Iñaki Barcena Hinojal*
Hace dos años, en el 2007, se cumplía el centenario del nacimiento de esta mujer de Springdale (PennsylvaniaEEUU) que utilizó el discurso, el conocimiento y el compromiso científico para contrarrestar el avance implacable de la industria química, de los pesticidas e insecticidas que tantos daños han causado en la salud de las personas y en los ecosistemas en los cuatro puntos cardinales. En nuestros lares y en homenaje a esta bióloga norteamericana, ese mismo año se traducía al euskera, «Silent Spring» —Primavera Silenciosa— la principal obra de esta mujer que ha marcado un hito fundamental en el despertar del ecologismo político como nuevo movimiento social.
Pronto se cumplirán 50 años desde que se publicó (1962) este clásico de la literatura ecologista y utilizamos el adjetivo clásico en su sentido vernáculo, esto es, el de una obra que con el paso del tiempo no ha perdido actualidad. En la década posterior al final de la Segunda Guerra Mundial, Rachel Carson asumió el reto de denunciar los estragos producidos en la sociedad norteamericana por el uso incontrolado de los venenos insecticidas y para ello, sabiendo que se enfrentaba a un poderoso enemigo, se documentó, estudió numerosos casos de envenenamiento y se rodeo de científicos, políticos y medios de comunicación que entendieran y apoyaran su cometido. Su estrategia de lucha, fue costosa y dura, pero dio sus frutos y dejó una rica herencia que cuatro décadas después de su muerte ilumina el camino de científicos, activistas y mujeres.
Sin embargo todavía hoy, la poderosa industria química sigue sin perdonarle su osadía. Los productores y defensores de pesticidas e insecticidas como el DDT siguen presionando en su contra, acusándole y responsabilizándole de los millones de personas muertos por la malaria o el dengue.
La demonización de una bióloga literata. En los tiempos del descontrol sanitario acarreado por la gripe porcina, que viene a recoger el testigo del escándalo causado por la gripe aviar, las grandes empresas químicas y farmacéuticas y ahora los emporios de la alimentación y del negocio agrícola ganadero no dan tregua. No lo hicieron en el momento de la publicación de la obra (Primavera Silenciosa, Hougthon Mifflin, 1962) organizando una impresionante campaña en su contra y todavía hoy la revista norteamericana Human Events, por ejemplo, sigue nombrando este libro como «uno de los diez libros más dañinos de los siglos XIX y XX».
No obstante, sus detractores han de reconocer que ella, en los múltiples debates y comparecencias en que participó nunca exigió la ilegalización del DDT o de otros venenos pesticidas sino su regulación y control, y también han de reconocer que muchos de ellos se siguen utilizando a pesar de la prohibición expresa de la Organización Mundial de la Salud y convenciones internacionales como la última de Estocolmo (2004) para su uso. Sus denuncias, como veremos, tuvieron buena acogida en la sociedad norteamericana y Carson se convirtió en guía y referencia central para grupos como el Environmental Defense Fund que tres años después de su muerte (1967) pondrían en marcha una exitosa campaña que terminaría con la prohibición del DDT.
Paradójicamente esta mujer que «se hizo a si misma», como gusta decir en los ambientes anglosajones americanos, murió de cáncer dos años después de publicar la obra que la convertiría en una de las referencias clave del pensamiento ecologista actual. Desde joven supo lo difícil que le resultaría atravesar los muros de la sociedad patriarcal. Proviniendo de un ambiente rural y no teniendo los recursos económicos de una familia pudiente, tuvo que trabajar para poder estudiar biología, zoología y genética. Realizó su maestría en la universidad Johns Hopkins pero tuvo que olvidar sus planes de doctorarse para empezar a trabajar en el Servicio de Pesca y Fauna Silvestre de los Estados Unidos, siendo el soporte económico fundamental de su familia tras la muerte de su padre.
