemas (un punto que los sistemas capitalistas compartían con los comunistas); en el ámbito de las políticas económicas, la forma de las desigualdades entre países industrializados y países en vías de desarrollo. Cada vez era más obvio que enfrentarse a los problemas del medio ambiente significaba hacer frente a los problemas de la sociedad. El desarrollo y la riqueza de los países industrializados no se generan en un laboratorio aséptico, sino que son fruto de una realidad compleja. En efecto, el equilibrio social y el natural depende no solo de los ritmos de producción y consumo, sino también de las dinámicas de acaparamiento de los recursos naturales según esquemas que a menudo repiten viejos modelos coloniales.[2] Los predominios del humano sobre el humano y del humano sobre la naturaleza no humana, por lo tanto, son paralelos, y a estas jerarquías de poder se conectan las dinámicas ecológicas, políticas y económicas que determinan los equilibrios globales y las estrecheces locales. Ello incluye las colas en las gasolineras semidesangradas, a los conductores en apuros o los domingos sin coche en tiempos de austeridad.
Imagen 1: Domingos sin coche en Milán durante la crisis de petróleo de los años 70. Fuente: facebook.com/MILANO.sparita.e.da.ricordare/
Actualmente, a décadas de distancia, nos parece imposible obviar la inclusión de la ecología en nuestros discursos. Sabemos que lo que definimos en singular como “crisis ecológica” es, en realidad, un sistema de crisis en el cual las emergencias medioambientales y sociales se entrelazan, desde la gestión de las catástrofes climáticas hasta las migraciones, desde el sufrimiento de las minorías étnicas hasta las ecomafias y, también, desde la contraposición de los intereses del desarrollo industrial hasta la salud de los ciudadanos y la belleza de los paisajes. Por lo tanto, la crisis ecológica también es una crisis social cuyos daños irradian de manera muy diversa, y a menudo agravan las desigualdades y los conflictos. Eso sí, lo que queda cada vez más claro es que la crisis ecológica es una expresión directa de una crisis cultural, debida a modelos que nos impiden ver los lazos entre todos estos fenómenos y, sobre todo, imaginar nuevas formas de relación con y en el medio ambiente. Es indudable que los debates de los setenta nos han ayudado a abrir horizontes nuevos, pero sobre todo nos han ayudado a entender que la relación con la naturaleza no humana también es el fruto de precisas imágenes culturales, ya que el conjunto de las actitudes respecto al medio ambiente surge de la elaboración de estas imágenes y de cómo se trasmiten en las formas de vida comunes. Es a partir de un territorio concebido como “otro respecto a la civilización” y, por lo tanto, colonizable, que el predominio sobre la naturaleza ha adquirido caracteres imperialistas y ha justificado políticas de prevaricación que no solo afectan al territorio, sino también a formas de humanidad que no encajan en el canon de dicha “civilización”. Por eso, es necesario analizar críticamente estas imágenes y esta identidad, para intentar infringir la autorreferencialidad de una cultura que no sabe dialogar con culturas diferentes ni reconoce valores y modelos alternativos a los suyos.
El modelo de las ciencias humanas ambientales y el papel de las narrativas
Las disciplinas humanísticas involucradas en el debate ambiental reflexionan sobre estos temas de manera transversal: aparte de la filosofía, también la historia, la literatura, la antropología, la psicología y la arquitectura han empezado a orientarse hacia una perspectiva que no solo incluya un enfoque específico de la relación entre naturaleza y cultura, sino que, además, al hacerlo, remita a la aportación de las ciencias naturales, principalmente de la biología y la ecología. La utilidad de este enfoque ha desembocado recientemente en la práctica de las humanidades ambientales, un campo de estudio transdisciplinar que reivindica la necesidad de superar la fractura entre las dos culturas, la humanística y la científica, y de considerar las cuestiones ambientales como parte de la reflexión sobre el papel de lo humano en su conjunto.[3]
La idea base de las humanidades ambientales es muy sencilla: cuando las cuestiones que están en juego se introducen en sistemas complejos, ninguna disciplina por sí sola es capaz de proporcionar respuestas adecuadas. Esto vale aún más en la época del Antropoceno, cuando el impacto de nuestra especie sobre los ciclos bio-geo-químicos del planeta ha adquirido la envergadura de una fuerza geológica. Para hacer frente a todo esto, los estudiosos de las humanidades ambientales sugieren que la investigación ambiental puede tener un impacto significativo en la vida de una sociedad solo si los climatólogos y los economistas trabajan codo con codo con los historiadores y los antropólogos; si los biólogos, filósofos y geógrafos aúnan esfuerzos. En otras palabras, solo si los que practican las denominadas ciencias duras trabajan junto con educadores y académicos de las disciplinas humanísticas, unidos por el objetivo común de integrar políticas públicas con modelos culturales más sostenibles.
