Hildebrando Vélez Galeano [1]
El largo plazo
“Nos declararon que éramos perturbadores de mala fe en nuestros territorios… Cuatrocientos años aportándoles a la construcción de este país y ¿somos perturbadores de mala fe? Cuatrocientos años desangrando a nuestro pueblo… Cuatrocientos años enriqueciéndoles los bolsillos a otros y empobreciéndonos nosotros y ¿somos perturbadores de mala fe?”
Francia Márquez Mina, Consejo Comunitario de La Toma.
La mirada de Francia se remonta cuatrocientos años durante los cuales las comunidades negras lugareñas fueron reestructurando y actualizando la compleja herencia africana en América. Su pueblo ha sobrevivido a la esclavización minera por colonizadores españoles y sus descendientes criollos y a las violencias territoriales de las elites nacionales y regionales que sembraron muerte y dieron pie a la guerra insurgente y a la barbarie paramilitar que por décadas se enraizó allí. Nuestra narrativa es más breve, parte de la segunda posguerra, cuando se afirma la estrategia neocolonial hegemónica norteamericana en América Latina.
A principios de este periodo se definió por las élites regionales del Valle del Río Cauca una estrategia de desarrollo regional, funcional a los EEUU, que se apuntalaría con la construcción de la Central Hidroeléctrica Salvajina -CHS-, una intervención ecotecnológica de 285 MW de capacidad instalada, que genera 1050 GW/h de energía media anualmente y que almacena 865.67 Mm3 de agua de ese río, el segundo más importante de Colombia. La CHS se financió con empréstitos del BID y Agencias de cooperación para el desarrollo Japonesas (EXIMBANK y OECF) y entró en operación en 1986. Había sido impulsada sucesivamente por las distintas misiones de la academia, la banca y las autoridades norteamericanas que siguieron a la Misión Chardon (Universidad de Cornell, EEUU, 1929): Misión Parsons (1945, Ingenieros Consultores Norteamericanos), Misión Lauchlin Currie (Canadiense, Asesor del Gobierno de EEUU, Banco Mundial 1950); Misión Lilienthal (Director de la Tennessy Valley Autority, EEUU, junio 25 de 1954), Misión Larsen (Gerente el BIRF, 1955 y 1956). Actualmente la CHS es operada por EPSA, filial de CELSIA, brazo de negocios del Grupo Argos, uno de los más fuertes grupos económicos colombianos [2], con negocios de expansión energética, portuaria e inmobiliaria en toda América, donde EEUU ya no domina todos los escenarios.
En 2013 EPSA y la Asociación de Consejos Comunitarios del municipio de Suárez acordaron llevar a cabo un proceso de consulta del Plan de Manejo Ambiental -PMA- de la operación y mantenimiento de la CHS. No es una consulta sobre impactos de un proyecto que se ejecutará sino de uno planeado hace 60 años que ha operado por 29 años. El Estado, mediante resolución 766 del Director de Consulta Previa del Ministerio del Interior, ante la solicitud que el 21 de septiembre de 2012 hiciera la Empresa EPSA para certificar si había o no presencia de comunidades negras que debieran ser consultadas en el área de influencia de la CHS, respondió que no, aunque reconoció la existencia de resguardos de comunidades indígenas de los pueblos Nasa y Misak. Fue la presión comunitaria que condujo a que Estado y EPSA no pudieran eludir el derecho de las comunidades negras a la Consulta Previa Libre e Informada -CPLI- establecido en el acuerdo 169 de la OIT y en la constitución y jurisprudencia Colombianas. Hoy en marcha, esa CPLI es prueba de que los pueblos étnicos, para afianzar el reconocimiento de su existencia, su cultura y territorios ancestrales, sus autoridades y reglas de gobierno propio de sus territorios, deben enfrentar el racismo anidado en estructuras del estado y en las prácticas de los grandes agentes económicos. Esta lucha multifacética, de siglos, que emerge en los hechos concretos, librada por las comunidades negras, la denomino en general “Soberanía de los territorios étnicos”.
Salvajina existe como expresión de la imposición de un modelo de desarrollo y de una visión de la naturaleza; es fruto de la concertación y lucha de intereses entre las élites económicas nacionales y locales; es hija de la ingeniería positivista-reduccionista que encasilló las aguas; es producto de subordinaciones y complicidades de los politiqueros locales y fuereños. Existe Salvajina por el engaño que hicieron a los propietarios de los predios, por el engaño inherente a las promesas de desarrollo, de empleo y de bienestar; por los banqueros que incitaron créditos y tecnologías atadas a ellos; por las coimas que obtuvieron politiqueros y burócratas inescrupulosos; e indirectamente, Salvajina está ahí, porque los movimientos sociales y “la izquierda” fueron incapaces de detener su construcción, o creyeron en el sofismo del desarrollo.
