Introducción

La sociedad actual se ha caracterizado por la explotación de un recurso energético de alto e inigualable potencial: los combustibles fósiles, ya sea carbón, petróleo o gas natural. La irrupción de su aprovechamiento térmico y eléctrico en el s. XIX con la máquina de vapor como paradigma y los otros usos del petróleo y sus derivados ha permitido que cualquier variable “productiva” siga una trayectoria exponencial durante el siglo XX, por ejemplo, el rendimiento agrícola.[1] Pero también, de manera paralela, el crecimiento de la población[2] y las emisiones[3] de CO2.

Los beneficios son innumerables y haciendo un ejercicio de empatía, debió ser impresionante el entusiasmo científico-técnico y social de aquellos años. Y es que, sin duda, la percepción de un recurso energético ilimitado y barato fundamenta un proceso de expansión socioeconómica sin precedentes. Es interesante remarcar que los modelos socioeconómicos (tanto economías de mercado como planificadas) se derivaron del impacto del uso intensivo de los combustibles fósiles y sus aplicaciones tecnológicas, y no a la inversa. Es decir que se retroalimentaron, pero, indiscutiblemente, no sería planteable en los términos actuales, hablar sobre distribución de la riqueza durante el s. XX si ésta no existiese potencialmente por la explotación de los recursos de producción y, eminentemente, la energía fósil.

Es fundamental contextualizar este momento histórico con los avances contemporáneos en el campo de la física, la cosmología, la biología, las artes, la sociología, la economía y otras tantas ciencias y humanidades. Al fin y al cabo, es la concepción mecanicista del mundo la que permite la floreciente revolución (fósil) industrial. Una concepción reduccionista, causal, reversible y conservativa energéticamente que impregna todos los campos del saber y el hacer hasta nuestros días. (https://flucamp.com/)

La potencia de la experimentación, como el método científico nos indica, es aplicable, sin rubor, a la explotación de los recursos fósiles. “Lo hemos hecho” y hoy tenemos –en muchos casos sufrimos, en otros disfrutamos– los resultados. La discusión no es en términos de más o menos reservas, que también, sino de la capacidad, menguante, de convertirlo en trabajo útil (¿qué rendimiento energético asociado a su explotación y transformación?) y de la (in)capacidad de absorción de residuos –CO2– (¿hay suficiente embornal?). La termodinámica, con toda su radicalidad, impone su Ley sin paliativos. Y ha sentenciado.

Smart Grid: ¿moda o realidad? una crítica al concepto «smart»

Esta situación ha derivado en una difícil ecuación que plantea a la sociedad cuadrar múltiples objetivos[4] (Figura 1). Mantener la estructura socioeconómica –cuando no aumentarla– a partir de un consumo de energía creciente y de la potencia necesaria para ir cada vez más rápidos; asegurar el suministro energético[5]; minimizar el impacto ambiental[6]; y hacerlo de manera económica[7] para poder continuar la singladura del crecimiento. Delante de semejante reto, la realidad nos copa de un alud de respuestas: energías renovables, vehículo eléctrico, almacenaje de energía, generación distribuida, eficiencia energética, secuestro de CO2 (asociado a combustión fósil), nuclear (¿de nuevo?). Todo muy smart, faltaría.

Figura 1

La propuesta metodológica es parar, ni que sea un momento, para dar cabida a la reflexión y atender a la pregunta: ¿para qué? Y es en este momento donde, a riesgo de ser reduccionista, podemos segmentar el conjunto de soluciones entre las que proponen continuar sin más (shale gas&oil[8], carbón limpio…); las que quieren transaccionar el modelo fósil, pero sin cuestionarse los fundamentos (eficiencia energética, vehículo eléctrico…); y las que plantean un cambio de modelo energético que se adapte a los límites físicos de los recursos.