Pensemos en el calentamiento global: ¿podría afirmarse que se trata de una cuestión exclusiva de los climatólogos o químicos de la atmósfera? ¿O bien solo de economistas y geógrafos? Si exploramos las raíces de este fenómeno, veremos su estrecha relación tanto con los ciclos geoastronómicos de nuestro planeta como con nuestros estilos de vida y modelos culturales. ¿Podríamos, por lo tanto, excluir de la discusión sobre este asunto a estudiosos de la historia, la literatura o la psicología? Desde la misma perspectiva, cabe plantear el tema de los residuos y la contaminación. Si se quiere entender en todas sus dimensiones, se precisa una mirada que permita mantener juntos todos los aspectos: sociales, éticos, políticos, económicos y ecológicos. En otras palabras, no existen fenómenos aislables de los entretejidos plurales a los cuales pertenecen; ningún fenómeno ambiental está confinado en un abstracto mundo exterior. Como afirma Rosi Braidotti, “Tanto la escala como las consecuencias del cambio climático son tan importantes que desafían la representación. Las humanidades y, más específicamente, la investigación cultural son las más adecuadas para cubrir este déficit del imaginario social y ayudarnos a pensar lo impensable.” (2013: 160).
El impacto de estas investigaciones sobre la sociedad es potencialmente muy importante. De hecho, las emergencias socioambientales no son ni remotas ni abstractas: están aquí y ahora. ¿Cómo podemos pensar en resolverlas si antes no las comprendemos, si no se convierten en parte de nuestra formación cultural? Dejar que solo los científicos se ocupen de ello significa renunciar a la responsabilidad educativa de las ciencias humanas en la plasmación de formas de concienciación social esenciales a la vida política y a los desafíos de los cambios.
En particular, tanto la literatura como la crítica literaria han tenido un papel fundamental en la configuración de este cambio cultural. Al unirse a la ética ambiental —cuyas reivindicaciones conceptuales han asumido, pero sin absorber su lenguaje, en ocasiones elitista—, la literatura y la crítica literaria se han convertido en portavoces de un cambio de paradigma, incluso en el campo pedagógico. A partir de este humus, en la década de 1990 se configuró la ecocrítica o crítica literaria ecológica. A medio camino entre el activismo y la academia, entre la teoría y la praxis, la ecocrítica demuestra que, en la época de la crisis ambiental, la literatura puede ser “uno de los instrumentos de autoconcienciación de una sociedad”, como deseaba Calvino en un ensayo de 1976 (2001: 357). En síntesis, la literatura es capaz de imponer modelos lingüísticos y cognoscitivos “que son al mismo tiempo estéticos y éticos, esenciales en cada proyecto de acción, sobre todo en la vida política” (Calvino, 2001: 359). Esta conciencia no aparece solo en obras explícitamente ecológicas, sino en cualquier texto que hable a la imaginación y dé voz a los silencios (elegidos o impuestos) de la realidad en la que vivimos.