Siendo una de las pocas mujeres contratadas por el Servicio de Pesca, acompañó su trabajo en el mundo de la investigación biológica y en las ciencias del mar con la divulgación y el periodismo. Fue en 1945 cuando conoció y tomo conciencia de la fatídica existencia y uso del DDT, la llamada bomba insecto, en los mismos años en que las bombas atómicas destruían Hiroshima y Nagasaki, pero por diversas razones familiares, profesionales y económicas, no fue hasta finales de los años 50 cuando acometería la tarea de demostrar, con multitud de casos científicamente documentados, los peligros de la fumigación masiva y la falta de previsión de sus efectos sobre la salud de humanos y ecosistemas.
Anteriormente a Primavera Silenciosa publicó varias obras, en su mayoría ligadas a la ecología marina y a los parques naturales y su bella y prodigiosa prosa le dio el reconocimiento del público en obras como Bajo el viento del Mar (1941), El mar que nos rodea (1951) y El borde del mar (1955).
Pero a pesar de ser reconocida como una excelente escritora, su compromiso científico-social hará que se convierta en el principal enemigo tanto de la industria química como de sectores políticos, académicos y científicos que trataron de denostarla por su condición de mujer. Eran los años del macartismo en los EEUU y aunque hoy muchas ecologistas y activistas político-sociales siguen padeciendo las mismas presiones y maltratos a lo largo y ancho del planeta, la campaña desatada contra ella tras la publicación de «Silent Spring» es un claro exponente de lo que los intereses económicos suelen y pueden llegar a hacer para anteponerse a la salud y a la vida humana y del resto de especies.
Fueron muchos los ataques y amenazas que sufrieron ella y los que desde la ciencia, el periodismo o la política se posicionaron a favor de las tesis de su libro frente al uso indiscriminado de pesticidas e insecticidas. Como muestra tan sólo dos botones. Uno de la boca del bioquímico norteamericano Robert White-Stevens, que dijo que «Si el hombre sigue las enseñanzas de la señora Carson entonces volveremos a la Era de las Cavernas y los insectos, las enfermedades y los gusanos gobernarán la tierra». Más duras, absurdas y misóginas son las palabras de Ezra Taft Benson, Secretario de Agricultura del gobierno de los EEUU en los años sesenta, que en una carta dirigida al presidente Dwight D. Eisenhower como final de su misiva apostillaba que sospechaba de ella porque «siendo soltera aunque físicamente atractiva probablemente es una comunista». Sobran comentarios.
EL DDT Y SUS FAMILIARES
El DDT (Dicloro-Difenil-Tricloroetano) es el más conocido de la familia de los pesticidas, pero como nos recuerda Rachel Carson, no es el único, ni el más letal, ni tan siquiera el más peligroso. A pesar de las prohibiciones legales, según diversas fuentes y testimonios en la actualidad las paredes de las chabolas de muchos barrios africanos se pulverizan con DDT de forma regular para combatir la malaria, el dengue o el tifus. Esto es permanentemente denunciado por activistas sociales, ecologistas y médicos como una clara muestra de racismo ecológico. Trayendo a colación sus denuncias, si como las centrales nucleares, estos pesticidas no son peligrosos, ¿por qué no se realizan estas pruebas y estas prácticas en las casas de las poblaciones occidentales?
A juicio de las poderosas empresas químicas que producen estos venenos y de los medios de comunicación a su servicio han pasado más de cuatro décadas desde que Carson y los grupos ecologistas comenzaron actuar contra estos productos, pero a pesar de todo estas enfermedades y plagas continúan. Al parecer todavía no han leído lo que la escritora norteamericana decía en su escandalosa obra: «Una parte de lo que sabemos lo hemos aprendido de las duras experiencias obtenidas en las campañas contra la malaria de la Organización Mundial de la Salud. Tan pronto como reemplazaron el DDT por la dieldrina en las labores de control de la malaria (el cambio se produjo por que el mosquito de la malaria se había hecho resistente al DDT) se produjeron casos de envenenamiento entre las personas que realizaban las pulverizaciones. Eran crisis graves. La mitad de los hombres afectados (la totalidad según el programa) sufrieron convulsiones y algunos murieron. Algunos seguían con convulsiones a los cuatro meses de la exposición (traducido de la versión en euskera Udaberri Isila pp. 39-40)»
Teniendo la intención de ser una obra divulgativa, en el tercer capítulo de la obra, que lleva el subtítulo de «Los elixires de la muerte», Carson realiza una serie de comparaciones entre los venenos naturales, aquellos que se pueden encontrar en la naturaleza como el arsénico y los orgánicos, esto es, obtenidos por combinación y manipulación en un laboratorio. Según sus palabras, dos son las grandes familias en que se pueden dividir los tóxicos. Por un lado el DDT y el resto de los hidrocarburos clorados (DDT, clordano, dieldrina, aldrina, endrina…) y por el otro, los todavía mucho más potentes alquilos o fósforoclorados (malathion, parathion…). Y ella misma se hace la pregunta que surge en la mente de cualquier persona lectora. Si estos últimos que han sido utilizados comercialmente y son tan venenosos, si se acumulan en nuestro cuerpo y si se han esparcido tantas toneladas en nuestros campos y bosques ¿por qué los animales afectados y los humanos no hemos sucumbido? Y la bióloga norteamericana responde sin dudar: Por suerte los tóxicos de la familia de los fosforoclorados se descomponen muy rápidamente.