Podríamos encontrar una definición de Smart Grid para cada uno de los casos. Sin duda, la terminología es parte de la pugna entre modelos energéticos. Y la acepción que se instituya como predominante representará, sin duda, una propuesta concreta de tecnología, pero también una manera particular de ver la realidad energética, social y económica.

Intentamos, en el presente artículo, plantear los elementos clave para tener criterio al respecto. Y se avanza una cuestión previa, fundamental: ¿qué disponibilidad de combustible fósil y a qué coste pensamos que lo disponemos hoy? Sugiero, metodológicamente, aceptar la hipótesis que, en general, se percibe que tenemos recurso, pero cada vez más caro.

Considerar como única señal el “precio” es de por sí revelador de una determinada concepción de la ecología y la economía. Las acciones que como conjunto de la sociedad estamos realizando inciden en bajar costes, ya sea (intentando) aumentar la capacidad de extracción (recursos fósiles no convencionales, perforaciones en altas profundidades…) o en reducir el consumo (eficiencia energética –tanto en consumo como en transporte y distribución–, principalmente, y penetración de energías renovables).

A pesar que ambas estrategias son “reactivas” a un problema creciente de disponibilidad en función de coste, el conjunto de agentes del sector se lo ha tomado en serio[9] y, planteándolo en clave de progreso y futuro, lo objetiviza tecnológicamente con el concepto “smart grid”[10]: “(…) son redes eléctricas en las que, gracias a la contribución de las TIC –Tecnologías de la Información y la Comunicación–, pueden integrarse de manera inteligente las acciones de todos los agentes y usuarios conectados a ella –generadores, consumidores, prosumers– para poder ofrecer de manera eficiente, sostenible y económica el suministro de electricidad”. Estaríamos, por tanto, delante de una realidad, que, a pesar de tomar tintes de “moda” en alguna de sus manifestaciones, responde a un problema identificado, muy documentado y urgente (Figura 2).

Figura 2

Figura 2: proceso de implantación de las redes eléctricas inteligentes en el estado Español. Fuente: elaboración propia

Pero, ¿es suficiente?, Realmente, si maximizamos el concepto smart grid (tecnología eficiente y energías renovables) con la acepción que acabamos de ver, ¿se soluciona “el problema”? La respuesta no es sencilla y, en cualquier caso, se debe circunscribir en un territorio determinado: si pensamos en una zona con muchos recursos energéticos locales, baja densidad de población y una economía poco intensiva energéticamente, quizá sí. Pero incluso en este caso, las consecuencias sociales empiezan a manifestarse crudamente: ¿aceptaríamos, por ejemplo en la región de la Plana del Montgrí en la Costa Brava de Girona –costa nordeste de la Península Ibérica– una maximización de la producción eólica siendo, actualmente, una área de exclusión eólica[11] por motivos medioambientales? ¿depende la decisión solo del factor “coste”? Otro ejemplo es el aprovechamiento del potencial solar termoeléctrico y fotovoltaico en el norte de África para suministrar el 15% de energía a Europa, como propone y está ejecutando el proyecto Desertec[12]. Las respuestas no son simples, pero nos interpelan.

En un escenario de recurso fósil disponible, a pesar de irse encareciendo cada vez más y más rápido, no hay duda que se priorizará el aprovechamiento renovable masivamente por una lógica coste-beneficio. Es ésta la dialéctica donde se está desarrollando la discusión actualmente y, probable, los próximos años. Pero el debate queda superado al plantearse “si es posible” (más allá de si tiene sentido o no) mantener una estructura socioeconómica creada gracias a disponer de combustible fósil barato. Y esta es la tesis central del artículo. El recurso energético que una sociedad explota posibilita un desarrollo socioeconómico circunscrito en los límites físicos del mismo. Y, cuando se plantea, o simplemente pasa, la substitución por un nuevo recurso, los límites de la sociedad se adaptan (no es opcional).