Al promover una estrategia basada en la idea de que una interpretación ecológica de los textos literarios nos lleve a adquirir una conciencia crítica de nuestra relación con la vida no humana, la ecocrítica lee el medio ambiente a través de la literatura. En uno de sus actos fundacionales —la introducción de Cheryll Glotfelty al volumen The ecocriticism reader de 1996—, se pide que la ecocrítica conteste preguntas como las siguientes:
¿Cuál es el papel del paisaje en esta obra? ¿Qué se entiende con la palabra naturaleza? ¿Existe una influencia de los roles de género en la manera en la que se escribe sobre la naturaleza? ¿De qué manera los sistemas políticos y económicos (capitalismo, comunismo, etc.) influyen sobre la percepción social de la naturaleza y sobre las actitudes hacia el medio ambiente? ¿Podemos pensar el lugar como una categoría literaria e interpretativa distinta, al igual que la clase, el género y la raza? ¿Cuál es nuestra percepción sobre la naturaleza salvaje, y de qué manera tal percepción ha variado a lo largo de los siglos? ¿Cuál es la representación […] que la literatura moderna y la cultura popular proporcionan de las cuestiones ambientales? (Glotfelty, 1996: XVIII).
No nos encontramos solo ante la necesidad de conjugar cierta cuestión con su representación literaria (necesidad ya manifestada por corrientes crítico-literarias como la crítica literaria feminista o los estudios queer). Para la ecocrítica, el estudio del modo en que los textos literarios vehiculan una representación del medio ambiente es funcional a un discurso sobre el valor de lo que se representa y el modo en que ese valor es percibido y comunicado por la sociedad productora de tal representación. Se trata de una crítica literaria comprometida que pretende dotar la sociedad de modelos al mismo tiempo estéticos y éticos. En la era de la crisis ecológica, la ecocrítica considera que la función civil de la literatura redefine la dimensión política como interacción entre seres vivos y sociedades humanas en un ambiente compartido. Si la ética ambiental invoca un cambio de paradigma ante todo en la esfera conceptual, la ecocrítica construye este nuevo paradigma a partir de la función civil y ético-educativa de la literatura. Así, la ecocrítica confía en el efecto de concienciación que la literatura transmite a una sociedad acerca de sus estructuras, sus desequilibrios, sus iniquidades, sus posibilidades de futuro. Esta confianza no es abstracta o romántica, sino que se apoya sobre bases empíricas. En efecto, desde hace décadas, las ciencias cognitivas aplicadas a la literatura señalan que las narraciones son estrictamente funcionales al desarrollo de nuestro sistema cognitivo, e influyen de manera notable incluso en el desarrollo del sistema intuitivo y experiencial. Lo que somos en el mundo es también fruto de las historias que escuchamos, interiorizamos y asimilamos. Disciplinas como los estudios literarios cognitivos y la psiconarratología han demostrado que las historias que nos contamos y seguimos aguzan nuestra conciencia social, refuerzan actitudes cooperativas y estimulan la creatividad, pero también que hay una respuesta cognitiva implicada en cada forma de narración.[4]
La dimensión ética de este discurso es notable. Al contar una historia, de hecho, las narraciones no solo confieren una forma (y por lo tanto una comprensibilidad) a lo que ocurre en un determinado contexto, sino que también hacen posible la realización de un proyecto que involucra a la sociedad y sus valores. Al crear las condiciones para una concienciación, las narraciones pueden ser una forma creativa de responsabilidad, ya que el objeto de la historia puede ser transformado en un proyecto moral y, por lo tanto, político. Además de una ética del relato (acabado), la ética de la narración es, también y sobre todo, una ética del relatar. Y puesto que relatar es una forma de acción que aspira a tener un sentido, la ética de la narración es una ética del hacer, del proyectar, de imaginar un futuro todavía en parte por escribir, precisamente porque se ve la historia como cristalización de eventos y concatenación de causas y efectos.[5]
Las consecuencias sociales de estas dinámicas cognitivas son potencialmente importantes. Como afirma Gregory Bateson, las ideas que una sociedad piensa y desarrolla constituyen un ecosistema complementario al viviente (biológico), una verdadera ecología de la mente. Si las ideas que circulan en este ecosistema colaboran con la vida del planeta y no se contraponen a ella, entonces será más fácil que los comportamientos de la sociedad sean más sostenibles para el medio ambiente. La gran característica de la literatura es que nos permite tener una experiencia vicaria de cosas que posiblemente nunca viviremos; nos hace ver el mundo con los ojos de un perro o de una ballena, nos transporta a escenarios apocalípticos en los que los humanos conviven con los cíborgs y nos hace sentir el dolor de un refugiado climático o de una niña esclavizada. Y hace todo esto con una fuerza que ni los números ni las estadísticas podrán tener nunca.[6] El potencial educativo de la literatura es, pues, fundamental para revitalizar la ecología de la mente de nuestra sociedad.