EL LEGADO DE «PRIMAVERA SILENCIOSA»
Linda Lear, profesora de Historia Ambiental en la Universidad George Washington y biógrafa de Rachel Carson (Rachel Carson: Witness for Nature [Penguin] 1997, Lost Woods: The Discovered Writing of Rachel Carson [Beacon] 1998 ) ha escrito a colación de esta obra que pocos libros cambian el curso de la historia. A su juicio en la escala planetaria El capital de Karl Marx, El origen de las Especies de Charles Darwin y La Riqueza de las Naciones de Adam Smith cumplirían ese cometido. En la escala norteamericana este privilegio lo cumplen a su entender las obras de dos mujeres escritoras, Harriet Beecher Stower con La Cabaña del Tío Tom y Rachel Carson con Primavera Silenciosa. Es su propia elección, pero a nuestro entender no parece andar muy descaminada.
Cuando Carson escribió esta obra ya era conocida en el mundo de las ciencias naturales y ambientales por sus aportaciones tanto científicas como literarias. Veinte años antes había escrito Under the Sea Wind (1941) que aunque no resultó un éxito de ventas, puso la primera piedra en su currículo como escritora y la fama le llegaría 10 años después con The Sea around us (1951) que resulto ser un best-seller y fue publicado por Oxford University Press.
Rachel Carson comenzó en la década de los cuarenta del siglo pasado a recopilar los materiales de Silent Spring, pues estaba realmente preocupada con los venenos orgánicos producidos en los laboratorios militares con objeto de ser usados durante la Segunda Guerra Mundial. Y así lo cuenta en su libro: «Desde que los químicos empezaron a fabricar sustancias que la naturaleza nunca antes había producido, los problemas para depurar el agua se han complicado y los riesgos para los usuarios se han multiplicado. Como hemos visto, la producción masiva de estos productos sintéticos comenzó en la década de los cuarenta. En la actualidad ha tomado tal proporción que en los sumideros de los EEUU se derrama diariamente una oleada de contaminación química. Esos productos cuando se juntan con las aguas fecales de los hogares o de otros residuos, a veces no son fáciles de detectar en las depuradoras por los métodos que se han utilizado tradicionalmente. La mayoría de ellos son tan persistentes que no se pueden separar por los procesos normales. A menudo ni siquiera llegan a identificarse».
La organización conservacionista norteamericana Audubon Society contrató sus servicios durante 4 años para denunciar la fumigación y pulverización masiva de pesticidas sintéticos, con el objeto de paralizar estas prácticas agrícolas y anti-plagas. Así comenzó a recopilar datos de casos en los que se habían producido daños ambientales graves y comenzó a colaborar y relacionarse con biólogos, periodistas, químicos, médicos expertos en cáncer y toda clase de científicos para tratar de documentarse adecuadamente y dar una visión lo más completa posible de su crítica a la utilización intensiva de estos venenos.
De esta manera se dio cuenta de que en la comunidad científica existían dos posturas, dos modos de enfrentarse al problema. Aquellas personas que minusvaloraban los daños y los riesgos potenciales y aquellos profesionales que exigían pruebas definitivas y que preferían los métodos biológicos para combatir las molestias y los peligros de las plagas.