Históricamente, la sucesión de los recursos utilizados ha posibilitado, progresivamente, aprovechar un mayor potencial energético (carbón en lugar de leña; petróleo en lugar de carbón) lo que, análogamente, ha permitido periodos expansivos de la economía y la sociedad. La novedad hoy es que, por primera vez, nos planteamos como sujetos conscientes un cambio de recurso por la responsabilidad y ética derivada de la percepción de límite (tanto de disponibilidad como de embornal) del recurso en explotación y de sus consecuencias en el tiempo y el espacio. Y el nuevo recurso, que será renovable o no será, tiene unas propiedades energéticas propias (Smil, 2008) y distantes al fósil (para bien o para mal) que impondrá, irreversiblemente, a la sociedad que lo aproveche. No se trata, por tanto, de adaptar y forzar el nuevo recurso a satisfacer las necesidades e infraestructura creadas gracias a la explotación del recurso anterior (siempre se presentará como limitante, parcial y caro), sino a la inversa; se debe adaptar las estructuras socioeconómicas para que se circunscriban al nuevo recurso energético. Más allá de si es “más o menos fácil”, debe aceptarse cuanto antes para empezar la transición de recurso. De otra manera, se impondrá a un coste social mucho mayor. Y he aquí las bases de una nueva posible definición de “smart grid”, mucho más profunda, con una necesidad de compatibilizar las Leyes físicas para adaptarse, sin negociación posible, y poder ser catalizador de la transición necesaria.

La naturaleza, una auténtica smart grid

La Tierra es un sistema abierto a la energía (flujo extraterrestre de la energía solar) y cerrado a la materia (los recursos materiales están limitados). Es, por tanto, un “sistema cerrado”[13], termodinámicamente hablando (Schneider, 2008). Esto es importante para analizar su comportamiento y evolución. Sin el aporte constante de energía desde el Sol, la Tierra se comportaría como un sistema aislado y la producción de entropía alcanzaría un máximo rápidamente que llevaría a su colapso (Luvie, 1979). Sin embargo, observamos que es un sistema viable que ha logrado un alto grado de complejidad (Solé, 2008), del que formamos parte, como humanos. Entender cómo se gestionan los flujos de materia y energía en la naturaleza es, por tanto, un ejercicio de modestia y aprendizaje que ha de servir en el proceso de repensar nuestras actividades socioeconómicas con el propósito de que puedan ser, también, viables. Este principio, no dogmático, recoge la tradición biomimética[14] de inspirarse en la naturaleza para resolver cuestiones más o menos mundanas.

El gradiente solar imprime, por tanto, un valor máximo disponible, a modo de “presupuesto energético” (Odum, 1971), para poder realizar trabajo en la Tierra. Combinándose con los bioelementos (disponibles a priori en la Tierra), generan ciclos de complejidad material creciente (Morowitz, 1962). La energía de los fotones, combinados con unos átomos de Carbono durante la fotosíntesis, configura moléculas cada vez más complejas, como la glucosa, polisacárido básico para el posterior crecimiento vegetal. Llevado este proceso a miles de años, se desarrollan los distintos ecosistemas, más o menos complejos, es decir, con mayor o menor capacidad de reducción del gradiente solar (Fraser and Kay, 2002). Una complejidad que les confiere capacidad homeostática (Lovelock, 1972). Cada ecosistema crea ciclos y cadenas energéticas que permiten estructurar jerárquicamente distintos niveles de organismos complejos (Odum, 1963), representados en las conocidas “cadenas tróficas” o “cadena alimentaria”[15]. Estos sistemas no están en equilibrio térmico (lo que supondría la muerte) y su análisis requiere de la contribución científica de la termodinámica del no equilibrio (NET – Non Equilibrium Thermodynamics[16]) o de procesos irreversibles (Schneider, 2008). Esta disciplina básica para entender ¿qué es la vida?[17] (Schrödinger, 1944) nos indica algunas de las claves para entender cómo se gestionan los flujos de energía y materiales en un sistema cerrado, como es la Tierra. Y como es –debería ser– nuestra sociedad.