Un pensamiento creativo de la liberación
La literatura, la historia y la ética nutren el tejido narrativo de las humanidades ambientales. Existe, sin embargo, una tensión común en todas las disciplinas que concurren en la formación de este nuevo paradigma de pensamiento. La cultura ambiental, en efecto, es un pensamiento de liberación: una liberación conjunta de lo humano y lo no humano. La liberación nunca es abstracta. Hay una liberación de la esclavitud, de las injusticias de la sociedad patriarcal, del dominio de los colonizadores, de las estructuras sociales portadoras de discriminación. Pero existe también una liberación de la invisibilidad, del silencio, de la oscuridad de la “noche eterna” descrita por William Blake, a finales del siglo xviii, en una poesía dedicada a los “augurios de inocencia” inscritos sobre el rostro de los animales, algo que reaparece en las débiles y pequeñas criaturas que se hallan en el umbral entre lo humano y lo no humano de las novelas de Anna Maria Ortese. Y de nuevo (aunque los ejemplos son innumerables) en la criatura indefinible —violenta e indefensa— del Frankenstein de Mary Wollstonecraft, en la alteridad humillada y no obstante familiar de Gregor Samsa en La metamorfosis de Franz Kafka, en los cíborgs que anhelan memorias y deseos humanos en Blade Runner. Una literatura que es instrumento de liberación es aquella que, al liberar nuestra imaginación de los dogmas del centralismo humano (y solo de cierto humano), también rescata cosas, criaturas y otras personas del sótano de nuestra percepción y nuestros discursos.
Cuando hablamos de liberación, pensamos sobre todo en liberarnos de algo. Queremos liberarnos del miedo al otro, de las consecuencias materiales de las injusticias sociales y de la explotación ecológica. Pero, si el énfasis solo cae en aquello de lo que queremos liberarnos, corremos el riesgo de dejar una dimensión creativa en la sombra. Esta dimensión creativa es visible en el nexo entre liberación y deliberación. Una cultura de la liberación no es solo una cultura de la emancipación de los vínculos impuestos (sociales, culturales o “naturales”), sino también una cultura de la de-liberación; una cultura hecha de actos deliberativos conscientes, actos que liberan nuevos significados en la realidad: actos creativos. Es a través de estos actos que pueden nacer nuevas posibilidades y visiones. Hablar de liberación en este contexto significa, por lo tanto, reflexionar sobre el poder de la cultura (no solo literaria) para vehicular un mensaje de creatividad; sobre el poder de la imaginación para reformar nuestro horizonte moral. Una cultura de la liberación, que transite por relatos, discursos o formas artísticas, habla de estas posibilidades creativas, y lo hace abriendo el horizonte a nuevos sujetos, cuestiones e interconexiones. Se trata de una cultura que nos enseñe las hibridaciones que pueblan y constituyen nuestro mundo. Estos sujetos poseen, a veces, aspectos inquietantes, y su naturaleza nos parece poderosa y terrorífica; en términos hegelianos, “el otro respecto al espíritu”. Pero lo no humano también es frágil, como las criaturas minúsculas y el delicado equilibrio de los ecosistemas; indefenso, como los animales explotados o los paisajes destruidos; asaltado y agredido, como cada alteridad que se quiera aplastar o destituir. Esta alteridad la llevamos dentro; porque, ya en lo biológico, el ser humano es otro. Pensemos en las colonias de bacterias, arqueas, hongos y virus que constituyen nuestro microbioma. Estamos colonizados por alienígenas, “clases impredecibles de nosotros” (Haraway, 2008: 5) sin los cuales no sobreviviríamos. Y esto vale tanto para la biología como para la cultura, porque, como nos recuerda Franco Cassano en referencia al hibridismo mediterráneo, frente a fronteras cada vez más cerradas, “nuestro nosotros está lleno de otros” (2005: XXV).