En esta misma época histórica los destrozos y escándalos ecológicos comenzaban a manifestarse públicamente. En EEUU por ejemplo, se prohibió la venta de arándanos en los años 1957, 1958 y 1959 porque se encontraron rastros del herbicida aminotrozole en niveles peligrosos para la salud humana. No obstante, la presión de la industria química no cedió y convirtieron a Rachel Carson y a sus investigaciones en el blanco de sus críticas.
No eran buenos tiempos para Carson, y la enfermedad se cebó en su cuerpo. Tras una úlcera de duodeno, le detectaron un tumor maligno en el pecho y le realizaron una masectomía en 1960. Lo que ella sentía en su cuerpo tenía mucho que ver con lo que otras personas y animales estaban sufriendo. Y escribió: «De todos los ataques que los humanos hemos inflingido contra el medio ambiente el más preocupante es la contaminación del aire, la tierra, los ríos y el mar con productos peligrosos y muchas veces mortales. La mayoría de los efectos producidos por esta polución son irreversibles, la cadena de males iniciada, no solamente en el entramado que ha de sostener la vida, sino también en los propios tejidos vivientes es en gran medida imparable (Udaberri Isila pag. 23)».
Ella y también los editores del libro (Hougthon Mifflin, Mariner Books) sabían que esta obra no iba a tener una acogida normal y pacífica. Por ello antes de su publicación repartieron diversas copias entre personas de círculos científicos y políticos. Sin embargo las compañías DuPont (el mayor productor de DDT) y Velsicol (el único productor heptachlor y chlordano) se pusieron manos a la obra para orquestar su campañas comunicativas y tratar de frenar los efectos del libro y amenazaron incluso con su intención de acudir a los tribunales.
La obra tomó como titular, el encabezamiento que estaba escrito para designar uno de sus 17 capítulos, y ese capítulo paso a llamarse «Y no cantos de pájaros». En él se realiza una descripción lírica de las fumigaciones tóxicas: «Cada vez en más lugares de los EEUU, la primavera llega sin el aviso de la vuelta de las aves y al romper la mañana un silencio extraño ha reemplazado el bello canto de los pájaros que acompaña los amaneceres. El completo silencio del trinar de los pájaros, esa desaparición de los colores, de la belleza y del bienestar que las aves aportan a nuestro mundo, ha acontecido rápida y malévolamente y todavía no se han enterado en los pueblos en que no ha llegado a suceder».
«Primavera Silenciosa» consiguió un gran éxito comercial. Seguramente a ese triunfo coadyuvó la revista New Yorker que publicó en tres entregas la obra completa en tres semanas del mes de junio de 1962.
La vida de Rachel Carson no fue un camino de rosas. No fueron dulces muchos de los sucesos de su historia. Ni en sus primeros años en la universidad, ni en sus obligaciones familiares, ni en sus labores profesionales. Sin embargo al final de su vida, al menos en la sociedad norteamericana consiguió el reconocimiento público de su persona y de su obra.
Y se convirtió en un símbolo para el movimiento ecologista. Incluso algunos autores la consideran promotora de la deep ecology y del ecofeminismo. En 1970 en EEUU se fundó la Agencia de Protección (EPA) y no son pocos los que afirman que Rachel Carson fue su precursora principal.
Todos los libros de esta bióloga tienen un encanto especial para los amantes de la naturaleza, pero quizá sea el último y más conocido «Primavera Silenciosa», el que por su sencillez y su clarividencia y porque guarda una actualidad sin ambages en un tiempo en que las pandemias y los envenenamientos alarman al mundo, merezca más la pena.
En su último capítulo (Otro camino) dice: «Ahora estamos en ese punto en que los camino se dividen en dos. Pero… ambos no son iguales. El camino que llevamos largo tiempo recorriendo es más fácil, es una suave autopista, vamos a gran velocidad pero al final está el abismo. El otro, -el que menos se utiliza- nos ofrece la última oportunidad de llegada a la meta que permite conservar nuestra Tierra, la única oportunidad».
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* Profesor del Departamento de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad del País Vasco.
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