Con la expresión “soberanías de los territorios étnicos” sintetizo la autonomía, las formas propias de gobierno y el proyecto de vida construido por comunidades negras, y que existe a pesar de la carga violenta incubada en cinco siglos de coloniaje de la naturaleza y colonialismo de las relaciones sociales sobre las que reposan capitalismo y modernidad. En esencia, la soberanía de los territorios étnicos, encarna una propuesta para asumir las relaciones y trasformaciones complejas socio-ecológicas que permitirían enfrentar al aparato ecotecnológico del desarrollo y los retos que traerá el post-acuerdo con la guerrilla, profundamente arraigada en la región. Pero más allá, el concepto “Soberanía étnica” permite explicar y afrontar la reorganización de las relaciones entre cultura y naturaleza a las que obligará la crisis socioecológica que avanza, ello siempre que logren revitalizarse y armonizarse los rasgos sustentables de las formas de vida ancestrales -campesinas fundamentalmente- con las urbanas, resistiendo al imperio del extractivismo y del racismo. Ya los pueblos africanos en América contribuyeron con sus valores, sus conocimientos y su trabajo a la configuración contemporánea de las naciones, ¿serán supérstites las comunidades étnicas y sus soberanías?
Discursos valorativos y racismo
Narrar las afrentas del racismo sustrae de la narración histórica de los triunfadores los hechos que construyen los territorios, las vivencias y las realidades de los esclavizados, de los colonizados, de los expulsados. Hay un mecanismo argumentativo recurrente en el discurso institucional favorable al desarrollo, al capital y al mercado neoliberal que subvalora las culturas y sobrevalora las mercancías (Aguado y Palma, 2012). Desde ese lugar discursivo, cuando se pretende construir un hidroeléctrica o explotar yacimientos hidrocarburíficos o mineros, se hace referencia a los pobladores locales, frecuentemente comunidades étnicas, como a “un pequeño grupo de personas por el cual no puede detenerse el desarrollo ni afectarse al conjunto de la sociedad”; la felicidad que traen estos emprendimientos a hipotéticas mayorías no puede ser sacrificada por la infelicidad que alega una minoría, que finalmente puede ser compensada. Este argumento se abstrae de que para tales minorías su felicidad frugal es su cultura, su proyecto de vida, su pervivencia. Este discurso actúa como máquina destructora de territorios étnicos indígenas y de afrodescendientes, ocultando la disparidad en las condiciones de ejercicio del poder. Las élites econonómicas apoderadas del Estado tratan de demostrar que es más beneficioso sacrificar la vida y posibilidades de reproducción social y cultural de una comunidad étnica que abstenerse de tal o cual emprendimiento tecnológico o empresarial, favorable no a la sociedad sino a sectores del capital. El destino de los territorios étnicos es embestido por ese discurso valorativo esgrimido por el poder avasallante de élites económicas transnacionalizadas, no sin la resistencia que hacen los pueblos.
Este hecho lo evidencia: recientemente la senadora colombiana del partido Centro Democrático, el mismo del ex presidente Uribe Vélez, desató una polémica nacional, sumando adherentes y estimulando contradictores, al proponer dividir en dos el departamento del Cauca – donde está Salvajina –: “Uno indígena, para que ellos hagan sus paros, sus manifestaciones y sus invasiones, y uno con vocación de desarrollo donde podamos tener vías, se promueva la inversión y donde haya empleos dignos para los caucanos”. Acá la subvaloración de lo indígena y lo negro no tiene connotaciones solamente económicas sino claramente racistas: “…el racismo consiste en caracterizar un conjunto humano mediante atributos naturales, asociados a su vez a características intelectuales y morales aplicables a cada individuo relacionado con este conjunto y, a partir de ahí, adoptar algunas prácticas de inferiorización y exclusión” (Wieviorka, 2009).
Las expresiones racistas están presentes por doquier, pero en Colombia, en el departamento del Cauca, son aberrantes. Las golpizas brutales de la policía defendiendo a los ingenios azucareros sobre los indígenas Nasa que pugnan por retornar a sus tierras ancestrales, así como la negación práctica de los acuerdos que el Estado ha suscrito con la Movilización de las mujeres negras, son todas señales de esa inferiorización valorativa que impulsa a la violencia, a la homogeneización de los deseos, y a la imposición de formas de vida y economía que el colonizador agencia. El racismo es un discurso valorativo y una práctica de poder rentables para el capital y opresivas para los pueblos étnicos.
Afianzando Soberanías étnicas
“(…) hay un fenómeno (…) que está generando la guerra en este país y es la corrupción de los funcionarios públicos (…). Vale más que le entreguen el territorio nacional a empresas multinacionales y que luego les vienen a dar dizque regalías (…). ¿Regalías? (…) ¿Pa´qué se creó este estado colombiano? (…) ¿no era para ponerlo al servicio del pueblo? (…) ¿Cuál fue el objeto de crear éste estado? Si no era ese, entonces que nos digan (…). ¿Si el objeto era saquear los territorios? ¿Si el objeto era entregárselo a otros países? ¿Si el objeto era producir la guerra? (…). Porque esa minería, esas locomotoras del “desarrollo” no están generando paz, lo único que están generando es miseria, pobreza, hambre y desplazamiento (…).”