Un elemento fundamental que nos enseña la dialéctica con la naturaleza es que los procesos no sólo se definen por combinación de las magnitudes “materia” y “energía”. Sino que hay un tercer elemento, la “información” y su manejo, que permite desarrollar estrategias de gestión expertas basadas en el principio de la “oportunidad” y la “anticipación” (Wiener, 1969). Y, gracias a esta manera de proceder, es posible el reciclaje de los materiales y un uso óptimo de la energía disponible. Los sistemas son viables en tanto son evolutivos y adaptativos a partir de estrategias de competición y colaboración y, por otro lado, del azar y la necesidad (Monod, 1970), como, por ejemplo, magistralmente plantea la Teoría de la Simbiogénesis (Margulis, 1991).

Vemos, por tanto, que los sistemas biológicos están caracterizados por ser irreversibles, sistémicos, no conservativos energéticamente, estocásticos e indeterminados (permítanme, quizá la ingenuidad, de considerar una indeterminación irreductible en la naturaleza). Muy lejos, por tanto, de aquel mecanicismo determinista, causal, reversible y conservativo, que hemos visto posibilitó la irrupción de la economía fósil.

Es de especial interés, por la temática del presente artículo, analizar con mayor detalle el “uso óptimo de la energía disponible”, al que hacíamos referencia anteriormente, a partir de un simple ejemplo, cómo un conejo se escapa de su depredador. Realmente, pobre conejo, durante la cacería no debe estar preocupado en maximizar la eficiencia, sino en maximizar la potencia para lograr escapar. Es decir, invertir la máxima energía en el menor tiempo posible. Pero, una vez a salvo (nueva información) y ávido de comer, cambiará su estrategia de aprovechamiento del recurso desde “máxima potencia” para pasar a “modo eficiencia”. Las rutas metabólicas en ambos casos son eficaces, pero tienen distintos grados de eficiencia y constricciones y su selección se determina por un bit de información que el amigo conejo procesa en tiempo real. Desde máxima eficiencia o Ley de la mínima producción de entropía (Prigogine, 1945) a la Ley de máxima potencia (Lotka, 1925), hay un rango de estados compatibles con las Leyes físicas (Odum, Pinkerton, 1955), que se alternan en función de información del entorno y del propio sistema (Lebon, Jou et al, 2008) ¿se imaginan nuestro conejo desarrollando siempre una estrategia de máxima potencia? Seguro que su futuro no sería nada halagüeño.

La naturaleza gestiona, por tanto, sus recursos como una verdadera Smart Grid: un sistema cerrado fuera del equilibrio térmico que utiliza energía exterior (de fuera de su sistema) y, gracias a un uso intensivo de información on line, desarrolla estrategias de anticipación y oportunidad para generar complejidad a partir de combinarse con recursos materiales que se reciclan cíclicamente.

Conclusiones

Parafraseando a Jorge Wagensberg, “si la naturaleza es (parte de) la respuesta” (Wagensberg, 2006), debemos saber cuál es la pregunta y diagnosticar bien el problema. El análisis del modelo energético debe atender a los principios científicos que regulan los flujos de energía, pero también, al conjunto de la sociedad a través de una dialéctica apropiada y efectiva.

Nuestra sociedad se ha instalado en un punto de máxima potencia, muy ineficiente, y con el agravante de no procesar la información –que sí que tiene– sobre la disponibilidad futura de recurso. Corriendo cada vez más rápido, pero para no llegar a ningún sitio, solo para escapar de las ineficiencias que el propio sistema ha generado, entrando en un bucle de rendimientos decrecientes, de manera que cada vez se necesita mayor energía para, sencillamente, mantener la estructura de la que se ha dotado. La extenuación y el colapso de nuestro pobre conejo es, de nuevo, una buena metáfora para ilustrar las consecuencias termodinámicas de ignorar los límites de los recursos.