Conclusiones: una cultura para narrar la crisis
El desafío de la crisis ambiental, en todas sus formas, consiste en evaluar nuestra relación con el ambiente primordialmente en términos de cultura. ¿Qué tipo de cultura es la que nos ha conducido a la crisis ecológica? ¿Se pueden concebir discursos en los que el sufrimiento del territorio sea independiente de la conciencia que los ciudadanos tienen sobre sus propios derechos democráticos? ¿Cuáles son las dinámicas que conectan salud ecológica y salud social en un territorio en guerra (en referencia no solo a la guerra de los grandes sistemas geopolíticos, sino también a la guerra cotidiana de las emergencias perpetuas y de los mecanismos de marginación social)?
La crisis se puede narrar de varias maneras: lo hacen las novelas, cuando se confrontan con paisajes que cambian o escenarios posapocalípticos; lo hacen las canciones, cuando denuncian la crisis del planeta o el riesgo nuclear; lo hacen las artes figurativas, y lo hacen las películas, los documentales, los grandes reportajes fotográficos. Pero, en realidad, la crisis ambiental es narrada por el mundo mismo, por nuestros cuerpos, por nuestros paisajes. Pensemos en los cuerpos tóxicos de las tierras contaminadas por las ecomafias. A su manera, son narraciones materiales que cuentan tramas de sustancias contaminantes, flujos económicos, malestar social, poderes políticos y visiones culturales. Cada cuerpo, cada ambiente, cada paisaje nos cuenta historias materiales.[7] Hoy en día, aprender a leer estas historias no es, pues, solo un ejercicio crítico apasionante, sino también una forma necesaria de alfabetización ética y política. La literatura (junto a las otras expresiones culturales) puede tener un papel activo en la tutela del ambiente, si nos ayuda a entender que el destino del planeta es nuestro destino, que sus historias son nuestras historias. Si, en cambio, crea un dualismo entre nosotros y una naturaleza percibida como ajena, entonces no hace otra cosa que acentuar nuestra alienación y, por ende, la crisis en la cual estamos inmersos.
La fuerza de la cultura ecológica es justamente la fuerza de las interconexiones. Entre presente y futuro, entre cosas e imágenes distantes, entre cosas no dichas y palabras para decirlas, entre nosotros y ellos, existe una conexión material y discursiva, porque nosotros y ellos somos solo maneras diversas de decir mundo. El mundo al cual esta cultura se dirige es un mundo de cosas, de animales, de crisis, de vínculos, de conciencia, de luchas. Al mirar este mundo con todos sus vínculos, el pensamiento ambiental no solo proporciona las palabras para decir todo esto, también nos equipa con los marcos conceptuales necesarios para ver las interconexiones presentes en un mundo viciado por la alucinación de la separación. Y, de este modo, nos prepara para recalibrar la escala de nuestra imaginación y nos ayuda a pensar lo impensable que teje nuestra vida.
Bibliografía
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* Universidad de Carolina del Norte. Departamento de estudios romances. E-mail: serenella.iovino@unc.edu.
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[1] Para una reciente panorámica sobre la ética medioambiental, véase Schmidtz y Shahar, 2018. He tratado este debate en Iovino, 2004.
[2] Este es el discurso de la justicia medioambiental; véanse Nixon, 2011, y Martínez Alier, 2009. Sobre ética medioambiental poscolonial, véase Curtin, 2005.
[3] La literatura sobre el tema crece rápidamente. Recomiendo Oppermann y Iovino, 2017, y Emmett y Nye, 2017.
[4] Véanse Zunshine, 2015; Jaén y Simon, 2012, y Bortolussi y Dixon, 2003.
[5] Sobre este punto, véase Cavarero, 1997.
[6] Véase Slovic y Slovic, 2015.
[7] Véase un interesante experimento, aplicado a la realidad de las mujeres en la crisis de los residuos en Nápoles, es Armiero, 2014. Véase también Iovino, 2016.
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