Nuevamente Francia Márquez cuestiona la soberanía instituida, débil ante fuerzas económicas corporativas transnacionales, e indica la desinstitucionalización ambiental propia del fundamentalismo de la economía de mercado, donde el capital crece al amparo de la violencia, articulado a redes económicas globales y a expensas del patrimonio ambiental. Señala que hay una institucionalidad que fraudulentamente asegura la concentración de los bienes y democratiza los males. Sus afirmaciones crudas y altivas dan pie para reconocer la existencia de la que denomino Soberanía de los Territorios Étnicos. Esta está construida con cantos y danzas ancestrales resignificadas y resemantizadas, está construida con el fuego de la cocina y por los sabores auténticos, por el “viche” y la manera desparpajada de reír; no se asemeja a la soberanía de las cortes europeas, tampoco a los fríos edificios del Estado ni a los anaqueles de bibliotecas. Emula, eso sí, la soberanía plebeya que está viva en las fiestas, en las asambleas y en las luchas de los negros e indígenas del Cauca. Está afianzada en múltiples soberanías: alimentaria, energética, hídrica y en la gobernanza propia de los pueblos. La sostienen tres ideas pilares: 1. el poder popular, que se expresa en la consigna “el pueblo habla, el pueblo manda”; 2. la subordinación de los líderes y lideresas a la comunidad, que apuntaló el movimiento zapatista: “mandar obedeciendo” y 3. el reconocimiento de que la autonomía requiere de relaciones heterárquicas, que es lo que para el pueblo negro significa Ubuntu: “soy porque nosotros somos”.
Expresiones de soberanía étnica subsisten en la cordillera occidental de los Andes colombianos, a pesar que en los territorios étnicos ocurren grandes desastres ecológicos que estos pueblos no han provocado; Todos ellos ponen en peligro la soberanía territorial, alimentaria, hídrica, energética de los pueblos. Ellos resisten, su discurso es la defensa del territorio, sin proponérselo son activos agentes de las luchas por la justicia ambiental que otros sólo pregonamos. Los territorios étnicos enfrentan de manera trasversal el debate sobre todos los tipos de soberanías, y en el fondo su propósito es único dejarle un territorio habitable a las generaciones venideras, para que ellas puedan mantenerse allí, como lo habían logrado sus ancestros en las luchas contra la esclavitud. Batallas por el control de suelos, playas, ríos, bosques, de yacimientos de energías fósiles, vías de acceso y comercialización de hidrocarburos, poli-ductos y refinerías y de las condiciones que regirán el uso y el acceso a las fuentes de energía y a la atmósfera misma, está siendo librada en los territorios ancestrales de comunidades negras e indígenas. Batallas por la soberanía energética y la justicia climática se libran en los territorios de las comunidades negras, antes que en escenarios como la COP 21, cuando la CMNUCC está convertida en una Organización de Comercio Global de Carbono [3], donde las grandes corporaciones trasnacionales tienen el control casi total de las negociaciones.
La defensa de la soberanía de los pueblos étnicos se hace a pesar de que, como durante el proceso de esclavización en África, donde los esclavizadores contaron con el apoyo de reyezuelos locales en contra de sus hermanos, hoy “Muchos consejos comunitarios se han vuelto una vía legal para permitir que los recursos – madera, oro, petróleo – sean explotados a cambio de miserables dádivas” (Molano Bravo, 2011).
Construir la soberanía popular de facto significa enfrentar el campo de fuerzas de la sociedad hegemónica que se estructura desde la ideología impuesta por los opresores, desde los estados coloniales, los órganos multialterales y el poder transnacional que les subyace (Dussel, 2008). Del triunfo o la derrota de éstas soberanías étnicas dependen, así no lo podamos medir, muchas de las posibilidades de adaptación y tránsito de la humanidad hacia sociedades más justas y sustentables.
Referencias
AGUADO, L. y PALMA, L. (2012), “Una interpretación metodológica sobre la incorporación de los bienes y servicios culturales al análisis económico”. Lecturas de Economía vol. 77, p. 219-252. Medellín jul./dic. 2012. ISSN 0120-2596.
DUSSEL, E. (2008), 20 tesis de política. Caracas: El perro y la rana. 2010.
MOLANO BRAVO, A. (2011), “¿A quién le importa Juan Ceballos?”, 15 de mayo, http://www.elespectador.com/opinion/quien-le-importa-juan-ceballos, consultado el 5 de marzo de 2015.
WIEVIORKA, M. (2009), El racismo, una introducción. Barcelona: Gedisa.
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[1] Universidad del Valle, Colombia (hildevelez@hotmail.com)
[2] El “Grupo Argos realiza inversiones de capital en empresas que convierten recursos en productos y servicios de alto valor agregado para el desarrollo de los sectores básicos de la economía… es el accionista controlante de Cementos Argos S.A., Celsia S.A. E.S.P., Sator S.A.S. y Situm S.A.S.; además, posee el 50% de Compas S.A.” http://inversionistas.grupoargos.com/perfil-corporativo/quienes-somos Consultado en 04-04-15
[3] www.educacioncontracorriente.org/…/14122-la-jornada.html Consultado en 1 de enero de 2011.
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