Hay, sin embargo, terreno para avanzar e intentar revertir este modelo energético de matriz mecanicista. La concepción de un modelo riguroso de “smart grid” puede ayudar a esta necesidad a partir de combinar ciertas actuaciones tecnológicas con una fuerte implicación social y un fundamento científico sistémico y termodinámico.

Tecnológicamente, hay alineación entre la estrategia actual de mayor eficiencia con la de cambio estructural de modelo energético. Se trata de movernos, en un primer momento, desde un punto de máxima potencia a uno de mayor eficiencia y, para lograrlo, es fundamental reducir la velocidad de las actividades para necesitar potencias menores e introducir sin demora las tecnologías más eficientes en toda la cadena de valor de la energía.

Y una segunda actuación, que debe desarrollarse en paralelo, es el cambio de recurso fósil por el renovable (básicamente energía solar en sus distintas manifestaciones). Este cambio de recurso impone un gradiente energético menor a explotar al que la economía y la sociedad deberá circunscribirse, y no será sencillo. Este proceso de adaptación, o se realiza progresivamente, o se impondrá por la propia (no) disponibilidad de recursos.

Por la gran complejidad e incertidumbre del proceso, la ciencia y la tecnología deben dar entrada a la participación de todos los agentes implicados, en un terreno propio de la ciencia post-normal[18] (Funtowicz y Ravetz, 1993), donde se debe plantear qué actividades socioeconómicas son esenciales y cuáles superfluas e involucrar a los consumidores promoviendo el aprendizaje y la modificación del comportamiento para lograr una adopción efectiva, y no impuesta, de la tecnología y los límites del nuevo recurso. Y para ello es necesario una tercera cultura[19] (Snow, 1959), que integre las ciencias y las humanidades en su más concepción más amplia (Prigogine, 1983).

Se trata, por tanto, de pensar en clave de “Transición”, utilizar los recursos energéticos tradicionales sólo para actividades de alto valor añadido, como la producción de tecnología renovable. Y también de un cambio en la estructura socioeconómica que posibilite un “crecimiento cualitativo” en lugar de cuantitativo (el “decrecimiento” del PIB está implícito, pero como medio, no como finalidad).

La “Smart Grid” en su concepción más rigurosa, es, sin lugar a dudas, un conjunto de tecnologías y aspectos socioeconómicos, basados en el estado del conocimiento científico más actual, que nos brindan una oportunidad vital para forjar durante los próximos años un nuevo modelo energético que posibilite una sociedad viable en el tiempo.

Bibliografía

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FUNTOWICZ, S., RAVETZ, J.R. (1993), “Science for the post-normal age”, Futures, vol. 35, september 93.

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ODUM, H.T (1971), «Environment, Power and Society», John Wiley & Sons Inc (1st edition).

PRIGOGINE, I. (1945), «Modération et transformations irreversibles des systemes ouverts». Bulletin de la Classe des Sciences, Academie Royale de Belgique 31: 600–606.

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SCHNEIDER, E., SAGAN, D. (2008), “La Termodinámica de la Vida. Física, cosmología, ecología y evolución”, Tusquets Editors, Colección Metatemas, Barcelona 2008.

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SNOW, C.P. (2001 [1959]). The Two Cultures. London: Cambridge University Press. p. 3.

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SMIL, V. (2008), “Energy in nature and Society”, The MIT (Massachusetts Institute of Technology) Press, 2008.

WAGENSBERG, J. (2006), “Si la naturaleza es la respuesta, ¿Cuál era la pregunta?”, Tusquets Editors, Colección Metatemas, Barcelona.

WIENER, N. (1929), “Cibernética y Sociedad”, Ed. Sudamericana.

 

Pep Salas Prat  (psalas@smartgrid.cat) Investigador independiente. Doctorando en Instituto de Sostenibilidad IS – UPC, co-fundador de ENERBYTE


[19] http://en.wikipedia.org/wiki/The_Two_Cultures

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